Churchill en ‘The Crown’: un político fuera de serie

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La Tercera, 26.02.2017
Héctor Soto, abogado y periodista

Es efectivo -como se ve en la serie The Crown– que al momento de retirarse de la política, las facultades físicas y mentales de Churchill estaban declinando. Ya había tenido dos accidentes cerebrovasculares. Si bien logró reponerse, finalmente tuvo que aceptar a regañadientes que sus responsabilidades como primer ministro comenzaban a sobrepasar sus capacidades. El imperio se estaba desarmando y él había cumplido cinco meses antes 80 años. A esas alturas la presión para que abandonara el cargo era recurrente tanto en la oposición como en su propio partido, el Conservador, y hasta la reina le dio señales inequívocas en orden a que había llegado el momento de retirarse. Abandonó entonces -el 7 de abril de 1955- la residencia de Downing Street llevando su clásico puro en la boca y haciendo la legendaria V de la victoria con la mano derecha. También partió con su loro “Charlie”, la mascota a la cual le enseñó a repetir obscenidades contra Hitler durante la guerra y que lo sobreviviría largamente. La última vez que se supo algo del loro tenía arriba de 105 años.

Para Churchill, que tenía verdadera adicción al poder y que tuvo una carrera política brillante, la dimisión fue un asunto tan doloroso como difícil. Entre otras cosas, porque se sentía bien y subestimaba los problemas de salud que había tenido. Pensaba que las presiones para su salida respondían en gran parte a confabulaciones y deslealtades de su propio partido -con el cual no siempre tuvo las mejores relaciones, a pesar de haberse reconciliado con la colectividad décadas antes, luego de militar por varios años en el Partido Liberal- y debe haber tenido sentimientos parecidos a los que tiempo después tendría Margaret Thatcher cuando se dio cuenta, a fines de 1990, de que sus propios correligionarios le habían quitado el apoyo. Como casi todos los partidos, el Conservador en Inglaterra no es precisamente una escuela de lealtades perdurables. A Churchill lo sucedió su canciller y heredero político, Anthony Eden, que años antes se había casado en segundas nupcias con una sobrina de su mentor. En cierto modo, pues, era un hombre de su familia, aunque Churchill nunca tuvo dudas de la ambición que lo movía. Eden, que también tenía problemas de salud, como se ve en la serie, se mantuvo solo dos años en el cargo y tuvo que ser reemplazado después por Harold MacMillian.

No obstante que la salud de Churchill siempre fue motivo de especulaciones y conjeturas -por su temperamento bipolar, por dependencia obsesiva del tabaco, por el whisky que ingería mañana, tarde y noche, por su costumbre de quedarse en cama hasta tarde y aprovecharla todo lo que pudiera los fines de semana-, los exámenes que se le practicaron a su muerte, a los 91 años, revelaron un organismo bastante más sano de lo que se creía. A pesar de su infarto cardíaco el 41 y su neumonía el 43, a pesar de un accidente del tránsito en Nueva York y de haber bebido tanto, su hígado -dicen- parecía el de un niño de cinco años, al menos según el forense que le practicó la autopsia. El mismo había explicado su vitalidad a partir de una curiosa teoría sobre la conservación de la energía. Decía que nunca había hecho deportes, porque eran un desgaste inútil, y su divisa era no ponerse de pie si se podía estar sentado, y no sentarse si podía tumbarse. En cama leía, dictaba, hablaba por teléfono, revisaba prensa y tendido concibió siempre sus mejores estrategias de poder.

The Crown, siendo una serie sobre el reinado de Isabel II, le concede a Churchill varias observaciones tal vez laterales, pero certeras. Habiéndose hecho cargo del gobierno inglés en momentos especialmente difíciles, porque Inglaterra simplemente no estaba preparada para la guerra, y sin otra promesa de futuro que sangre, sudor y lágrimas hasta alcanzar la victoria, Churchill tenía un sentido de Estado que, forjado en la matriz política del siglo XIX, convirtió en una verdadera pedagogía al relacionarse con la nueva reina. Desde ese prisma clásico, le enseñó que las instituciones están por encima de las personas; los deberes públicos, antes que los sentimientos personales, y los intereses permanentes del Estado primaban sobre las conveniencias de corto plazo. No cabe duda, a partir de la serie, que en Isabel II el anciano primer ministro tuvo una alumna aventajada.

Posiblemente uno de los mejores momentos de la serie es el capítulo IX, dedicado al cuadro que el retratista Graham Sutherland pintó de Churchill por encargo del Parlamento para honrar sus 80 años y su dilatada trayectoria en la Cámara de los Comunes. Para Sutherland ya habían posado entonces figuras como Somerset Maughan, Konrad Adenauer y Helena Rubinstein, entre otras. El cuadro, que presentaba a un anciano decrépito, en actitud terca y malhumorada, y que el primer ministro excusó en su momento diciendo que se trataba de “una notable manifestación de arte contemporáneo”, contradijo frontalmente la imagen que él tenía de sí mismo y acabó escondido en su casa de campo, hasta que Lady Churchill, después de la muerte de su marido, ordenó quemarlo. Este capítulo es uno de los puntos altos de la serie y deja entrever el trasfondo ferozmente depresivo que Churchill ocultaba en público tras una elocuencia fuera de serie y un sentido del humor superior al de todos sus contemporáneos. La depresión -el “perro negro” que él llamaba- fue una experiencia recurrente en él y lo acechaba sobre todo en los momentos de debilidad, cuando sentía que el poder se le iba de las manos, como de hecho se le fue después de ganar la guerra, y cuando como en esos momentos la historia lo comenzaba a dejar a un lado.

Ególatra, inspirado, terco, inteligente, no obstante haber sido mal alumno en su juventud, escéptico incluso en asuntos religiosos, autor de cientos de aforismos geniales, la serie también muestra en Churchill al animal político que fue a raíz del episodio de la niebla tóxica que se dejó caer sobre Londres el año 52 y que costó arriba de tres mil muertes. Luego de dejar pasar varios días de evasivas y vacilaciones, el primer ministro aprovechó esa crisis para fortalecer mediáticamente su liderazgo, dando una lección que -como nos consta- no todos los jefes de Estado y presidentes aún terminan de aprender.

Churchill sobrevivió prácticamente 10 años después de su renuncia. Hasta muy poco antes de morir, hasta las elecciones generales del 64, seguía siendo, sin embargo, miembro de la Cámara de los Comunes, y por esa razón rechazó al título de nobleza que la reina quiso darle. Pero ya apenas iba al Parlamento y se tomaba largas vacaciones en Niza o en cruceros en el yate de Onassis para escribir (había ganado el Nobel de Literatura en 1953 por su Historia de la Segunda Guerra en seis volúmenes, aparte de haber publicado varias biografías y libros autobiográficos) y pintar (produjo unos mil lienzos, según estimaciones de sus biógrafos), para descansar y recordar. Al morir, seguía sintiéndose parte sustantiva de la historia de Occidente y estaba convencido por su propia experiencia de que la política era una actividad mucho más peligrosa que la guerra. En la guerra, solía recordar, al fin y al cabo solo se muere una vez.

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