Chile, un país quejoso y confundido

Columna
La Tercera, 25.12.2016
Sebastián Edwards, economista y profesor (UCLA)

Hace unos días, un amigo argentino me lanzó la siguiente lindura: “Los chilenos son unos bebés, unos malcriados, quejosos y lloricones”. Quedé estupefacto, sin saber qué decir. Pensé en las dos últimas Copas América, pero no me salieron las palabras. Mi amigo aprovechó mi silencio para lanzar una nueva andanada: “Hasta hace unas décadas, Chile era un país de cuarta. Un país simpático, pero mediocre, apagado, inseguro”. Luego hizo un ademán de fastidio y remató: “En verdad, no entiendo de qué se quejan. Son una manga de confundidos. Si quieren tener razones para quejarse, vénganse a vivir un tiempito a la Argentina”.

Respiré hondo y traté de explicarle. Más que un estallido de quejas injustificadas, dije, en Chile hubo un despertar de la clase media, una toma de conciencia de su poder político y económico. Esta clase media hoy reclama cosas atendibles, cuestiones que en los países avanzados son consideradas normales y obvias: un trato digno, buen uso de sus impuestos, productos de buena calidad, cultura y esparcimiento. Exige un sistema político transparente, una sociedad sin dobleces, tolerante e inclusiva; un mundo más plano, con oportunidades para todos, con mayor igualdad, mayores libertades individuales y derechos sociales. Al mismo tiempo, rechazan la incompetencia, la palabrería hueca, los arreglos entre cuatro paredes.

Nada de lo anterior es esotérico ni incomprensible; es algo que ha sucedido en todos los países cuando la clase media se masifica y el nivel económico llega a un cierto nivel. Es saludable, y hay que celebrarlo con efusividad.
Pero, claro, este proceso genera algunos problemas: la elite se resiente ante la llegada de este nuevo actor social con ideas propias y con poder. Lo resiente y hace lo imposible -incluso trampas- por aferrarse al poder.

Lo segundo es que los demagogos se aprovechan de un fenómeno sano, natural y luminoso, para impulsar ideas mal cocinadas, embustes burdos, nostalgias de noches de insomnio. Es un grupo pequeño, pero estridente, que prefiere el bullying político a las discusiones serias. Usan las redes sociales como megáfono y manopla de matón de barrio.

La falacia instalada

La mayor falacia en la política chilena es que “el modelo” -sea como sea que se defina- fracasó; que la Concertación apoyó políticas nocivas para la ciudadanía y que ya no tiene nada que ofrecer. Esta noción, impulsada por gente como Fernando Atria -el autodenominado “candidato de las ideas”-, no resiste un análisis serio.

Cualquier conversación profunda debe partir por preguntar cuál era la alternativa a “el modelo”, y luego inquirir qué hubiera pasado si se hubiera tomado ese camino alternativo. Esto es lo que en las ciencias sociales se llama “el contrafactual”.

Tomemos a Chile en 1980 y comparémoslo con otros países de la región; luego, tomémoslo hoy, y hagamos la misma comparación.

En 1980, Chile tenía un ingreso per cápita prácticamente idéntico a Costa Rica y Ecuador: 3.400 dólares, calculados con la metodología de paridad de poder de compra. Hoy en día, Chile tiene un ingreso por habitante de 24.000 dólares; Costa Rica, de 16.000, y Ecuador, de tan sólo 11.000.

Vale decir que después de haber seguido “el modelo” y haber tenido cuatro gobiernos de la Concertación, Chile tiene un estándar de vida 50% más alto que Costa Rica, y más de 100% mayor que el de Ecuador. ¿Qué hicieron estas dos naciones durante estos años? Costa Rica continuó con el modelo tradicional latinoamericano: proteccionista, con un enorme rol del Estado, con inflación alta y tipo de cambio fijo y retrasado. Ecuador ensayó la ruta populista, con una nueva Constitución con 444 artículos, repleta de los detalles más absurdos, rebosante de controles e ideas mesiánicas.

¿Y la desigualdad? En este ámbito la cosa es así: entre mediados de 1980 y ahora la distribución del ingreso empeoró marcadamente en Costa Rica y mejoró en forma importante en Chile y Ecuador. En Chile, el Coeficiente de Gini mejoró en 5,7 puntos, mientras que en Ecuador lo hizo en 5,1 puntos. A pesar de esto, en Chile la distribución sigue siendo más desigual que en estos países. Para Chile, la distribución del ingreso es, sin duda, una asignatura pendiente, aunque a la UDI no le guste. Los Gini más recientes son: Chile 50,5, Costa Rica 48,5 y Ecuador 45,4.

Pero esto no es todo. Consideremos dos de nuestros mayores rivales futboleros. En 1980, el ingreso per cápita de Chile era la mitad (54%) del de Argentina, y tan sólo un 80% del de Uruguay. Hoy, superamos a ambas naciones: a Argentina en un 19% y a los charrúas en un 11%. Entre mediados de 1980 y ahora, el Gini casi no ha cambiado ni en Argentina ni en Uruguay (ambos más igualitarios que Chile).

Lo anterior es decidor y sugiere lo siguiente respecto del “contrafactual”: si Chile hubiera seguido un camino distinto, nuestros ciudadanos tendrían un nivel de vida mucho más bajo y es muy probable que la distribución del ingreso no hubiera mejorado: no sería muy diferente a de mediados de 1980. Es decir, sin “el modelo” seríamos un país como Ecuador o Costa Rica. ¿Eso es lo que quieren los críticos? No lo sé, pero seguro que no es lo que querría la población.

Cuentas por pagar

Pero, claro, los frívolos de la diatriba dirán que hay más. Según ellos, un pecado de “el modelo” es haber impulsado un sistema de concesiones que ha beneficiado al sector privado. Pero, nuevamente, esta es una crítica falaz. La pregunta pertinente es si este sistema ha tenido beneficios sociales que han mejorado la calidad de vida de la población y la productividad y, por ende, los salarios.

El Instituto Kiel en Alemania construyó un índice comparativo de calidad de la infraestructura en el mundo. En 1990, Ecuador y Chile tenían la misma calidad de infraestructura -estaban en el lugar 75 y 76 del ranking- y Costa Rica los superaba a ambos. Hoy día, Chile está mucho mejor posicionado que estas dos naciones. De hecho, en la actualidad, Chile tiene la segunda mejor infraestructura de la región; sólo nos supera Panamá con su canal.

Desde luego, lo anterior no significa que todo fue perfecto o que no se cometieron errores. Desde luego que se cometieron -hubo ineficiencias, corrupción, abusos-, pero así y todo no hay manera de borronear los logros de los primeros 35 años de democracia. La realidad es que Chile pasó de ser, como dijo mi amigo, “un país de cuarta”, a ser la estrella más brillante de América Latina.

Pero ese modelo ya no da los mismos frutos que dio en su momento. Es hora de pasar a una nueva etapa, de construir sobre lo logrado. Es hora de recurrir a arquitectos e ingenieros, a carpinteros y albañiles, a constructores lúcidos, a individuos con visión de futuro. Chile debe buscar un futuro moderno, más justo e igualitario, más solidario y tolerante. Un futuro con dignidad y sin abusos. Para lograrlo no necesitamos retroexcavadoras.

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