Un misterio llamado Vladímir Putin

Opinión
El Periódico, 02.04.2016
Andreu Claret, periodista
  • El líder del Kremlin ha sabido construir un relato ruso que empalma con la gloria de épocas pretéritas

Si van a San Petersburgo y visitan el Ermitage, no vayan solo a por los cuadros, aunque las obras de Rubens, Rembrandt, Tiziano y Monet asombran a cualquiera. Calma. Si además de disfrutar de una de las mejores pinacotecas del mundo quieren entender algo del país, deténganse en las primeras salas del Palacio de Invierno. Aquellas que relatan la grandeza de Rusia. Sus victorias frente a Napoleón, Hitler y los sultanes de Constantinopla. Puede que queden empachados de retratos de mariscales de campo y de escenas heroicas, pero pillarán algunas claves de la Rusia actual.

En el Ermitage comprenderán como este enigmático funcionario de San Petersburgo llamado Vladímir Putin ha llegado a dominar buena parte de la escena mundial de los últimos años. Dando unidad y continuidad a la historia de Rusia. Construyendo un relato que empalma con la gloria del pasado. Poniendo en pie un discurso nacionalista en el que tienen un lugar todos los que han hecho grande este país, desde Pedro el Grande hasta él, pasando por Stalin. A Putin no le sobra casi nadie. Ha empequeñecido algunos episodios y ensalzado otros, pero la narrativa puesta en pie actúa como eficaz pegamento de una historia sin fallas. Como la que cuelga de las paredes del Ermitage. Una historia sacada del olvido.

La idea y la dictadura de Stalin

Estuve en el Palacio de Invierno cuando la ciudad se llamaba aún Leningrado y el país era la URSS. El régimen comunista también lo intentó, pero lo tuvo más difícil, porque la Revolución de Octubre quebraba la continuidad del imperio levantado por los zares. Aunque Stalin pronto entendió que para gobernar estas tierras infinitas hacía falta recurrir a algo más que a libros de Marx y Engels. No dudó en asesinar a casi todos sus correligionarios para aparcar la epopeya de la revolución y asentar su dictadura sobre la idea de una nación grande, eslava, triunfante. Le sobraba la revolución. Recuerdo que Trotsky había desaparecido de los cuadros y las fotos. Putin, él, no necesita prescindir de nadie. O casi nadie.

Un Lenin gigantesco esculpido en toneladas de bronce sigue erguido en la avenida Moskovski. Y la foto de Trotsky ha vuelto a la celda de la cárcel zarista en la que sucedió a Gorki. Todo suma cuando se trata de hacer grande la patria. Basta con que los episodios con los que está hilvanada su historia desarrollen la narrativa imperial del Palacio de Invierno y justifiquen la política de hoy.

Ahora, los guías se detienen delante del retrato del general que conquistó Crimea durante el reinado de Catalina la Grande. Antes se detenían delante del que lideró la defensa de Stalingrado, o del que detuvo a Napoleón en las estepas moscovitas. Ahora toca Crimea. Porque empalma con la gesta que dejó patitiesos a los europeos hace cuatro años. La anexión le ha dado a Putin una legitimidad que no puede ofrecerle el sistema, prolongando el relato imperial. De mismo modo que Siria le ha permitido conectar con la obsesión de Pedro el Grande por el Mediterráneo.

Lo que queda del 'homus sovieticus'

Marc Marginedas nos dirá hasta dónde ha cuajado esta narrativa. Hay que vivir allí para saber si el discurso patriótico es capaz de hacerles olvidar a los rusos la dureza de la vida cotidiana. Como dice Svetlana Aleksiévich, Putin ha decidido hacer un país fuerte en vez de un país digno. Yo no sé si lo que queda de homo sovieticus levantará cabeza con esta treta. Por lo pronto, le habrá devuelto cierto orgullo después de la década de humillación colectiva que encabezó Yeltsin. Puede que la letargia social que percibí en la avenida Nevski sea un espejismo y que el malestar recorra lugares menos aburguesados. No lo sé. Rusia siempre me ha parecido insondable. Churchill dijo que era «un jeroglífico envuelto de misterio, en el corazón de un enigma». Por el momento, el discurso ultranacionalista parece operar con eficacia: ha hecho desaparecer del radar los problemas sociales. Ningún rastro. En las calles de San Petersburgo no vi ni siquiera graffiti. Y en los museos es como si la Revolución de Octubre hubiera sido fruto de una conspiración. La historia es la de Rusia. No la de sus clases sociales.

Para ganar las elecciones del 2018, Putin necesita todos los mimbres de esta historia. En el museo de la ciudad, algunos textos evocan el terror de los primeros bolcheviques, pero el relato termina en 1918. De Stalin, mejor recordar la guerra que ganó que el gulag. Sus legendarios bigotes forman parte de una memorable tradición militar. Como la conquista de Crimea por Catalina y su reconquista por Vladímir Putin. El patriotismo actúa con eficacia, no hay duda. ¿Hasta cuándo? Hasta el 2018, seguro. ¿Y luego? ¿Dará para seis años más? Puede que Putin lo consiga, añadiendo otras páginas de gloria al imperio, si hace falta. Sin reparar en los costes ni los muertos. Este hombre es un misterio.

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