El trapecio populista

Columna
El Mercurio, 22.01.2017
Carlos Peña

En una de las frases más notorias del discurso que pronunció este viernes al asumir la presidencia, Trump retrató de cuerpo entero el peligro que él representa:

"Hoy no estamos solamente transfiriendo el poder de una administración a otra o un partido a otro. Estamos -dijo- transfiriendo el poder desde Washington D.C. y devolviéndoselo a ustedes, la gente".

Donald Trump, al igual que Erdogan en Turquía o Grillo en Italia, presume tener un vínculo directo con el pueblo, con la mayoría silenciosa, del que los demás carecen. Algo semejante es lo que gusta declarar acá Alejandro Guillier: que él posee una real y verdadera conexión con la ciudadanía de a pie, a la que, a diferencia de sus rivales, solo él tendría la capacidad de escuchar.

Este rasgo del populismo -el populismo no es ni de izquierda ni de derecha, es un estilo de hacer política- es peligroso para la democracia.

Son varias las razones que lo hacen peligroso.

En primer lugar, el populista transforma una competencia de ideas y de políticas en una competencia por la legitimidad.

En una democracia, los candidatos a hacerse del poder se reconocen todos la misma legitimidad; aunque discrepan en torno a las políticas que quieren impulsar. Pero he aquí que el populista declara que sus contendores poseen una ilegitimidad de base porque de alguna forma carecerían de conexión con la ciudadanía a la que él dice escuchar. Mientras en una democracia los candidatos compiten con propuestas u opciones de políticas, el populista se esmera por esgrimir un título de legitimidad espontáneo que solo él poseería, la capacidad de representar al pueblo silencioso. Ese fue, claro, el caso de Trump cuando acusaba a Clinton de no ser más que un miembro repetido de la élite de Washington. ¿No es algo parecido lo que hace el candidato Guillier, cuando se esfuerza, no por mostrar mejores ideas, sino por reclamar ante Lagos o Piñera una mayor legitimidad derivada de su novedosa conexión espontánea con la gente?

En segundo lugar, el populista que se hizo del poder arguyendo una conexión directa con la abstracción de la ciudadanía -ese colectivo que es todos y es ninguno- suele verse tentado a gobernar de la misma forma. Y es que este estilo de hacer política no es solo una manera de ganar el poder, sino también de ejercerlo. Cuando ello ocurre, las principales víctimas, además de la democracia representativa en su conjunto, son los partidos políticos, cuyos dirigentes se sienten tentados de ponerse atrás del líder de espíritu populista para recoger las sobras de la estela de sus votos.

Y, en fin, cuando el espíritu populista se enseñorea de la política, se estimulan las emociones y se ensombrece la razón. Es lo que hace Trump: elevar la vulgaridad del americano medio a virtud. Y es que siempre es más fácil conectar con las emociones de la gente (basta para ello el talento, adquirido en largas horas de televisión, para estimular el rating ) que convencerla de las razones con que se cuenta para adoptar este curso de acción o aquel otro. Movilizar las emociones parece espontáneo y romántico (esto es lo que se insinúa cuando se dice que la racionalidad es fría e impersonal), pero no hay que olvidar que las pocas cosas estimables de este mundo, las que lo tornan vivible y hacen sitio a la individualidad, son el fruto de un largo esfuerzo racional por contener las emociones. Lo que merece la pena en la vida colectiva es fruto de la razón, no de la emoción que el populista estimula: desde las garantías del proceso penal (que resisten la emoción de la justicia rápida y la condena irreflexiva) a los derechos individuales (que permiten actuar a las personas aunque a la mayoría no le guste) se deben a la política que usa la razón y renuncia a la simple emoción.

¿Vive Chile un momento populista?

No del todo.

Pero a juzgar por la conducta de Guillier, la tentación de caminar por esa senda, el anhelo de subirse a ese trapecio, es alto.

Y el precio que se pagaría, si la política decide encaramarse a él, también.

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