Aylwin. El personaje y la historia

Columna
RedSeca, 25.04.2016
Marcelo Casals, historiador (PUC-U. de Wisconsin) y escritor

Los chilenos ya nos hemos acostumbrados al hecho de que, cada cierto tiempo, se produzca algún evento que reavive memorias sociales conflictivas, obligándonos al mismo tiempo a una reflexión histórica sobre nuestro convulsionado pasado reciente. El reciente fallecimiento del ex-presidente Patricio Aylwin ha sido uno de estos momentos. Ensayos, columnas, discursos fúnebres y opiniones cotidianas han dado cuenta del hecho de lo ambivalente que resulta la figura del propio Aylwin y, por extensión, de las dificultades que aún tenemos para procesar nuestra historia reciente en términos críticos y comprehensivos.

No es de extrañar que las reacciones suscitadas por el deceso de Aylwin se dividan en dos bandos aparentemente irreconciliables. Por un lado, están los que ven en Aylwin la encarnación de la reconstrucción democrática de Chile luego de la barbarie militarista a la que nos vimos sometidos por 17 años. El ex-mandatario, al haber liderado el primer gobierno de la transición al mando de la Concertación, de ese modo, habría sido el responsable de la propia sobrevivencia institucional, gracias principalmente a su carácter moderado y conciliador que evitó reproducir las odiosidades del pasado.

Para otros, sin embargo, el legado de Aylwin resulta más problemático. Desde ese enfoque, él habría sido el responsable de los términos en los que se pactó la transición que, en la práctica, legitimó muchos de los aspectos del diseño económico y político de la dictadura. Así, hay quienes le enrostran una moderación política que se condecía con el apoyo social del gobierno y, por lo tanto, con las posibilidades de revertir los aspectos más socialmente dañinos de la “democracia protegida” y del neoliberalismo económico. Las críticas también se han extendido hacia la falta de voluntad política para judicializar las denuncias de violaciones a Derechos Humanos e, incluso, a las prácticas represivas del gobierno contra grupos de ultra-izquierda que aún por entonces operaban.

Más allá de los aspectos atendibles de los distintos juicios formulados hasta ahora, existe cierta tendencia a personalizar procesos políticos complejos en un sólo dirigente. Hasta cierto punto, ello es inevitable dada la razón coyuntural que invita a la reflexión social estos días. Pero ello no debe hacernos olvidar que el éxito como político de Patricio Aylwin se construye como el de cualquier otro liderazgo de esas características: articulando grupos sociales con intereses en común, dándole sentido a aspiraciones de mayorías circunstanciales y construyendo una imagen afín a las necesidades políticas del momento. Aylwin, en ese sentido, fue un político hábil, que supo leer la situación política y social de sus días y aprovechó las oportunidades que el proceso de lucha contra la dictadura abría, particularmente en la segunda mitad de la década de los ochenta. Al mismo tiempo, Aylwin fue producto de una historia más larga y general.

Miembro de una segunda generación de líderes políticos falangistas, fue uno de los fundadores de la Democracia Cristiana en 1957. Rápidamente se identificó con la línea del freísmo que triunfó primero al interior del partido, y luego a nivel nacional en las presidenciales de 1964. Aquella vertiente al interior del PDC poco a poco fue identificada como la derecha del partido, sobre todo a medida que las fracciones de izquierda se radicalizaban, proceso que llevó incluso a la escisión y el nacimiento de nuevas orgánicas como el MAPU y la Izquierda Cristiana. Durante el gobierno de Allende, Aylwin y el grupo dirigente se inclinarían sin ambages por una línea opositora frontal. La radicalización de las posturas políticas y su alianza política con la derecha los llevaría también a apoyar el golpe de Estado y defender la legitimidad de la dictadura dentro y fuera del país durante los primeros años. Ello, sin embargo, no duraría mucho. La propia autodefinición del régimen de Pinochet como refundacional (y no transitorio, como mucho pensaban en un principio) más el despliegue de un inmenso aparato estatal de represión y censura convencieron al PDC se asumir una línea opositora al régimen, en consonancia con la labor defensa y promoción de los Derechos Humanos a la cual se había abocado la Iglesia Católica, su tradicional aliada.

Tras la muerte de Frei Montalva en enero de 1982, Aylwin pasó a la primera fila de la dirigencia opositora a nivel nacional. A diferencia de la izquierda -blanco principal de la represión estatal-, el PDC era un partido que había logrado mantener en gran medida su estructura orgánica, y ello lo ubicó en una situación ventajosa cuando comenzó a articularse una oposición política y social al régimen a raíz de la crisis económica de 1982-1983 y el consecuente inicio de las protestas nacionales. Aliado a fracciones del socialismo renovado, el PDC con Aylwin a la cabeza lideró la oposición no insurreccional a la dictadura, lo que en la práctica se tradujo -como lo había propuesto el propio Aylwin- en asumir el camino de transición diseñado por la Constitución de 1980, que contemplaba el plebiscito celebrado en 1988.

Aylwin, el PDC y la Alianza Democrática, entonces, fueron capaces de capitalizar el descontento social a la dictadura de aquellos sectores que no veían con buenos ojos una oposición armada. De hecho, fue la propia derrota de la estrategia insurreccional -especialmente tras el funesto “año decisivo” de 1986- la que definió la participación en el plebiscito de 1988 como la única salida política viable. Fue allí cuando Aylwin hizo valer su condición de líder del partido mejor organizado de entonces. Más aún, el PDC, a diferencia de partidos de izquierda, pudo inscribirse en los registros electorales y actual como tal, desplegando todas sus fuerzas para derrotar a la dictadura en las urnas. Ello finalmente legitimó la línea estrategia democratacristiana y al mismo Aylwin, quien no tuvo mayores inconvenientes en lograr la candidatura presidencial para las elecciones de 1989, que finalmente lo llevaría a La Moneda el 11 de marzo de 1990.

Muchas de las alabanzas y las críticas que circulan hoy por hoy suelen no hacerse cargo de la condición histórica de Aylwin y su contexto. Pareciera ser que todo dependía de la voluntad de una persona, y la historia suele ser más complicado que eso. No se trata, por cierto, de apelar al “contexto” para justificar la manera en que la transición fue finalmente llevada a cabo. Muy por el contrario. La crítica al Chile actual, que en parte importante fue forjada en la transición pactada liderada por Aylwin, debe incluir también un reflexión histórica de más amplio alcance. Así, por ejemplo, extraña la ausencia de consideraciones críticas sobre las formas opositoras a la dictadura que se situaron a la izquierda de la Alianza Democrática. La derrota de esa línea estratégica, como se señalara, le abrió las puertas a Aylwin y los suyos para liderar la transición de acuerdo a los términos fijados por la dictadura. Más aún, tampoco se considera el hecho de que el conglomerado representado por Aylwin fue capaz de interpelar a una enorme mayoría social, precisamente lo que no pudo hacer la izquierda más radical. La transición también tuvo una dimensión social que no siempre es tomada en cuenta, y que fue producto de los cambios en la estructura social verificados durante la dictadura. Sin un movimiento obrero organizado y con bajos niveles de asociatividad social en general, la transición pudo manejarse desde las élites partidarias, quienes disfrutaron por unos años de la “luna de miel” gracias a la legitimidad que les daba haber dirigido la oposición a la dictadura. Aylwin dio cuenta de estos fenómenos, y construyó su liderazgo a partir de esas condiciones. La crítica histórica y política que merece su gestión como presidente debiera ser también la crítica a la manera en que la mayoría social que salió a las calles a protestar contra el dictador se acomodó a la larga transición.

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