El Che y el guevarismo

Columna
El Líbero, 14.10.2017
Alejandro San Francisco, historiador (Oxford), académico (PUC-USS) y director de Formación Instituto Res Publica

Este 9 de octubre se cumplieron 50 años de la muerte de Ernesto Che Guevara, el revolucionario argentino, cubano por adopción, latinoamericano por vocación y que murió en Bolivia en un hoy lejano 1967. Es difícil analizar su figura y significado, sobre todo porque la mitología no deja mirar al personaje histórico, y las frases vacías (“admiro su consecuencia”) toman un valor superior que no logran explicar algo realmente relevante.

En el plano práctico, Guevara logró un éxito notable para su causa, como fue el triunfo de la Revolución Cubana, de la que fue el líder principal junto a Fidel Castro, llevando a la práctica esa conocida máxima castrista de 1962: “El deber de todo revolucionario es hacer la revolución”. Sin embargo, esa victoria —que anticipaba un espiral de victorias en todo el continente— a la larga se convirtió en un triunfo único y la dictadura de Castro no logró extender el régimen comunista en otros países del continente. El propio Che cayó derrotado en Bolivia, en una muerte respecto de la cual también se han tejido historias y mitos.

Se podría decir que disfrutaba de una posición privilegiada en Cuba y que pese a ello tomó la decisión de partir. Así le expresó sus sentimientos a Fidel Castro en su carta de despedida:

Sépase que lo hago con una mezcla de alegría y dolor, aquí dejo lo más puro de mis esperanzas de constructor y lo más querido entre mis seres queridos… y dejo un pueblo que me admitió como un hijo; eso lacera una parte de mi espíritu. En los nuevos campos de batalla llevaré la fe que me inculcaste, el espíritu revolucionario de mi pueblo, la sensación de cumplir con el más sagrado de los deberes; luchar contra el imperialismo dondequiera que esté; esto reconforta y cura con creces cualquier desgarradura” (Castro leyó esta carta el 3 de octubre de 1965, en La Habana).

Es importante saber que el Che no era exclusivamente un hombre de acción, sino que también tenía un pensamiento revolucionario, complementario de las ideas de Marx o de Lenin, adaptadas a la realidad latinoamericana. Así, por ejemplo, en Guerra de guerrillas expresó que la Revolución Cubana realizó tres aportes fundamentales a los movimientos revolucionarios de América:

Primero: las fuerzas populares pueden ganar una guerra contra el ejército.

Segundo: no siempre hay que esperar a que se den todas las condiciones para la revolución; el foco insurreccional puede crearlas.

Tercero: en la América subdesarrollada, el terreno de la lucha armada debe ser fundamentalmente el campo…”.

Son ideas que algunos movimientos siguieron y adaptaron, sin éxito, en la década de 1960, cuando parecía que la revolución estaba a la vuelta de la esquina y todo conducía hacia una victoria inevitable, como repetían los comunistas en diversos lugares del continente.

Guevara era un gran seguidor de Lenin, a quien por lo demás citaba en algunos de sus discursos y obras. Por ejemplo, cuando señalaba que jamás debía olvidarse “el carácter clasista, autoritario y restrictivo del estado burgués”, recordando las enseñanzas del líder bolchevique en El Estado y la revolución, una obra fundamental, escrita precisamente en torno a la victoria alcanzada por los comunistas en 1917. En la misma línea podemos situar la lucha contra el imperialismo, que entendía -en la célebre fórmula de Lenin- como fase superior del capitalismo (“última etapa” lo llama en su discurso a la Tricontinental, en 1966).

Por último, sabía que la revolución tendría costos altos, tanto para sus enemigos como para sus partidarios. Por eso repetía, con Fidel Castro, esa frase tremenda, o “gran lección” como la llamaba: “Qué importan los peligros o sacrificios de un hombre o de un pueblo, cuando está en juego el destino de la humanidad”.

Guevara estaba convencido en el odio como motor de la acción y factor de lucha, y esto no era una descalificación de sus adversarios, sino una forma de entender la revolución hasta las últimas consecuencias, como él mismo explicitaba en su discurso a la Tricontinental:

El odio intransigente al enemigo, que impulsa más allá de las limitaciones naturales del ser humano y lo convierte en una efectiva, violenta, selectiva y fría máquina de matar. Nuestros soldados tienen que ser así; un pueblo sin odio no puede triunfar sobre un enemigo brutal”.

En los últimos dos años de vida del Che, América Latina vivía una ebullición revolucionaria, con movimientos armados en Guatemala, Colombia, Venezuela y Bolivia, mientras se habían formado grupos guerrilleros o que proclamaban la violencia armada en otros tantos países. Chile no estaba ausente de esta vorágine: partidos tradicionales de la izquierda y nuevos movimientos legitimaron la violencia revolucionaria. Pocos meses antes de la caída de Guevara, se reunió la Organización Latinoamericana para la Solidaridad (OLAS), con participación de una delegación chilena. En su discurso de clausura, Fidel Castro declaró: “La guerrilla está llamada a ser el núcleo fundamental del movimiento revolucionario”.

En la definición de la reunión de la revolución latinoamericana se proclamaban algunas definiciones fundamentales:

Que constituye un derecho y un deber de los pueblos de América Latina hacer la revolución”; “Que la lucha revolucionaria armada constituye la línea fundamental de la Revolución en América Latina”; “Que para la mayoría de los países del continente el problema de organizar, iniciar, desarrollar y culminar la lucha armada constituye hoy la tarea inmediata y fundamental del movimiento revolucionario”.

Las últimas palabras del Che a la Tricontinental resumen su postura frente a la muerte y se pueden aplicar perfectamente a su caso personal:

Toda nuestra acción es un grito de guerra contra el imperialismo y un clamor por la unidad de los pueblos contra el gran enemigo del género humano: los Estados Unidos de Norteamérica. En cualquier lugar que nos sorprenda la muerte, bienvenida sea, siempre que ése, nuestro grito de guerra, haya llegado hasta un oído receptivo y otra mano se tienda para empuñar nuestras armas, y otros hombres se apresten a entonar los cantos luctuosos con tableteo de ametralladoras y nuevos gritos de guerra y de victoria”.

Después de todo sabía que, muriendo joven y en plena guerrilla, terminaba su vida para la revolución, pero comenzaba el mito que muchos escribirían con su nombre. Después de 50 años, vale la pena adentrarse a conocer y comprender a un personaje clave de la historia latinoamericana del siglo XX, pero sin las repetidas muestras de admiración acrítica y casi servil, para pasar a un esfuerzo de comprensión que puede resultar menos épico, más difícil, pero ciertamente más valioso para comprender una época fascinante y dramática de nuestra historia.

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