El templo de la filosofía

Columna
ABC, 09.01.2018
Jorge Edwards, embajador (r) y escritor

En el parque de Ermenonville, levantado en Francia en homenaje a Jean Jacques Rousseau, el autor de El contrato social, de Las confesiones, de Las ensoñaciones de un paseante solitario, existe un Templo de la Filosofía. El dueño y constructor del parque, amigo de Rousseau, seguidor suyo, René de Girardin, fue lo que se podría llamar un aristócrata «de izquierda». Fue un lector apasionado de la obra de Rousseau y eso lo llevó a convertirse crítico severo de la monarquía absoluta. Al llegar la revolución, sin embargo, se sintió incómodo en la Francia jacobina, en la del Terror, que no lo mandó a la guillotina, pero desconfió de él y lo asignó a residencia vigilada.

El Templo de la Filosofía que mandó construir este personaje, que había heredado una fortuna importante por la familia de su madre, tiene un aspecto esencial, sin el cual no sería lo que es y lo que pretendía ser: está sin terminar, es en el día de hoy una ruina inconclusa, y de acuerdo con la concepción de su primer dueño, no podía terminarse. Girardin, admirador de Jean Jacques Rousseau y de Michel de Montaigne, pensaba, con criterio moderno en su época y que sigue siendo moderno, que la filosofía es un proceso, un movimiento del espíritu, no un asunto cerrado y terminado. Terminar la construcción del templo habría sido traicionar el pensamiento filosófico, que se encontraría por definición, por su naturaleza misma, en estado de evolución permanente.

Por eso, por ejemplo, desde el momento en que se prohibió la revisión del marxismo, el marxismo de sus pretendidos herederos leninistas y estalinistas dejó de serlo. ¿Por qué? Porque no puede existir una filosofía que dure cien años: ningún pensamiento admite ser clasificado, catalogado y archivado. Marx fue un excelente crítico de la sociedad burguesa y del pensamiento ilustrado, pero sus profecías fallaron en forma estrepitosa. Sus teorías nunca funcionaron en sociedades industriales, como pensaba él, sino en países subdesarrollados, y ahí funcionaron mal, sin producir verdadero desarrollo. Por eso el poeta mexicano Octavio Paz, el más lúcido de los poetas de su tiempo, decía que había que hacer la crítica de la crítica, esto es, la del marxismo crítico de las democracias burguesas.

Mariana Aylwin declaró hace poco que quizá se sentiría más cómoda con Chile Vamos que en la Nueva Mayoría. Simpatizo con la posición suya, sobre todo porque la Nueva Mayoría me parece vieja, anticuada, plagada de consignas y de lugares comunes. Simpatizo, pero discrepo, tomo distancia. Porque no me siento nunca cómodo en las organizaciones políticas cerradas y clausuradas, sean de la facción que sean. Sólo me siento cómodo en sociedades de personas libres, abiertas, que representan un espíritu en movimiento. En su Templo de la Filosofía, en permanente construcción, nunca terminado, René de Girardin escribió una frase breve sobre Montaigne, comentario que su amigo Rousseau compartía plenamente: «Ya lo dijo todo». Si Montaigne lo dijo todo, fue porque lo dejaba todo en suspenso y lo revisaba a cada rato. «Je m’abstiens», hizo escribir Montaigne en una de las vigas de su sala de trabajo, en el tercer piso de su famosa torre: «Me abstengo». Pero no es que se abstuviera: se comprometía a cada rato, pero revisaba y masticaba a cada rato su compromiso. Era revisionista por definición, cosa inaceptable, imposible, tanto para la extrema izquierda como para la extrema derecha.

Leo con el mayor interés algunas de las reacciones de personajes de la democracia cristiana frente a las declaraciones de Mariana Aylwin. Todas, aunque se encuentran en relativo desacuerdo, desacuerdo que no explican con argumentos interesantes, admiten que tiene derecho a opinar. Sería fantástico, grotesco, que no le admitieran ese derecho. Y sería patético que la expulsaran del partido. Sería suicida, pero no para ella, para su partido.

Yo creo que la etapa actual de la política chilena, con toda su mediocridad, situación aceptada por los políticos en forma sospechosamente unánime, tiene un aspecto interesante. Se plantea en el Chile de hoy una posibilidad de renovación real, de modernización, de ponerse más a tono con el mundo contemporáneo. En todos los sectores de la vida política aparece gente joven inteligente, estudiosa, lectora, capaz de interesarse en los estudios clásicos y en los estudios contemporáneos sin prejuicios mayores. Aquí existe una especie de populismo elemental elevado a la categoría de dogma absoluto. Es como ese dicho tontorrón de la época de Allende: «El que no salta es momio». El que no ama La Negra Ester es momio y está fuera de la política. Asistí a una función de La Negra Ester hace años, en el cerro Santa Lucía, y recuerdo que no me aburrí demasiado, y que me sacó una que otra sonrisa, pero, claro está, prefiero de lejos El jardín de los cerezos, de Anton Chejov, en la versión de Héctor Noguera, y la antigua de Seis personajes en busca de autor, de Pirandello, por Pedro Orthous y el viejo Teatro Experimental. Me atrevo a decir que ese Chile era más inteligente y hasta más libre que el de ahora, pero veo inquietudes, posibilidades de renovación, de entender el pasado en función del futuro, en el Chile actual. Y me digo que la última elección, en último término, en cierto modo, fue un síntoma positivo, y me alegro de no haber perdido mi voto, que no era de izquierda ni de derecha, que era mío, y nada más que eso. Ni más ni menos que eso.

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