Centenario del fin de la Primera Guerra Mundial

Columna
El Líbero, 13.01.2018
Alejandro San Francisco, historiador (Oxford) y académico (PUC-USS) y director de Formación
(Instituto Res Publica) 

Como será frecuente a propósito de un siglo XX que fue pletórico de acontecimientos y grandes transformaciones, llevamos varios años de conmemoraciones de centenarios importantes: el comienzo de la Primera Guerra Mundial y la Revolución Bolchevique son dos ejemplos elocuentes y que han marcado agendas de museos, gobiernos y editoriales. Este 2018 corresponde celebrar -es la palabra más adecuada desde el comienzo- el fin de la Primera Guerra Mundial.

Con el tiempo se vería que las celebraciones prematuras o miopes impedían ver algunas derivadas de la propia clausura del conflicto: el fin de la guerra podía ser el anticipo de nuevas divergencias, y mientras muchas naciones veían con alegría la llegada de la democracia, dentro de ellas comenzaba a incubarse el germen de los nacionalismos más extremistas y fatales de la pasada centuria, como fueron el fascismo y el nacionalsocialismo. De tal manera que en los próximos años tendremos que revisar retrospectivamente la marcha sobre Roma de Benito Mussolini o la publicación de Mi Lucha de Adolf Hitler, como dos momentos que, en la década de 1920, ni siquiera podrían anticipar el drama que sacudiría a Europa apenas unos años después.

La destrucción que provocó la Primera Guerra Mundial resulta inimaginable para nosotros, y la lectura atenta de libros literarios o históricos, o la revisión de películas, permiten acercarnos a lo que significó, pero no logran insertarnos en lo que fue el fin de una civilización, todo un cambio de vida en Europa. Adicionalmente, significó al menos el fin de tres grandes imperios: el de la Rusia de los zares, el Austro-Húngaro y el turco Otomano; cayeron monarquías y llegaron nuevas instituciones; incluso hubo cambios en las costumbres y en el modo de comprender a Europa, que se llenó de recriminaciones y vergüenza. En realidad, no era para menos: la sangre de millones de jóvenes había regado los campos de batalla, dejando muertos, heridos, enfermos, olvidados. ¿Cómo era posible haber llegado a esa guerra que a tantos parecía una locura, algo perfectamente evitable, pero que las autoridades de los distintos países involucrados habían sido incapaces de prevenir?

En realidad, quizá la explicación de los comienzos esté en esa expresión sabia de uno de los libros valiosos publicados con ocasión del centenario del comienzo del conflicto: “Los protagonistas de 1914 -explica Christopher Clark- eran como sonámbulos, vigilantes pero ciegos, angustiados por los sueños, pero inconscientes ante la realidad del horror que estaban a punto de traer al mundo”, en su libro Sonámbulos. Cómo Europa fue a la guerra de 1914 (Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2014). Después de eso, todo ya era demasiado tarde, había comenzado la hora de la carnicería, magistralmente sentida y expresada en los Poemas de guerra de Wilfred Owen (Barcelona, Acantilado, 2011).

Por todo eso, el fin de la Primera Guerra Mundial fue una gran noticia que las multitudes celebraron con fervor en algunas capitales europeas. Sin embargo, con el tiempo se aprobaría un tratado de paz que tenía mucho de resentimiento y venganza, que abría camino a nuevos conflictos. Así lo resume David Stevenson en su monumental 1914-1918. Historia de la Primera Guerra Mundial (Barcelona, Debate, 2013): “Los sacrificios de 1914-1918 hicieron posible una paz duradera (o al menos la ausencia de hostilidades) en la zona del Atlántico Norte, y en ese sentido hubo buenas razones para celebrarlo en aquel gris y sombrío mes de noviembre. El mundo occidental no se vio condenado de antemano a seguir la desastrosa senda que emprendería un par de décadas después. Pero, al socavar la estabilidad política y social, el precio pagado por la victoria hacía que todo fuera en contra de un futuro en paz. Ningún relato sobre el impacto y el significado del conflicto puede estar completo sin un estudio de sus secuelas y su legado envenenado”.

Por eso y por muchas otras razones es necesario volver a pensar en el gran conflicto de comienzos del siglo XX, su desarrollo y también su final. En este centenario del fin de la Gran Guerra seguramente habrá muchas ocasiones para volver sobre este tema, y reflexionar sobre la alegría de la paz, pero también para lamentar algunas de sus consecuencias. Como resume Niall Ferguson en La guerra del mundo(Barcelona, Debate, 2007), “la paz que siguió a la Primera Guerra Mundial fue en realidad la continuación de la guerra por otros medios”, mostrando algunas de sus manifestaciones: la guerra civil que siguió a la Revolución Bolchevique, incluyendo el terror que se levantaba como “piedra angular del gobierno” de Lenin. A esto se sumaría el dibujo del nuevo mapa de Europa y la mencionada agonía de los imperios.

La historia es una gran lección de humanidad, y por lo mismo su valor es perenne. No depende de los planes y programas de estudio, tampoco de la apreciación social que tenga en un momento determinado. Su riqueza está en el conocimiento y comprensión del hombre a través del tiempo, y por lo mismo su mayor interés es humanista y no se reduce a la preocupación por lo que ya pasó. Después de todo, la Gran Guerra, como Europa y sus posibilidades, son hijas de 1918 y vale la pena volver a pensar al respecto.

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