Columnista El Mercurio, 09.02.2020 José Rodríguez Elizondo, abogado y periodista
"En todos esos rubros dejó en claro su posición liberal-democrática-independiente, opositora al régimen por añadidura y crítica del rol que Pinochet había asignado a las Fuerzas Armadas".
Lo primero que conocí de José Miguel Barros (JMB) fue su voz telefónica. Estábamos en Lima, abril de 1982, él como embajador de Chile, yo como editor internacional de la revista Caretas. Me llamaba en directo a la redacción —no por interpósito funcionario— para expresarme su inquietud por la guerra de las Malvinas en pleno desarrollo.
No era para menos. En Lima había demasiada simpatía por Argentina. El ministro de Guerra, general Luis “El Gaucho” Cisneros, saltándose al canciller y al propio Presidente Fernando Belaunde, conminaba a enviar todo tipo de ayuda en armas y efectivos al general Leopoldo Fortunato Galtieri. No solo eso, la ayuda bélica debía pasar por el Estrecho de Magallanes, con lo cual le tiraba los bigotes a Pinochet. Galtieri ya había dejado en claro que, tras derrotar a los británicos, seguiría viaje hacia las islas chilenas del Beagle.
La voz de JMB me saludó cortés y luego, sin cuidarse de eventuales escuchas, me planteó de sopetón que me llamaba “como chileno”. Agregó, ahora desde la prudencia profesional, que yo, como periodista, debía estar informado de cómo se veía la guerra en nuestro país.
Notable, por tres motivos. Primero porque, sin decirlo, asumía que la mala imagen del dictador chileno y la simpatía peruana por la causa del dictador argentino tenían a su embajada en mala posición ante los medios. Un agregado de prensa no le era suficiente. En segundo lugar, porque no se refugiaba en la usual “extrema cautela diplomática” para no hacer nada, como tantos colegas suyos de todas partes. Y tercero, porque el personal de su embajada tenía conmigo, exiliado del régimen, una relación de geometría variable. Los diplomáticos de carrera me leían y eran amistosos, pero los agentes incrustados de la Dina sembraban todo tipo de intrigas para que me expulsaran del país o para dejarme en el desempleo. Me definían como un subversivo “altamente peligroso”.
Comprendí que, con esa llamada, JMB estaba rompiendo moldes y pautas. En cuanto a mí, no solo por negar que yo estuviera en la tribu de los “malos chilenos”, tan denostada por Pinochet. Además, por asumir que mi condición de exiliado no menoscababa mi preocupación patriótica por Chile. Por ello, mi réplica fue profesional: “Su opinión es noticia legítima, embajador, mi revista la informará”.
Propuse a mi director, Enrique Zileri, que le hiciéramos una entrevista formal, a sabiendas de que era reacio a darle tribuna a diplomáticos (“nunca dicen nada”). Pero, en este caso aceptó, pues temía un golpe de Estado de “El Gaucho” y la consiguiente expansión de la guerra. Acto seguido, envié a una periodista de mi sector, con una batería de preguntas incisivas, para planteárselas a JMB en su oficina. Este respondió con gran solvencia política, edité el material con prolijidad y la entrevista se publicó bajo el expresivo título “Mañana los chilenos”.
Me consta que fue estudiada por quienes correspondía en Torre Tagle, la Cancillería peruana y que, en definitiva, contribuyó a las correctas relaciones entre Argentina, Chile y el Perú.
Pre-presidenciable
Lo que vino, hasta que fue reemplazado en 1983, fue una amistad enriquecedora para mí. Conversábamos en territorios neutrales —fiestas nacionales de otros países—, conocí a su simpática baronesa Elna y, apreciando su capacidad, comencé a sospechar que era el único diplomático chileno a la altura de Juan Miguel Bákula y Javier Pérez de Cuéllar, los “grandes monstruos” de Torre-Tagle.
De vuelta a Chile quedó claro que su alta profesionalidad no era apreciada por Pinochet. En la Cancillería no se le asignó nueva destinación ni oficina. Cuando el maltrato comenzó a ser evidente, se le ofreció una asesoría sin contenido real y entonces JMB dejó en claro que él no estaba dispuesto a ganar un sueldo sin hacer nada. Desde su dignidad, presentó su renuncia indeclinable al servicio e inició una gran actividad intelectual, como miembro de la Academia de Historia del Instituto Chile, columnista de medios, polemista de miedo y profesor universitario.
En todos esos rubros dejó en claro su posición liberal-democrática-independiente, opositora al régimen por añadidura y crítica del rol que Pinochet había asignado a las Fuerzas Armadas.
Embajador espiado
No fue extraño, por tanto, que al filo del plebiscito que perdería Pinochet, JMB estuviera entre los presidenciables que se mencionaban en los corrillos de la disidencia. Se estimaba que, no pudiendo postularse a un candidato de izquierda, el centrista embajador podía ser una buena carta. Fue una racha de moderación que se disipó casi junto con la victoria de Patricio Aylwin. Cuando el flamante Presidente lo designó embajador en Francia, autoflagelantes precoces y postulantes frustrados iniciaron de inmediato un “pelambre” rústico. Su éxito en el caso del Beagle y sus servicios distinguidos durante los gobiernos de Eduardo Frei Montalva y Salvador Allende quedaban borrados por el solo hecho de haberse mantenido en la carrera como “embajador de Pinochet”.
En esa época volvimos a encontrarnos, ahora en el espacio común de la Cancillería. El siempre como embajador, yo como director de Cultura e Informaciones y escribidor a destajo. A esa altura la amistad había echado raíces —hasta nos prestábamos libros— y así supe que en Lima no solo yo fui espiado por los agentes de la Dina. También lo espiaban a él y a otros diplomáticos, pues, por definición de rol, para Pinochet y su adlátere Manuel Contreras todos eran unos desconfiables “empolvados”.
Por cierto, esos perseguidores no contaban con el coraje y la contrainteligencia del espiado. JMB, tras interceptar unos “informes” bárbaramente escritos, dirigidos por los toscos espías a su jefe carabinero de la Cancillería, hizo una dignísima denuncia al canciller almirante Patricio Carvajal. Este la respondió cumplidamente y JMB, a sabiendas de que yo también manejaba un buen archivo, me dio copias del carteo “por si se te ocurre alguna vez meterte con la historia”.
Lo más seguro es que Carvajal puso al tanto a su jefe y que esa denuncia confirmó el recelo de Pinochet. No era confiable un “empolvado” que no se dejaba espiar.
Tertulia como doctorado
Hubo una tercera etapa en nuestra amistad. Fue cuando JMB se retiró a cuarteles académicos más tranquilos, quizás algo lesionado por la falta de reconocimiento de los autoflagelantes y siempre preocupado por lo que consideraba “profesionalidad débil” de su Cancillería.
Entonces ambos nos cooptamos. Yo, para que escribiera en la revista Realidad y Perspectivas y participara en algunos eventos universitarios. Con Roberto Nahum, entonces decano de la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile, incluso instalamos una “Cátedra José Miguel Barros”, en el marco de un programa conjunto con la Academia Diplomática y la Academia de Guerra. Pero, por esos gajes de nuestra época universitaria, dicha cátedra murió al nacer. Una rebelión interna botó a Nahum y a sus sucesores no les interesó desarrollarla.
Mi cooptación fue más fructífera. JMB, confabulado con otros amigos, me incorporó a la mítica tertulia-almuerzo que llevaba el nombre del excanciller Germán Vergara Donoso. Entre los habitués estaban Eduardo Gomien, Cristián Zegers, Hernán Felipe Errázuriz, Ernesto Videla, Óscar Fuentes, Javier Illanes, Rolando Stein y Joaquín Fermandois. Personalidades no muy de izquierda, si se quiere, pero con cultura amplia, experiencia directa en política exterior y un anecdotario fascinante. “Me has doctorado en transversalidad”, le comenté.
Después vino el naufragio de los años, el estallido que lo despidió y esta sinopsis improvisada de una amistad de casi cuatro décadas. Una que me permitió acceder a grandes momentos de nuestra política exterior y conocer de cerca a uno de los más calificados diplomáticos de la Historia de Chile.
Descansa en la gloria y sin polemizar, querido amigo José Miguel.