Dos de Fernando

Carta
OpinionGlobal, 01.06.2015
Cristián Maquieira A., embajador (r) y director de CEPERI

Fernando Maquieira Elizalde es mi padre. Nació en Buenos Aires el año 1920 y durante treinta y tres años -entre 1940 y 1973- fue funcionario del Ministerio de Relaciones Exteriores de Chile, siguiendo los pasos de su padre, así como yo seguí los suyos.

Era un hombre afable, generoso, bien educado y elegante, extraordinariamente agudo, sorprendente por la observación inesperada, normalmente divertida, y siempre lúcida.

Trabajó bajo las órdenes de destacados embajadores de la diplomacia chilena, como fueron Hernán Santa Cruz, Manuel Trucco, José Piñera y otros, quienes siempre admiraron su sagacidad y buen criterio analítico. Siendo muy joven solían encargarle todo tipo de tareas, pues estaban convencidos de que las desempeñaría muy bien. Esta impresión general solía salvarlo a veces de los problemas en que incurría, pues tenía la tendencia, profundamente irritante para muchos en una burocracia, de decir lo que pensaba sin importarle quién tenía al frente. También operaba en contra de Fernando una baja tolerancia a la frustración y, como consecuencia, le sobrevenían fulminantes ataques de rabia.

Uno de los relatos combina sus tres características principales: la confianza de sus superiores, su poca paciencia y su agudeza. Ocurrió el año 1947, en Nueva York. Recién casado con Julita Astaburuaga, llegaba como Tercer Secretario destinado a la Misión de Chile ante Naciones Unidas, cuyas oficinas estaban ubicadas en el mítico Empire State Building.

El representante permanente chileno de la época era el embajador Hernán Santa Cruz, cuyas preocupaciones principales en esos años eran dos: la negociación de la Declaración Universal de los Derechos Humanos; y la creación de la Comisión Económica para América Latina (CEPAL). Santa Cruz era uno de los miembros del pequeño grupo de redacción del proyecto de Declaración Universal, que lo presidía Eleanor Roosevelt (la primera dama de los EE.UU.), y formaba parte del mismo René Cassin, quien veinte años después sería galardonado con el Premio Nobel de la Paz. Mi padre acompañaba al Embajador, a todas las reuniones y tomaba nota.

El segundo tema de preocupación para Santa Cruz era la CEPAL, pues en consonancia con el “Plan Marshall” la ONU había lanzado un programa de cooperación y asistencia para la Europa devastada por la guerra financiado por EE.UU.- En ese marco, el Embajador chileno había planteado, con bastante resistencia inicial, la necesidad de que las Naciones Unidas establecieran mecanismos de cooperación similares con otras regiones del mundo, que si bien no habían sufrido la guerra estaban postradas en la pobreza. Mi padre también acompañaba a "Don Hernán" en dicho esfuerzo.

Un día el Embajador Santa Cruz le pidió a Fernando que fuera a las Naciones Unidas con la tarea de hablar con el Secretario del Consejo Económico Social, a fin de asegurarse que el asunto de la CEPAL quedara incluido en el temario de la reunión del día siguiente. El Embajador le insistió en que lo único que tenía que hacer era obtener el compromiso de que el tema fuera incluido en la agenda.

“Hablé con el Presidente del Consejo y estuvo de acuerdo. He llamado al Secretario, pero no logro ubicarlo, por lo que necesito que vayas a confirmar que recibió la instrucción. No es muy complicado lo que tienes que hacer”.

Hoy el edificio de la ONU está en Manhattan, en terrenos pertenecientes a la familia Rockefeller y ubicados entre las calles 42 y 48 con la Primera Avenida. En 1947, la ONU ocupaba el edificio "Sperry" en Lake Success, un pueblo de Long Island a una hora de auto de Nueva York. Allí partió mi padre a cumplir el cometido, pero transcurridas una hora y media después llamó a su jefe para decirle que no había sido posible hablar con el Secretario. Y Esto fastidió al embajador Santa Cruz.

“¿Pero cómo no pudiste hablar con él? Era lo más sencillo del mundo”. “Embajador, déjeme explicarle”, dice mi padre pero Santa Cruz lo interrumpe y, aumentando los decibles de su voz, le espetó que no había nada que explicar. Era simplemente una cuestión de ir a la oficina del Secretario, pedir hablar con él y confirmar que el acuerdo que él había arreglado con el Presidente del Consejo. “Un niño habría podido hacer esto!”, sentenció el jefe de misión.

A estas alturas, Fernando ha perdido la paciencia y también le retruca al Embajador, pues yo no pude hacerlo; mande a otro a ver si le va mejor!”.

Una hora después llega a Lake Success Joaquín Larraín, el ministro consejero de la representación, enviado por Santa Cruz para obtener lo mismo que le había pedido a mi padre. Larraín, en tono ufano y engreído, le dice a mi padre que estas cosas pasaban porque el Embajador descansaba en funcionarios que no habían hecho nada para merecer esa confianza. “Una tarea tan sencilla y tengo que venir yo, que estoy muy ocupado y con tantas cosas que hacer, para arreglar el entuerto”. Fernando le responde “bueno, yo no pude hablar con él; tal vez tú tengas mejor suerte y puedas hacerlo”.

“¿Donde lo encuentro?”, pregunta Larraín. “Por esa puerta”, le señala Fernando.

Al abrirla, Larraín descubre que el Secretario del Consejo yace en un ataúd abierto, rodeado de seis candelabros de pie en bronce, con velas eléctricas. Estaba siendo velado en la sala de Consejo Económico y Social, pues había fallecido unas horas antes y algunos Embajadores, entre ellos Santa Cruz, no habían alcanzado a recibir la noticia.

El shock es tan fuerte que Larraín mira horrorizado a mi padre y sale casi corriendo hacia su automóvil. Cuando, casi al borde de la lágrimas, Larraín le relata el incidente al Embajador, éste toma una hoja de papel que estaba encima de su escritorio y trata de esconderse para disimular la risa y no ofender a su Ministro Consejero. Joaquín Larraín no le volvió a dirigir la palabra a mi padre en el resto de su vida.

II

Corría el año 1962 y mi padre estaba destinado en la Embajada de Chile en Lima. Fernando continuaba siendo Tercer Secretario, con más de veinte años en el cargo, lo que no era normal bajo ninguna circunstancia. Diversos motivos explicaban esta situación, pero la principal era su tendencia a no tener pelos en la lengua, lo que había irritado a varios poderosos en la Cancillería chilena.

Pocos meses antes, el Partido Radical había ingresado al gobierno de Jorge Alessandri y, la negociación por los cargos del ministerio de RREE, había recaído en Carlos Martínez Sotomayor, quien a sus 32 años se había convertido en el Canciller más joven de Chile después de Conrado Ríos Gallardo. Éste había conocido a mi padre cuando como ministro había asistido a la Asamblea General de las Naciones Unidas, donde Fernando se desempeñaba bajo las órdenes del embajador Daniel Schweitzer Speisky.

El ministro cenó varias veces en casa, lo que permitió que se generara una buena amistad con Fernando y la Julita. Martínez Sotomayor consideraba a mi padre un funcionario muy competente y admiraba su agudeza. Años después el propio Carlos Martínez me relataría lo que viene a continuación.

Había una gran renuencia entre el personal de la Cancillería para aceptar una destinación a La Habana. La embajada necesitaba un funcionario que acompañara al Embajador Emilio Edwards. Para resolver esta situación, Martínez Sotomayor le ofreció a Fernando que se fuera por dos años nada más (24 meses), el mismo tiempo que le quedaba en Lima, y que lo ascendería a Primer Secretario (existía el precedente de Pedro Daza Valenzuela, que de Segundo Secretario ascendió a Embajador para ocupar la Subsecretaría RREE). Mi padre aceptó y partió a Cuba, en tanto que el resto de la familia, Julita, Diego mi hermano, y yo regresamos a Santiago.

Cumplido el tiempo acordado, Fernando empezó tratar de regresar a Chile, escribiendo cartas a Martínez Sotomayor recordándole el acuerdo. Sus numerosas misivas y cables dirigidos al ministro fueron respondidos con idéntico número de silencios. La única manera de comunicarse desde la isla era por escrito, pues las comunicaciones telefónicas eran casi imposibles. Fernando no sabía que hacer.

Hoy, la célebre Valija Diplomática, ha perdido la importancia de antaño, siendo reemplazada primero por el telex, luego los fax y, finalmente, por el internet en sus diversas manifestaciones.

Pero en los años 60 la llegada de la “Valija” era un acontecimiento para cualquier embajada, pues no solamente traía la documentación oficial sino también la correspondencia de los familiares en Chile, así como los diarios y revistas del país.

Leyendo un Mercurio atrasado descubrió mi padre que el Presidente Alessandri haría próximamente una visita oficial a México y diseñó un plan.

Alessandri y su comitiva, con Martínez Sotomayor a la cabeza, llegaron a México, donde fue recibido con todos los honores, que incluía el traslado en auto descapotado por el Paseo de la República, una de las avenidas principales de Ciudad de México. Los mexicanos, que hacen las cosas en grande, habían apostado en el trayecto miles de ciudadanos portando banderitas chilenas y mexicanas. El Canciller chileno y su colega mexicano iban también en un auto descapotado, inmediatamente detrás del presidencial.

La charla entre los dos ministros era animada hasta que Martínez Sotomayor empezó a escuchar algo que lo desconcertó y le prestó atención. De repente, oyó a grupos de mexicanos que gritaban: “Saquen a Maquieira de Cuba”! "Saquen a Maquieira de Cuba!” Mi padre se había escondido entre el público e iba ofreciendo dinero y pidiendo que dieran ese clamor al paso del auto de los ministros. Los que no sabían lo que ocurría, se sumaban a los voceadores, al punto de que el Canciller de Chile alcanzó a escuchar con toda claridad. Al poco tiempo, le llegó el traslado a Fernando, sospecho más por su ingenio que por su insistencia.

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