Enclaustramiento de Bolivia y visión del otro: nueva mirada a los orígenes de la Guerra del Pacífico

Artículo
Cuadernos de Historia, N*43 (diciembre 2015)
Pablo Lacoste, historador y profesor (U. de Santiago)

Introducción

Se ha creado un sentimiento hostil entre Bolivia y Chile. En los foros internacionales, el conflicto entre ambos surge, una y otra vez, para reiterar a nivel diplomático la profunda animosidad que existe entre ambos países. Bolivia denuncia a Chile cada vez que encuentra una oportunidad, tanto en los espacios de nivel regional (Unasur) como Hemisférico (OEA) y mundial (ONU, Corte Internacional de La Haya). A través de su activa diplomacia, Bolivia muestra las tensiones y frustraciones que le genera esta relación. Por su parte, Chile contesta con la negación del problema, lo cual irrita aún más a los bolivianos.

El gobierno de Bolivia despliega un discurso nacionalista y demonizador de Chile, con la convicción de obtener así réditos políticos internos. Esta lógica funciona porque en buena parte del pueblo boliviano se ha instalado una imagen negativa de Chile, a partir de la imposición de un relato basado en una visión de la historia, reproducido por la escuela, la prensa y los políticos durante buena parte del siglo XX.

El relato nacionalista boliviano ha constituido, lenta y sostenidamente, un imaginario que tiende a demonizar a Chile; este país se caracteriza, según esos enfoques, por su tendencia agresiva, expansionista, cínica e imperialista. Un autor califica a Chile de nación “astuta, ambiciosa y poco escrupulosa”. Otro intelectual boliviano califica el accionar de Chile en términos de “cinismo inaudito” capaz de actuar con “móvil inmoral”. Su acción se evalúa como “monstruoso e impune delito de despojo” capaz de “un comportamiento desleal y traidor”; Chile fue “paladín de la agresión”. Bolivia “sigue siendo una opinión pública criada desde la escuela y por un buen siglo ya, en la hostilidad hacia Chile y para la cual Chile es el enemigo y codicioso usurpador”.“En Bolivia el tiempo se ha detenido y vivimos aún el momento de una guerra de hace más de un siglo. El imaginario colectivo boliviano tiene la noción de que Chile es el enemigo”. Los autores del relato boliviano atribuyen a Chile el conjunto de atributos negativos que, con frecuencia, se emplean entre Estados en conflicto. Se trata de una tendencia general que LeShan ha detectado y expresado en los siguientes términos: “una nación enemiga que encarna el mal”; por lo tanto, “actuar en contra de este enemigo es el camino a la gloria y a alturas legendarias de existencia”; por ello “cualquiera que no esté de acuerdo con tales verdades es un traidor”.

La demonización de Chile en Bolivia se ha construido a través de un ambiente cultural que envuelve el clima dentro del cual se desarrolla la vida de las personas. Este clima se ha construido desde los distintos espacios de sociabilidad, tanto en la escuela (a través de manuales de Historia y relatos de profesores) como en la calle y los medios masivos de comunicación (donde predominan relatos nacionalistas de políticos y periodistas). “El rechazo a lo chileno en Bolivia es más intuitivo que consciente, basado en la tradición oral y las nociones aprendidas en la escuela”.

En la vereda opuesta, Chile exhibe un discurso negatorio de los derechos originales de Bolivia al litoral. Guiados por la idea de justificar la anexión de la totalidad del desierto de Atacama por parte de las fuerzas chilenas en la Guerra del Pacífico, los intelectuales de este país han tendido a sostener que Bolivia carecía de derechos sobre esas tierras y, por lo tanto, Chile nunca la despojó de nada. Para la historiografía chilena, Chile poseía el literal desde Atacama hasta el límite con Perú; en cambio Bolivia no poseía litoral. De acuerdo con este enfoque “numerosas reales cédulas, decisiones virreinales, informes, oficios y otras fuentes oficiales corroboran la posesión chilena en el despoblado de Atacama o en gran parte de él”.

Para comprender la representatividad de estos intelectuales chilenos, basta mencionar los siguientes detalles. Jaime Eyzaguirre fue un destacado e influyente profesor de la Universidad Católica de Chile; en 1967 fundó la revista Historia, una de las más importantes publicaciones de esta disciplina en el país hasta la actualidad. Sergio Villalobos fue Premio Nacional de Historia, director de la Biblioteca Nacional y autor de decenas de obras tanto de investigación original como manuales escolares, de los cuales ha vendido millones de ejemplares. Amunátegui, Carrasco y Lagos Carmona tienen un perfil más especializado en asuntos de fronteras y límites, pero están entre los principales exponentes de la intelectualidad chilena en la materia.

En los últimos años se han comenzado a elaborar propuestas para desarrollar otras miradas a las relaciones de Chile con Bolivia y la Guerra del Pacífico. Los esfuerzos de Cavieres y Cajías (2008) son un buen ejemplo, en el sentido de proponer una historia con énfasis en la historia común y los aspectos positivos. Es valorable también el intento de Mondaca y Rivera (2013) de elaborar propuestas superadores de carácter didáctico para la escuela. Estos autores sugieren reelaborar los manuales escolares y enseñar la Guerra del Pacifico a partir de la superación de la tradicional tendencia al culto al héroe, con énfasis en una historia social, que muestre el territorio como zona de migración fronteriza, con un enfoque de inclusión y no de exclusión. De todos modos, estas propuestas no abordan la necesidad de cuestionar los fundamentos de las historias nacionalistas.

Los discursos nacionalistas han comenzado a cuestionarse también, a través de miradas divergentes, de carácter crítico. De todos modos, dentro de la corriente principal de las historiografías nacionales sigue predominando el enfoque nacionalista como visión hegemónica.

La visión del otro

La construcción del discurso nacionalista desde el siglo XIX, tanto en Chile como en Bolivia, en lugar de abrir espacio de diálogos constructivos, ha levantado barreras ideológicas infranqueables entre ambos países, dejando únicamente, sensaciones de frustración. En Bolivia, la actitud chilena de negar los derechos originales de los bolivianos al litoral, es considerada un agravio: “cuando escuchan tal aserto, los bolivianos lo toman a provocación y con vehemencia sacan a relucir argumentos y mapas”. Como en un juego de espejos, en Chile ocurre lo mismo: causa mala impresión la constante demonización del vecino realizada por historiadores, intelectuales y gobernantes.

La demonización de Chile en Bolivia y la minimización de Bolivia en Chile marcan la actual visión del otro. Una de las causas importantes de este desencuentro se halla en las visiones opuestas sobre la Guerra del Pacífico, sus causas y consecuencias. Para desmontar esta construcción ideológica, resulta necesario entonces, reexaminar el origen de esta guerra, desde una perspectiva crítica, con vistas a generar las condiciones para la elaboración de una visión compartida del conflicto, tratando de comprender cómo ocurrieron los hechos, tratando de trascender las visiones nacionalistas y xenófobas.

Es tiempo de construir un nuevo relato de la Guerra del Pacífico, superando las visiones nacionalistas de chilenos y bolivianos. Esas visiones han sido incompletas y sesgadas. Y han terminado por construir una actitud hostil hacia el vecino, base de potenciales conflictos de gravedad imponderable.

La inmensa mayoría de los bolivianos y chilenos tiene una opinión formada a partir del relato parcializado de sus respectivos historiadores nacionalistas. Esos relatos han creado una ideología, que enmascara lo que ocurrió con sus matices y contradicciones. Se ha impuesto un enfoque épico, en el caso chileno, divinizador de sus oficiales, muchas veces con exageraciones: un buen ejemplo es la exaltación de la figura de Arturo Prat, cuya acción real fue intrascendente desde el punto de vista del resultado militar de ese combate. Además, del lado chileno se ha tendido a centrar la responsabilidad del inicio de la guerra en la subida de impuestos establecida por el presidente Daza, lo cual solo es parcialmente exacto, a la vez que se tiende a evitar el reconocimiento de la desproporción que tuvo el Estado chileno a esa medida, al ocupar militarmente Antofagasta. Del lado boliviano se ha construido el relato exactamente opuesto. En las causas directas de la guerra, se tiende a minimizar la importancia del aumento de impuestos establecida por Daza, y se coloca toda la responsabilidad en la ocupación chilena de Antofagasta, el 14 de febrero de 1879. A ello se suma que, en el desarrollo mismo del conflicto, se presenta una demonización constante de las acciones de las fuerzas chilenas. En algunos casos, se han realizado críticas a esos enfoques, pero con escasa trascendencia. La visión que se ha impuesto en los imaginarios de cada país es, justamente, ese relato nacionalista que ha seleccionado aquellos hechos que permitían sostener un relato épico de la Guerra del Pacífico favorable al país propio, y descalificador del otro. Y esa versión exagerada ha terminado por imponerse como la explicación supuestamente “verídica y objetiva” del conflicto, y se recrea cada año en rituales cívicos, como las representaciones del salto heroico de Arturo Prat, cada 21 de mayo en las escuelas chilenas. Algo parecido ha realizado Bolivia con la conmemoración del martirio de Eduardo Abaroa, y la interpretación del Himno del Litoral en todos los actos oficiales a partir de 2011.

La hegemonía de los relatos nacionalistas ha terminado por imponerse en ambos países. Las voces disidentes no han logrado equilibrar esos paradigmas. La visión de epopeya heroica, fundadora de la identidad nacional, inspirada en el paradigma del romanticismo del siglo XIX, sigue vigente. No importa que las investigaciones históricas demuestran la enorme brecha entre esas miradas nacionalistas y las complejidades y contradicciones que efectivamente ocurrieron en el terreno. El mito se ha impuesto a la historia. Ha prevalecido la tendencia a “confundir el mapa con el territorio”, generándose dos cartografías totalmente diferentes, para representar la misma realidad histórica.

Frente a este bloqueo del problema, resulta oportuno abordarlo desde otra perspectiva y en ese sentido, la tradición crítica latinoamericana, con capacidad de aportar una mirada más pacifista y armónica, con clara capacidad de autocrítica para evaluar la política exterior, más allá del realismo político y la tendencia a justificar la primacía del más fuerte. En Chile, esta mirada está representada por José Miguel Barros. En Argentina, este itinerario ideológico tuvo un punto fuerte con la obra de Juan Bautista Alberdi titulada El crimen de la guerra, dedicado a realizar una fuerte autocrítica nacional de la Guerra del Paraguay, enfoque continuado y profundizado por otros autores.

La tradición pacifista, crítica y autocrítica elaborada por estos actores latinoamericanos puede brindar un aporte para tratar de abordar con una nueva mirada la cuestión de Bolivia y Chile, sobre todo las causas de la Guerra del Pacífico, proceso que generó el enclaustramiento del país altiplánico.

Nueva mirada a los títulos españoles y el utipossidetis iuris de 1810

Para elaborar una nueva mirada a las relaciones entre Chile y Bolivia, a partir de un enfoque crítico, conviene dedicar unas líneas a revisar los títulos jurídicos de los respectivos países sobre los territorios de Atacama. Como se ha señalado, los historiadores de cada país han construido versiones contradictorias, cada una de las cuales solo considera aquellos documentos que apoyen las pretensiones de su propia nación. Para la historiografía de Bolivia, el límite norte de Chile se hallaba en Copiapó (27° latitud sur). Desde allí hasta el río Loa (21° latitud sur) se encontraba el desierto de Atacama que, en su totalidad pertenecía a la Audiencia de Charcas y, por lo tanto, a su heredera, la República de Bolivia. Por su parte, para la historiografía hegemónica de Chile, este país tenía derechos sobre el desierto de Atacama hasta limitar con el Perú en el río Loa (21°). Allí se encontraba el límite entre Chile y Perú. Por lo tanto, la Audiencia de Charcas no poseía derechos jurídicos sobre el litoral Pacífico en 1810.

De la confrontación de las tesis oficiales de ambos países surge una conclusión clara: alguien miente en el relato histórico entre los límites de Chile y Bolivia, o bien, los historiadores de ambos países actúan más como abogados defensores de los intereses de una parte, antes que como académicos independientes.

Una mirada desnacionalizada de esta situación puede entregar otra visión. José Miguel Barros ya ha logrado abrir camino en esta dirección, al demostrar que, contrariamente a lo sostenido por la tenencia dominante en Chile, durante el periodo colonial la Audiencia de Charcas tenía salida al Pacífico. El investigador menciona diversos mapas y documentos para sustentar su tesis. Conviene ahora precisar algunos conceptos.

El desierto de Atacama se extiende entre el río Loa (21°) y Copiapó (27°). Durante buena parte de los tres siglos de colonización, esta zona ocupó un lugar periférico en la agenda de la Corona española. A pesar de algunos proyectos, no fue posible consolidar una ciudad en ese territorio debido a su aridez. La actividad socioeconómica regional se limitó a algunos oasis, como la caleta El Paposo, el pequeño puerto de Cobija y la villa de San Pedro de Atacama, situada al pie de los Andes, 242 kilómetros al este de las costas del Océano Pacífico. Las condiciones extremas que imponía el desierto más árido del mundo limitaba las posibilidades de la vida humana. En San Pedro de Atacama se fundó un corregimiento indígena, cuya “administración se encomendó a magistrados remunerados por las Cajas Reales de Potosí y subordinados a la Audiencia de Charcas”. En el litoral, el sitio con mayor población a fines del siglo XVIII era Paposo, con una población cercana al centenar de personas. En estas condiciones, durante todo el periodo colonial, Atacama se mantuvo como un desierto, totalmente marginado de la vida económica, social y política del Imperio. Como resultado, la Corona se interesó poco por establecer con exactitud los límites de esta región por estar deshabitada y carecer de riquezas. De todos modos, entre mediados del siglo XVI y fines del XVIII se elaboraron documentos que atribuyeron este territorio a los distintos reinos en que se dividían las colonias españolas.

El enfoque boliviano se apoya en dos documentos principales: la ley 9 de la Recopilación de Leyes de Indias (1681) y la Ordenanza de Intendencias para el Río de la Plata (1782). En estas dos disposiciones reales, la Corona otorgó la salida al mar para la actual Bolivia, según sostiene oficialmente la historiografía boliviana. El proceso fue el siguiente:

La Real Audiencia de Charcas, creada en 1559, tenía jurisdicción sobre el desierto de Atacama y litoral sobre el Océano Pacífico. En la Recopilación de las Leyes de Indias, impresa en 1681, la ley Nº 9 estableció que la Audiencia de Charcas limitaba por el norte con la Audiencia de Lima; por el sur con la de Chile; por el este con el Atlántico (se refiere a las costas de la gobernación rioplatense) y por el oeste con el Pacifico. De todos modos, este documento no estableció con claridad los límites de ese territorio. ¿En qué parte del desierto de Atacama se encontraba el límite entre la Audiencia de Charcas y el Reino de Chile? Esta ley no lo define. Solo estableció que Charcas tenía una salida al mar.

El siguiente documento crítico fue la Real Ordenanza del 28 de enero de 1782, dedicada para crear las ocho intendencias del Virreinato del Río de la Plata. A través de ella, el rey estableció la Intendencia de Potosí, la cual comprendía la provincia de Atacama. El documento original, firmado por el rey, establece textualmente la creación de

…otra (intendencia) en la Ciudad de la Plata, cuyo distrito será el del Arzobispado de Charcas, excepto la Villa de Potosí, con todo el territorio de la Provincia de Porco en que está situada, y los de las de Chayanta o Charcas, Atacama, Lípes, Chichas y Tarija, pues estas cinco provincias han de componer el distrito privativo de la restante Intendencia (de Potosí), que ha de situarse en la expresada Villa (de Potosí), y tener unida la Superintendencia de aquella real Casa de Moneda, la de sus Minas y Mita, y la del Banco de rescates con lo demás correspondiente.

De acuerdo con la decisión del rey Carlos III, la Villa Imperial de Potosí, con su gran riqueza minera, su populosa ciudad y su imponente Casa de Moneda, era la capital de una Intendencia fuerte, que tenía salida al océano Pacífico a través de Atacama. A su vez, la provincia de Atacama tenía varios distritos. Entre ellos estaban Atacama la Alta (San Pedro de Atacama), Atacama la Baja (Chiuchiu), Incahuasi, Cobija y Calama.

Los documentos basales de los derechos de Bolivia al mar, datados en 1681 y 1782, coinciden en reivindicar, con toda claridad, la jurisdicción sobre el Pacífico. Ambos son consistentes en esta materia. Y también coinciden en sus indefiniciones sobre el lugar exacto que les corresponde: ninguno de los dos aclara en qué puntos se establece ese corredor altoperuano para salir al mar.

La relativa ambigüedad de la jurisdicción de la Audiencia de Charcas sobre el desierto de Atacama se repitió en el caso del Reino de Chile. De acuerdo con las normas emitidas por la Corona, Chile se extendía “desde el desierto de Atacama hasta el Estrecho de Magallanes y desde la Cordillera de los Andes hasta el Océano Pacífico”. Así lo establecieron las delimitaciones de las tres intendencias en que se dividió el reino de Chile durante las reformas borbónicas del siglo XVIII (Intendencias de Santiago: del desierto de Atacama hasta el Maule; Intendencia de Concepción: del Maule hasta la Araucanía; Intendencia de Chiloé: de la Araucanía hasta el Estrecho; en todos los casos, desde la Cordillera de los Andes hasta el Océano Pacífico). Estas disposiciones, establecidas por la Corona a fines del periodo colonial, tuvieron su continuidad en la mente de las élites patriotas, las cuales plasmaron estos criterios al definir los límites territoriales de Chile en las primeras constituciones nacionales de 1822, 1823, 1828 y 1833.

¿En qué parte del desierto de Atacama se hallaba el límite norte de Chile con Bolivia? Desde el punto de vista jurídico, esta pregunta no tuvo respuesta, porque la única autoridad competente para definir esos límites, el rey, no se pronunció al respecto. Dejó pendiente una situación ambigua.

Para intentar despejar esa incógnita, se produjo una larga batalla historiográfica entre chilenos y bolivianos. Los historiadores de cada país buscaron antecedentes para defender las posiciones de sus respectivos gobiernos. Se mencionaron mapas, croquis y planos; también se recurrió a comentarios de cronistas y viajeros; expresiones de gobernadores, virreyes y visitadores. Ríos de tinta corrieron para reunir antecedentes contradictorios y cambiantes. Fue un verdadero trabajo de abogados, cada uno de los cuales se interesaba por seleccionar solo los antecedentes que pudieran favorecer los intereses de su cliente, tratando de minimizar u ocultar aquellos documentos que refutaran sus tesis. Por ejemplo, la historiografía chilena enfatizaba el mapa de Andrés Baleato (1793), mientras que los bolivianos solo se enfocaban en los mapas de Cano y Olmedilla (1775) y de Hall (1829). Curiosamente, los mismos historiadores chilenos que negaban valor a la carta de Cano y Olmedilla para la disputa con Bolivia, exaltaban sus bondades para reivindicar territorios en litigio con Argentina.

Más allá de su parcialidad, esos argumentos resultan inocuos. Simplemente, porque ninguno de esos sujetos históricos tenían facultades para trazar límites. Los geógrafos y cartógrafos solo tenían que representar las jurisdicciones en los mapas, y no crearlas; si lo hicieron, incurrieron en abuso de poder. Y lo mismo ocurre para cronistas y autoridades subalternas. Esos antecedentes son inútiles para conocer las jurisdicciones.

Atendiendo a las normas emitidas por la Corona, la jurisdicción del Alto Perú hacia el oeste, y de Chile hacia el norte, quedó en un espacio de indefinición. Los documentos solo permiten saber que Bolivia recibió de España una salida al mar, sin saberse por dónde. Y que Chile tenía derechos en el desierto de Atacama, pero no se sabe hasta dónde. Lo mismo ocurrió con la Cordillera de los Andes: ¿En qué lugar exacto de esta mole de piedra se encontraba el límite entre Chile y Argentina? El rey de España no resolvió ninguno de estos dos temas. La cuestión quedó pendiente en 1810. En ambos casos, se trataba de una tarea complicada porque el desierto de Atacama tiene 600 km de longitud de norte a sur, y la Cordillera de los Andes tiene un ancho de 200 km de este a oeste.

La aplicación del principio de utipossidetis iuris de 1810 en zonas despobladas: los tratados de límites en la Cordillera de los Andes y el desierto de Atacama

Ante la falta de precisiones de las divisiones internas del Imperio español en las zonas despobladas, los gobiernos de las jóvenes repúblicas buscaron la forma de solucionar el problema de los límites soberanos con buena voluntad, tratando de utilizar el sentido común y criterios equitativos en casos de duda. La idea principal era resolver pacíficamente estos temas, mediante acuerdos y compromisos que contemplaran los intereses de ambas partes.

Tanto para establecer los límites en la frontera trasandina como en Atacama, se tomó la decisión de dividir el territorio en partes más o menos parecidas. La Cordillera de los Andes se partió por la línea de más altas cumbres divisorias de aguas. Era un criterio que entonces tenía vigencia en Europa; allí se enfatizaba la relevancia de las “fronteras naturales”, y en ese sentido, las cumbres más elevadas cumplían ese servicio, al funcionar como baluartes defensivos ante eventuales conflictos. Por eso, las cadenas montañosas, los ríos y demás barreras naturales eran positivamente apreciadas para establecer límites en Europa. Y esa tradición se trasladó también al sur de América. De esta manera se logró establecer el límite entre Argentina y Chile en forma pacífica. Este fue el sentido del Tratado de 1881, el cual resultó ajustado a las jurisdicciones establecidas por la Corona española. Es decir, los negociadores de aquel tratado, sin saberlo, lograron un acuerdo consistente con el principio del utipossidetis iuris de 181026.

Para delimitar el desierto de Atacama se adoptó un criterio parecido: se dividió en dos partes equivalentes, pues si el despoblado de Atacama se extendía entre los paralelos de 27° y 21°, el punto medio era el paralelo 24°. Así se dispuso en los tratados de límites entre Chile y Bolivia firmados en 1866 y 1874.

La elección del paralelo 24° como límite entre Chile y Bolivia en el desierto de Atacama tenía, aparentemente, buenos fundamentos jurídicos y respetaba la Real Ordenanza del 28 de enero de 1782, a través de la cual la Corona había otorgado a la Real Audiencia de Charcas la jurisdicción sobre una parte (no totalmente definida) del desierto de Atacama.

De acuerdo con estos antecedentes, los tratados de 1866 y 1874, al establecer el límite internacional en el paralelo 24°, fueron instrumentos razonables y bien encuadrados dentro de la tradición de respeto a los principios jurídicos de América Latina, en el sentido de esforzarse por construir los limites internacionales a partir del espíritu del utipossidetis iuris de 1810. En ese sentido, la elección del paralelo 24° como límite entre Chile y Bolivia fue resultado de un proceso natural, como una fruta madura que cae del árbol. Ambos Estados tenían derechos equivalentes sobre el desierto de Atacama, y terminaron pacíficamente acordando límites con partes iguales para cada uno. Sin embargo, todo esto es jurídicamente falso.

La alianza franco española y su impacto en la configuración final del utipossidetis iuris de 1810 en Atacama

De todos modos, los tratados de límites entre Bolivia y Perú, acordados en 1866 y 1874, fueron violaciones al principio de utipossidetis iuris de 1810, debido al cambio de la política exterior española de fines del siglo XVIII. En efecto, al final de aquella centuria, la Corona realizó un giro en su política exterior, que afectó severamente las jurisdicciones en la zona de conflicto. Para comprender este cambio, es necesario considerar el contexto de la política mundial de la época.

Fracasada la alianza de España con Gran Bretaña contra Francia, realizada entre 1792 y 1795, Madrid resolvió cambiar su estrategia: rompió con los ingleses y estrechó lazos con Napoleón. Este nuevo sistema se perfeccionó jurídicamente con los Tratados de San Ildelfonso (1796) y Aranjuez (1801) por los cuales, los españoles se unían a Francia y rompían hostilidades con los ingleses. El objetivo principal de esta estrategia se encontraba en Europa, donde los españoles esperaban recuperar Gibraltar, además de asegurar su influencia regional, particularmente en Italia. Como se sabe, esta alianza resultó desastrosa, tal como se reflejó en la derrota de la flota franco española en Trafalgar (1805).

Pero lo que interesa al presente estudio es la dimensión americana del cambio en la política exterior española en 1796. En este nuevo sistema de alianzas, las colonias españolas en América estuvieron muy presentes. Al desafiar el poder de Gran Bretaña, la corona española se preocupó de reducir sus flancos débiles en América, pues se esperaba que la flota inglesa aprovechara su superioridad marítima para asestar duros golpes a sus colonias. Para reducir flancos, España cedió la Luisiana a Napoleón (Tratado de Aranjuez, artículo 6). Además, se tomaron medidas para fortalecer los puertos y costas de los virreinatos del Cono Sur. Los espías al servicio de la Corona habían advertido de las amenazas de ataques británicos en la región, lo cual efectivamente se concretó con las invasiones inglesas a Buenos Aires de 1806 y 1807. Previendo estas amenazas, la Corona impulsó una serie de medidas preventivas. El Plan de Milicias de 1801 significó un notable incremento en las fuerzas militares de todo el Virreinato del Río de la Plata, tanto en los puertos de Buenos Aires y Montevideo como en las provincias del Alto Perú. También se ordenó el desplazamiento de armamento de guerra y pólvora desde Lima hacia Buenos Aires para fortalecer las capacidades defensivas del Río de la Plata. Dentro de este contexto, la Corona española resolvió también fortalecer las zonas más débiles y despobladas del Cono Sur, incluyendo el desierto de Atacama. Este fue el sentido de las nuevas disposiciones que cambiaron la jurisdicción de este –hasta entonces– olvidado territorio.

Por recomendación de la Junta de Fortificaciones y Defensa, la Corona cambió el estatus del desierto de Atacama. De lugar abandonado y periférico, esta región pasó a considerarse como lugar estratégico. Dados su extenso territorio y su relativa cercanía con el principal centro político del Imperio en América del Sur (la ciudad de los Reyes), la Corona concluyó que este era un lugar vulnerable que el imperio británico podía utilizar como cabecera para atacar los centros vitales de las Indias. A partir de esta visión, la Corona implementó las medidas administrativas necesarias para mejorar las condiciones de seguridad de Atacama.

El objetivo de la Corona era levantar una fortaleza en el corazón del desierto de Atacama, capaz de prevenir una eventual invasión de ultramar. La ejecución de este plan requería de una fuerte inversión de recursos materiales y humanos, y por este motivo, era necesario confiar la tarea al único actor capaz de realizarla: el virrey del Perú. Por tratarse de un asunto de seguridad del Estado, en el marco de una guerra interimperial, la Corona resolvió avanzar con estas medidas, sin detenerse en remover obstáculos legales. El principal de ellos era que el virrey del Perú no tenía jurisdicción sobre el desierto de Atacama; por lo tanto, no podía hacerse cargo de estas fortificaciones. Para resolver este problema, la Corona dispuso un cambio de la geografía política regional: extendió la jurisdicción del Virreinato del Perú, desde el río Loa (21°) hasta el río Salado (25°), incluyendo el puerto y villa del Paposo.

Junto con el cambio de jurisdicción, el rey ordenó al virrey del Perú la fortificación del Paposo. Este fue el sentido de las Reales Órdenes de 1° de octubre de 1803 y del 17 de marzo de 1805, junto con otros documentos complementarios. En sus aspectos salientes, estas normas establecieron lo siguiente:

1- La jurisdicción política y militar del virrey del Perú se extendía hacia el sur, hasta incorporar el Paposo.

2- La misión principal del virrey del Perú era garantizar la seguridad del puerto del Paposo. Para ello tenía que designar un comandante y los correspondientes comisarios. También debía enviar un ingeniero para realizar el reconocimiento topográfico del terreno y levantar el correspondiente plano; asimismo debía trazar un plan de defensa y diseñar un proyecto para fortificar el puerto. Además debía definir la cantidad y calidad de tropas que debían servir en esa fortificación.

3- La medida fue recomendada por la Junta de Fortificaciones y Defensa de las Indias. En el marco de la nueva guerra interimperial entre españoles e ingleses, este organismo dictaminó que el Paposo tenía un valor estratégico de escala global. Y por este motivo, debía ser fortificado.

4- En esta renovada valoración del Paposo, la Corona alentaba también medidas para mejorar la vida social, económica, política y espiritual de la región. Ello implicaba la construcción de iglesias y edificios públicos, y un fuerte respaldo al flamante obispo que debía establecer allí su sede.

El ambicioso plan de mejoras alentado por la Corona en Atacama llegó demasiado tarde. O demasiado temprano dado el nulo nivel de desarrollo alcanzado por la zona. ¿Cómo se podría sostener una fortaleza en medio de un desierto que no producía alimentos ni otros bienes? ¿Cómo podría sobrevivir la eventual guarnición de El Paposo, sin contar con una mínima estructura de servicios y abastecimientos? El virrey del Perú pensó que era imposible e inadecuado levantar allí una fortaleza. Por un lado, porque solo vivían allí cien habitantes dispersos, cuya actividad se reducía a acopiar pescado seco; por ende, era altamente improbable una invasión de ultramar, pues no había allí riquezas que saquear. Por este motivo, la creación de una fortaleza en el lugar, más que servir a la seguridad del Imperio, ayudaría a un eventual ataque exterior, al ofrecer un punto de apoyo donde pudieran reagruparse las fuerzas invasoras. Finalmente, el virrey advirtió que una fortaleza en el Paposo tendría costos muy altos, no solo para su construcción, sino también, para su mantenimiento, pues, al no haber producción local, debería sostenerse exclusivamente mediante barcos de abastecimiento desde puertos distantes. A partir de estas consideraciones, el virrey del Perú dilató la ejecución de estos proyectos. Las fortificaciones del puerto del Paposo nunca se construyeron; tampoco las iglesias ni los edificios públicos. Tampoco se asentó allí una guarnición militar ni una sede episcopal. El puerto del Paposo no se transformó en Cartagena de Indias ni en Valdivia. Siguió siendo una olvidada caleta en medio del desierto más árido del mundo.

Como estas obras públicas y asentamientos militares no se realizaron en el terreno, la historiografía chilena ha interpretado que las Reales Órdenes de 1803 y 1805 nunca tuvieron vigencia. Además de coincidir con la tesis de la no aplicación de estas disposiciones, la historiografía chilena se ha apoyado en este antecedente para afirmar la tesis de la contigüidad territorial entre el Reino de Chile y el Virreinato del Perú, lo cual implicaba negar las reales cédulas que habían asegurado los derechos de Charcas al litoral Pacífico.

De todos modos, esta visión representa una interpretación forzada de los documentos. Porque el rey había tomado dos decisiones: por un lado, el cambio de jurisdicción; por otro, la realización de obras públicas, fortificaciones militares y consolidación religiosa. Estas acciones, efectivamente, no se realizaron en el terreno. Pero el cambio de jurisdicción quedó en firme: la Corona no emitió nuevos documentos que anularan las Reales Ordenes de 1803 y 1805. Ningún historiador chileno ni boliviano ha logrado exhibir resoluciones emitidas por la Corona que anularan esa medida.

El cambio de jurisdicción establecido por el rey, al no sufrir modificaciones posteriores, se convirtió en la última voluntad vigente en 1810. Algunos nacionalistas han tratado de minimizar la importancia de estos documentos, alegando que nunca se ejecutaron. Lo que no se ejecutó fue la obra pública de fortificaciones en el Paposo. Pero eso no tiene ninguna influencia en la jurisdicción. Sobre todo porque la base del derecho internacional de América Latina es el utipossidetis iuris de 1810, y no el utipossidetis de facto, tal como proponía Brasil. Ello implica que la norma superior se apoya exclusivamente en las jurisdicciones establecidas por el rey, y no por los territorios ocupados en forma real y efectiva. Es decir, lo importante no era la ejecución de las órdenes en el terreno, sino la emisión misma de esas órdenes que trazaban las jurisdicciones. Así lo establecen los propios especialistas en límites:

El utipossidetis iuris de 1810 es un concepto hispanoamericano que significa “que la base de los límites está en las demarcaciones realizadas por el Rey de España hasta 1810, hayan sido o no efectivamente ocupados y poseídos los territorios”.

Este enfoque ha sido compartido por los polemistas chilenos y bolivianos, como Miguel Luis Amunátegui y Manuel Macedonio Salinas, respectivamente, entre otros. Por lo tanto, aplicando este criterio, las Reales Órdenes de 1803 y 1805 por las cuales el rey extendió la jurisdicción del virrey del Perú hasta el Paposo, estaban plenamente vigentes en 1810 y se convirtieron en base del derecho.

La tesis de la vigencia de las normas de 1803 y 1805 fue reconocida y legitimada oficialmente por las máximas autoridades españolas en América que consintieron el cambio de jurisdicción. Por un lado, el virrey del Río de la Plata, Joaquín del Pino, el 25 de febrero de 1804, anunció al Ministerio de Gracia y Justicia de España su asentimiento a la Real Orden mencionada: “El Virrey de Buenos Aires ha dispuesto por su parte el cumplimiento de la Real orden de 1° de octubre de 1803 sobre auxiliar el dispuesto Establecimiento de formar población en el Puerto de Nuestra Señora del Paposo, agregación de éste y del territorio inmediato, y desierto de Atacama al Virreinato del Perú”. Por su parte, Lima también se hizo cargo de la ampliación de sus dominios. En 1816, el virrey Abascal, en la Relación dedicada a su sucesor, le explicó que su jurisdicción se extendía por el sur hasta el desierto de Atacama, hasta los 25° 10’ de latitud sur. Por lo tanto, este cambio de jurisdicción de las costas de Atacama hasta el Paposo estaba vigente.

A la luz de la reforma jurídica del Paposo (1803), se ha alterado el debate historiográfico en torno a la lucha de Bolivia y Chile por el control de Atacama en el tercer tercio del siglo XIX. Porque más allá de la retórica nacionalista de historiadores bolivianos y chilenos, sus países carecían de derechos en la zona del conflicto. Dado que la jurisdicción del Perú llegaba desde el Loa (21°) hasta el Paposo (25°), lo que quedaba para discutir entre Chile y Bolivia era el resto del desierto de Atacama, es decir, desde el Paposo (25°) hasta Copiapó (27°). Por lo tanto, todo el juego político, las luchas diplomáticas y los conflictos de intereses que realizaron bolivianos y chilenos en las décadas de 1840, 1850, 1860 y 1870 fueron usurpaciones de territorio peruano. Una lectura crítica podría sugerir que no hubo protestas oficiales del Perú en esos años. Efectivamente, durante ese período, el tema no tuvo un lugar prioritario en la agenda pública peruana; las necesidades de organizar el Estado, las guerras civiles e internacionales ocuparon buena parte de la energía de sus dirigentes. Sin embargo, ello no implica que se modificaran sus títulos jurídicos, teniendo en cuenta que el principio de utipossidetis iuris de 1810 estaba plenamente vigente en al derecho internacional de América Latina; no había sido sustituido por el utipossidetis de facto. Además, en los primeros relatos de la Guerra del Pacífico elaborados por la historiografía peruana, estaba perfectamente clara la conciencia de los derechos de ese país hasta el paralelo 25º por las citadas disposiciones del rey de España. El problema es que por lo general, los historiadores chilenos y bolivianos dedicados a la Guerra del Pacífico no han tenido en cuenta la visión peruana.

Lo que aquí interesa es exhibir las grietas y debilidades de los relatos nacionalistas del conflicto. En ese sentido, es conveniente admitir que, desde el punto de vista estrictamente jurídico, los dos países, Chile y Bolivia, incurrieron en actitudes expansionistas y sustractoras de territorios ajenos. Aunque ningún historiador nacionalista lo haya admitido hasta ahora, ambos, Bolivia y Chile, fueron países ocupantes. Ambos victimarios. Ninguno de los dos fue meramente víctima.

Los hechos, más allá del derecho

El conflicto entre Chile y Bolivia en Atacama, ocurrido entre 1840 y 1880, tiene también otra interpretación. Como se ha señalado, desde el punto de vista estrictamente jurídico, ambos países actuaron como estados agresores, al ocupar y repartirse territorios de una tercera nación (Perú). Sin embargo, la vida es mucho más que el armazón jurídico. Esto sirve para resolver pacíficamente los conflictos. Pero no es el monopolio de la vida. En ese sentido, es importante considerar otros aspectos culturales, sociales y políticos de la época.

Cuando el mariscal Andrés Santa Cruz impulsó el puerto de Cobija, actuó en forma ilegal, pero legítima. En efecto, el puerto de Cobija se hallaba en 22° 28’ de latitud sur, al norte del Paposo. Por lo tanto, desde la perspectiva del derecho, y conforme al principio del utipossidetis iuris de 1810, esos territorios pertenecían al Perú. Santa Cruz actuó como usurpador de territorios ajenos. Pero es posible considerar también otra perspectiva: porque ese puerto le fue otorgado a Bolivia por decisión de Simón Bolívar y Antonio José de Sucre, los padres fundadores de la libertad de América del Sur, los que lideraron el esfuerzo común de las naciones de América por construir un proyecto de futuro, un objetivo común a todos. Así lo expresó Sucre en carta fechada en Potosí el 25 de octubre de 1825, dirigida al coronel Francisco Burdett O’Connor, en la cual le ordenaba desplazarse a Atacama para reconocer el litoral y encontrar un lugar adecuado para instalar un puerto. El fundamento de este encargo era satisfacer el vivo deseo de Bolívar de dar un puerto a Bolivia a cualquier costa (ver apéndice). En su visión americanista, Bolívar quería dar un puerto a Bolivia como había dado el de Guayaquil al Ecuador. Tras ejecutar la orden, el general Burdett O’Connor informó que en aquella costa encontró solo un habitante. Posteriormente, en el deseo de estimular el poblamiento del nuevo puerto, Sucre decretó el 10 de diciembre de 1827 que toda persona allí avecindada estará “exenta de pagar ninguna contribución directa por el término de tres años”. Posteriormente, el mariscal Santa Cruz dio continuidad a esta medida, fortaleciendo el puerto de Cobija. Además, creó el Departamento del Litoral, separándolo de Potosí, y trasladó la aduana a la villa de Calama.

El flamante Estado de Bolivia trató de afirmar su presencia en el norte del desierto de Atacama, con base en el puerto de Cobija, en 22° 28’ de latitud sur, y el corredor desde allí hacia el este, tocando la villa de Calama e ingresando a Potosí. Era un estrecho y accidentado camino que costó mucho esfuerzo dinamizar dada la aridez del clima y las dificultades que representaba el terreno para sacar la producción del Altiplano. En la mente de la élite boliviana, el puerto natural seguía siendo Arica, motivo por el cual, el Estado hizo reiteradas ofertas de compra al Perú, sin éxito. Bolivia llegó al extremo de intentar solucionar este problema por la fuerza, con la invasión militar al Perú; pero el Tratado del 7 de junio de 1842 no consiguió la incorporación del puerto de Arica. Frustrados estos intentos, Bolivia debió conformarse entonces con el puerto de Cobija, de escaso desarrollo.

Los derechos de Bolivia sobre el puerto de Cobija no se apoyaban en títulos jurídicos, sino en la voluntad de los padres fundadores de las repúblicas de América del Sur: Sucre y Bolívar. En ese sentido, la carta de Sucre a Burdett, en cumplimiento de órdenes de Bolívar, se convierte en la piedra fundamental de la reivindicación del enclaustramiento de Bolivia.

Bolivia puede reivindicar legítimamente su aspiración a obtener una salida al mar. Pero su fundamento histórico no se puede basar en la demonización de Chile, sino en los valores fundacionales de las repúblicas americanas, representados por el liderazgo de Bolívar y Sucre. Al procurar un puerto para Bolivia, los Libertadores procuraban simplemente otorgar una salida al mar para el país recién nacido, de modo tal de asegurarle las condiciones de desarrollarse por sus propios medios y de integrarse satisfactoriamente en el conjunto regional. Se procuraba modelar el mapa de América del Sur con criterios de armonía y valores sociales, solidarios y humanistas. El desarrollo armónico y sostenible de las partes iba a contribuir al beneficio del todo.

Para interpretar mejor la decisión de Sucre de brindarle mar a Bolivia, es adecuado examinar algunos antecedentes de su trayectoria política e intelectual. En ese sentido, un documento clave fue la redacción del Tratado de Regularización de la Guerra (1820), basado en el trato humanitario de los vencidos a los vencedores, pionero de las políticas de Derechos Humanos. Más adelante, Sucre tuvo oportunidad de liberar esclavos y fundar escuelas públicas. A ello hay que añadir su actitud decidida en la guerra de la Independencia, particularmente la lucha contra el Antiguo Régimen y la fundación de las repúblicas americanas. Para Sucre, el objetivo no era meramente cambiar un gobernante por otro, sino poner en marcha repúblicas independientes, con capacidad de avanzar hacia la cohesión social y el desarrollo, para lo cual era clave superar la esclavitud, el analfabetismo y el enclaustramiento de Bolivia. Libertad, educación pública y mar para Bolivia fueron pilares íntimamente unidos en la vida de Sucre, a través de los cual, se expresó la fuerza transformadora de la independencia de América del Sur.

Para los creadores de las repúblicas americanas, lo importante era trazar una visión superadora conforme a la cual, el bien común no era el resultado de la sumatoria de los bienes particulares; ello requería también de generosidad y sacrificio de las partes, para alcanzar un todo más armónico, fuerte y próspero.

Conclusión

Las relaciones entre Chile y Bolivia pueden mejorar sustancialmente a partir de un cambio de la visión del otro. Hasta ahora, en cada uno de estos países ha predominado un relato nacionalista, que tiende a exaltar la patria propia y a denigrar al vecino. Este relato fue elaborado por los intelectuales nacionalistas, y difundido masivamente por los manuales escolares, la prensa, los militares y los gobernantes. Es urgente superar esas visiones que tienden a demonizar o minimizar al otro y exaltar al propio país como propietario exclusivo de la razón y el derecho.

Para avanzar en esa dirección, es necesario analizar críticamente los relatos que hasta ahora ha elaborado la historiografía nacionalista, tanto en Bolivia como en Chile. Para ello pueden resultar de utilidad el análisis crítico del principio del utipossidetis iuris de 1810, superando la mentalidad clásica del historiador que funciona como abogado de una parte, y solo considera los argumentos que favorecen los intereses de su cliente.

Al considerarse la totalidad de los documentos sobre jurisdicciones, emitidos por el rey, vigentes en 1810, surgen elementos que llevan a modificar las actuales visiones nacionalistas, tanto en Bolivia como en Chile. Por un lado, el límite norte del Reino de Chile se hallaba en algún lugar indefinido del desierto de Atacama. Chile no tenía jurisdicción hasta el río Loa, en el paralelo de 21°, como sostiene la historiografía oficial chilena. Tampoco la tenía exclusivamente hasta el paralelo 27º como repiten los historiadores nacionalistas bolivianos.

Por otra parte, la Intendencia de Potosí de la Audiencia de Charcas tenía salida al litoral Pacífico a través del desierto de Atacama. Esta salida al mar, otorgada por el rey de España en documentos de 1681 y 1782, aunque nunca definió con claridad qué parte precisa del desierto de Atacama correspondía al Alto Perú, lo cual refuta la posición de los nacionalistas bolivianos.

El desierto de Atacama, situado entre los paralelos 21° y 27° no fue completamente cedido por el rey ni al Reino de Chile ni a la Audiencia de Charcas. Los historiadores chilenos y bolivianos que pretenden esos derechos carecen de títulos jurídicos para fundamentarse. Solo pueden justificar una parte de ese despoblado (la franja que situada entre los paralelos 25º y 27º).

A ello hay que añadir las Reales Órdenes de 1803 y 1805, últimas reformas jurídicas de territorios realizadas por la corona antes de la Revolución de 1810, que extendieron la jurisdicción del virrey del Perú desde el río Loa (21°) hasta el Paposo (25°). Por lo tanto, desde el punto de vista del principio del utipossidetis iuris de 1810, dos tercios del desierto de Atacama correspondían al Perú (21° hasta 25°), quedando en disputa entre Chile y Bolivia el tercio inferior (25° a 27°).

Sobre la base de estos antecedentes, surge una nueva interpretación del conflicto entre Bolivia y Chile entre 1840 y 1874. Al ocupar y disputar el desierto de Atacama, y al establecer como límite el paralelo 24° mediante los tratados de 1866 y 1874, Bolivia y Chile no hicieron nada más que repartirse propiedad ajena. Ambos se aliaron para apropiarse de los territorios que, según el derecho vigente en América Latina, pertenecían a un tercer país (Perú).

La solución del enclaustramiento de Bolivia requiere, como medida preliminar, un mejoramiento de la confianza entre los pueblos y elites de Bolivia y Chile. Para ello es necesario superar el antagonismo que actualmente enfrenta ambos países. El discurso nacionalista de historiadores y gobernantes ha terminado por demonizar al otro y crear un sentimiento hostil en los pueblos como ha señalado Molina Monasterio. Para generar un reencuentro, es indispensable deponer esas actitudes mediante un análisis crítico de esos discursos y una superación de los relatos nacionalistas. Es posible que un cambio del relato contribuya a superar la actual actitud hostil existente entre Bolivia y Chile. Se puede generar así un ambiente de concordia entre ambos pueblos, lo cual es el contexto adecuado para un cambio.

Bolivia tuvo salida al mar, de modo efectivo, por voluntad de Simón Bolívar y Antonio José de Sucre. Antes de 1810, el rey le había cedido una salida al mar, en forma jurídica, por un territorio no precisado, entre los paralelos 25º y 27º. Pero el acceso real y efectivo con puerto propio se concretó después de la independencia, y por la voluntad de los Libertadores, desde la legitimidad que les daba su carácter fundacional.

Los Libertadores de América no hicieron una revolución meramente política para cambiar autoridades y sustituirlas por otras. Ellos impulsaron una revolución social, basada en los nuevos valores para mejorar las relaciones entre las personas y entre los Estados. En nombre de la libertad, abolieron la esclavitud; para alcanzar la igualdad abolieron los títulos de nobleza y fomentaron la educación pública, a la vez que evitaron la subordinación de unos Estados a otros; y en el marco de la solidaridad, abrieron una salida al mar para Bolivia. Ese fue el legado de los padres fundadores de las repúblicas americanas.

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