El costo de las ideologías en el siglo XX

Extracto de libro
["El hombre, el estado y el sistema: La diplomacia en la era ideológica (1939-1989)"]
JSS

Concordamos con aquellos que definen el siglo XX como un “siglo corto” (Hobsbawm), uno que se extiende desde el estallido de la primera guerra mundial, o bien, de la revolución rusa, hasta el hundimiento de la URSS. Antes de la Gran Guerra todavía se mantenía el eurocentrismo, la era del nacionalismo y de los grandes imperios, una época de sociedades elitistas y de la diplomacia por cuenta de una aristocracia internacional.

Si bien ese “siglo bolchevique” es poco extenso (1917-1989), sí fue según ese mismo gran historiador británico una “época de extremos”, o lo que otro define -políticamente- como una gran catástrofe, pues se trató de un período terrible, con brutalidades y sufrimientos masivos, casi sin parangón histórico. Lo atestiguan dos guerras mundiales originadas en Europa, una grave y extendida recesión mundial producida a partir del crash bursátil de 1929, y un conflicto ideológico global de suma cero (la guerra fría), creado por el antagonismo irreconciliable entre el capitalismo y el comunismo.

En el siglo XX primaron aquellos intelectuales comprometidos con un ideal, un dogma o un proyecto, muchos de los cuales estaban errados y terminaron en sangre (Albert Camus). El problema más acuciante fue la violencia política desatada, principalmente, por las ideologías. De hecho, muchos autores pintan el período como el del reino de la violencia exacerbada, el de una época turbulenta y el de una verdadera “era del horror”. Fue un siglo en que, en lo individual, la tortura y el asesinato fueron instrumentos habituales de los aparatos de seguridad y de la política del estado moderno. Y, en lo colectivo, tanto guerras como revoluciones crearon trastornos tan extraordinarios como el Gulag, el Holocausto, la revolución cultural china, y el genocidio de los jemeres rojos en Camboya. El revolucionario bolchevique LeónTrotski decía que, si alguien aspiraba a una vida apacible, se confundió y perdió al nacer en el siglo XX.

Después de más de 83 años, aún sigue siendo un misterio espantoso el surgimiento a la vida política de Adolf Hitler, un austriaco provinciano, agitador de cervecería, charlatán e impostor antes que filósofo o dirigente partidista, personaje fofo de ojos azul-verdosos que destacaban dentro de sus facciones más bien grotescas; un dictador de bigotito ridículo y peinado tieso, cayendo sobre la media frente, espécimen humano raro, poco atractivo físicamente, aparentemente impotente y que sentía repulsión de lo sexual, sin capacidad alguna de empatía, poco educado y flojo, pero con una oratoria impresionante y un manejo de imagen que lo hicieron un hipnotizador de multitudes. Como si todos esos ingredientes negativos no fueron pocos, el fenómeno de Herr Fuhrer se dio en pleno corazón de la civilización europea (la Alemania de los Bach, Goethe, Hegel, Kant y tantos más).

Hitler era, en última instancia, “un oportunista sin principios” (Bullock), porque no tenía una ideología coherente ni seguía una línea de conducta más intuitiva que racional. Si bien su historial corresponde al de “un comandante militar implacable y poderoso” en la guerra, se veía -al mismo tiempo- como “un líder político dejado e indeciso que permitía que los asuntos de estado se pudrieran” (Irving). Se puede decir que, durante la guerra, Alemania fue un Fuhrer-Staat sin un Fuhrer (una dictadura sin un dictador), en la medida que la política doméstica era dirigida por cualquiera que estuviera en ese momento a cargo del sector en cuestión. No sólo no le interesaba ni la economía ni los asuntos administrativos, sino a medida que aumentaron los problemas se le vio irresoluto, incompetente y débil. El conductor económico, por ejemplo, fue su banquero, ministro y político liberal y amoral, Dr. H. G.Hjalmar Schacht (1877-1970), quien aplicó una economía keynesiana de guerra, en tanto que el estilo del gobierno nazista fue, sencillamente, caótico, porque su líder desatendía los asuntos de gobierno e incentivaba la pugna entre sus subordinados.

El mayor guerrero de la supremacía racial, fue uno de los líderes revolucionarios para quienes la experiencia de haber participado y experimentado en carne propia la guerra fue decisiva en su vida posterior, pues definió sus ambiciones (militares) como gobernante. Por otro lado, el Führer era un personaje totalmente pasado de moda, porque estaba pegado en el pasado y miraba los problemas del siglo XIX. Con la guerra en varios frentes, estaba completamente sobrepasado y, a pesar de ser un líder siempre alerta, terminó siendo un dictador fundamentalmente debilitado para cumplir con todas sus responsabilidades ejecutivas dentro de un extenso y multifacético imperio. En resumen, el Fuhrer alemán fue “el líder bélico más peligroso de la civilización” y la llamada “solución final” que puso en práctica significó la muerte de unos seis millones de judíos y la institucionalización del genocidio moderno, sin contar con otro número equivalente de eslavos, gitanos, enfermos mentales y prisioneros de guerra asesinados.

Otro tremendo dictador fue el georgiano Yósif Stalin, un hombre bajo (no medía más de un metro sesenta), características inescrutables, ojos color miel, cauteloso, inseguro e infeliz, cruel, noctámbulo, infinitamente suspicaz, paranoico y completamente cínico. Pero su apariencia decía poco sobre su inmenso poder personal y su política basada en el terror y en el miedo; un déspota arrogante, frío, manipulador y despiadado, que no sentía respeto alguno por la vida de otros. Sólo en el curso de dos años (1936-38) mandó a ejecutar a un millón de personas, mientras que otros dos millones murieron en los campos de trabajo forzado y no menos de 850 mil militantes del PCUS fueron purgados. Para algunos en su época, tuvo el mérito de salvar a la URSS durante la segunda guerra mundial, pero existe hoy amplio consenso de su nefasta influencia tanto con respecto al Gulag (con la astronómica cifra de 39.5 millones de víctimas desde 1917 hasta 1989) como por el hecho de que ese mundo del terror haya rebasado los límites de Rusia (afectando directa y primordialmente a Europa Oriental).

Los japoneses, incluyendo militares, nacionalistas, algunos empresarios y más de algún diplomático (pero sin una gran figura individual que destacara), estaban perfectamente conscientes de la vulnerabilidad de su país, que carecía prácticamente de todos los recursos naturales necesarios para desarrollar una economía industrial moderna. De allí, las ambiciones extra nacionales (similares a la de los nazis) y la presión por forjar un imperio terrestre con base en el territorio chino. Los líderes nipones se presentaron como los grandes defensores de los valores asiáticos en una región dominada por el “decadente” colonialismo occidental, ante lo cual no se pudo negar el emperador-dios de voz aguda y algo chillona (Hirohito).

La segunda guerra mundial fue distintas cosas para diferente gente. Para los europeos, en general, fue tanto la extensión de la “Gran Guerra” como la amalgamación de sucesivos conflictos entre estados. Para sus judíos, en particular, significó el holocausto. Además, por sus connotaciones ideológicas, fue una guerra civil internacional entre la derecha y la izquierda, representada por el choque de fascistas (Alemania, Italia y militaristas nipones) contra el resto. Para los soviéticos, fue la “Gran Guerra Patriótica” que consolidó el régimen comunista. Y, para los estadounidenses (en ese momento aislacionistas), fue la guerra para salvar la democracia. En cualquier circunstancia, la segunda guerra mundial fue el mayor conflicto armado de la historia de la humanidad. Al decir de otro reputado historiador militar británico, ella fue “el mayor desastre producido por el hombre en la historia”.

Polonia perdió un quinto de su población y más soldados soviéticos murieron a manos de sus oficiales por cobardía o deserción (arriba de 300 mil) que todas las bajas británicas de la guerra. La decisión de Hitler de invadir Rusia trajó como consecuencia la conformación de una alianza que, hasta entonces, era totalmente inconcebible (EE.UU., Gran Bretaña y laURSS). Dicha conflagración involucró a un área del mundo mucho mayor que cualquier otra contienda bélica en el pasado. El “paisaje” posguerra fue sencillamente dantesco y estremecedor, en razón de las ciudades en ruinas (Coventry, Hamburgo, Dresde, Berlín, Varsovia, Stalingrado, Hiroshima y Nagasaki) y de la cifra descomunal de víctimas, no sólo de combatientes sino también de civiles por ahogos, enfermedades (sobre todo disentería), hambrunas, canibalismo, masacres, violaciones masivas, saqueos, limpiezas étnicas y experimentos con distintas armas.

Los antecedentes reunidos por un historiador de Yale demuestran, incluso, el ensañamiento de todos (nazis, bolcheviques y partisanos) contra una región en particular de Europa Oriental, una que él denomina Bloodlands (“Tierras de Sangre”) y que se extendía desde Poznan en el Oeste a Smolensk en el Este, incluyendo territorios que hoy forman parte de Polonia, los estados bálticos, Ucrania, Bielorrusia y la frontera occidental de Rusia, donde sus poblaciones experimentaron no una sino dos y -a veces- tres ocupaciones sucesivas producto de la locura racial de Hitler y de la locura ideológica de Stalin. Allí sufrieron todos: los judíos, los roma (gitanos), las iglesias y los prisioneros de guerra, los bálticos a manos alemanas y soviéticas, los polacos a manos de ambos y de los ucranianos, y éstos últimos por alemanes, rusos y polacos, sumando todos un total de no menos de 14 millones de muertos. A las ocupaciones por la fuerza (guerras), les siguieron matanzas, arrestos y deportaciones masivas de civiles, epidemias y hambrunas intencionales (casi la mitad de los muertos fueron a raíz de que se les negó la alimentación). La desgracia final fue que la guerra contra un dictador genocida (Hitler) fue ganada gracias a la ayuda de otro dictador genocida (Stalin) y, para colmo de males, liberar a la mitad de Europa tuvo como contrapartida la esclavitud de la otra mitad durante casi cincuenta años.

Por desgracia, el siglo XX se caracterizará por demasiados ejemplos de genocidio, ya no solo por el holocausto judío sino por migraciones masivas y forzosas de poblaciones, junto con la práctica de la limpieza étnica (ethnic cleansing), en virtud de la nacionalidad, la etnia, la religión o la política. Sólo en el caso de Europa, tras la primera guerra mundial unos 7,5 millones de personas habían sido obligadas a cambiar de país y otros 16 millones lo hicieron después de la segunda guerra mundial. Por último, el fin de la segunda guerra mundial marcó el comienzo de una nueva era, una que rompió la antigua alianza anti-fascista y desencadenó una lucha entre las ideologías opuestas que habían sobrevivido la guerra: capitalismo versus comunismo.

A diferencia de sus vecinos orientales (japoneses), en el Zhongguo (“Reino Medio” o país central) sí se dio el liderazgo del más mortíferos de los políticos de la historia: Mao Zedong. Fue un líder indiscutido que consolidó la Revolución China y modernizó a ese gran país, aunque a costa de encabezar uno de los regímenes políticos más asesino de la historia mundial con no menos de 65 millones de muertos por ejecuciones, torturas y hambrunas evitables. Con ello, pasó a comandar la lista de los asesinos más letales de la historia moderna y contemporánea, incluso por encima de Yósif Stalin y Adolf Hitler (éste último con la peor reputación de los tres por el racismo, la guerra y la mejor propaganda de los demás).

En el caso de la Revolución Cultural (1966-69), por ejemplo, la deshumanización y los excesos llegaron al extremo de la práctica del canibalismo, con lo cual se ratificaba el decir del historiador galo Fernand Braudel (1902-1985) que “el hombre vale tan poco en China”. Por ello también, Henry Kissinger concluiría con que Mao Zedong era la figura dominante, arrolladora, inflexible, distante; tanto un poeta, líder político como guerrero y destructor; en fin, un hombre que unificó a China y que también estuvo a punto de hundirla, porque para él la revolución no tenía un fin último sino un proceso de crisis permanente.

La China de Mao repitió y aumentó la violencia de la URSS de Lenin y Stalin, influyendo los tres de manera sustancial (se podrían agregar también Corea del Norte y Cuba) para que los regímenes comunistas del mundo usaran -en general- el crimen en masa como un verdadero sistema de gobierno y como una fórmula para mantenerse en el poder. No olvidemos al respecto la usual yuxtaposición de hostilidad hacia el mundo externo e intolerancia en lo interno. Algunos expertos en el tema han calculado el total de muertos por el comunismo en cerca de 100 millones, cifra que se desglosa de la siguiente manera:

  • La China de Mao con 65 millones;
  • La URSS de Stalin con 20 millones, aunque los rusos venían desde antes con una tradición opresora;
  • La Corea del Norte de Kim Il-Sung con 2 millones;
  • Pol Pot en Kampuchea (Camboya) también con 2 millones en sólo tres años y por diferentes vías (hambre, tortura y ejecuciones), lo que equivalía a la cuarta parte de la población del país;
  • Los gobiernos afganos títeres de la URSS con 1.5 millones; y
  • Finalmente, el régimen comunista de Vietnam con otro millón.

Increíble pero cierto, lo que Hitler, Stalin, Mao, Pol Pot y Saddam Hussein tenían en común era la exterminación de los suyos (connacionales antes que extranjeros y camaradas antes que opositores) con demasiada parsimonia y basados en una determinada doctrina. En suma, y para el período 1900-1999, otros autores han calculado un total general de muertos por causas políticas en el mundo con una cifra aproximada de 262 millones, identificando los siguientes casos particulares:

  • El gulag soviético con 62 millones;
  • El sistema comunista chino con 35 millones;
  • El estado genocida nazi con 21 millones;
  • Los regímenes nacionalistas “depravados” con 10 millones;
  • El militarismo japonés con 6 millones;
  • Los jemeres rojos de Kampuchea con 2 millones;
  • Los comunistas vietnamitas con 1.7 millones;
  • La limpieza étnica polaca de posguerra con 1.5 millones;
  • La represión militar paquistaní contra los bengalíes con 1.5 millones; y
  • La Yugoslavia comunista de Tito con 1 millón.

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