¿Es Venezuela un Estado de Derecho?

Columna
El Mostrador, 02.07.2017
Juan Luis Modolell, abogado (U. Católica Andrés Bello-Venezuela), doctor en derecho (U. de Barcelona)
y profesor de Derecho Penal (U. Alberto Hurtado)

Si se entiende como Estado de Derecho el sometimiento de la actividad del Estado al derecho legítimo y previamente establecido, que suponga la existencia de un poder judicial independiente, resulta obvio que el Estado venezolano no ha sido un Estado de Derecho durante el régimen chavista. De hecho, en el año 99 se instauró una asamblea constituyente sin reforma de la Constitución, a través de un sistema de elección por el cual dicho régimen obtuvo el 95% de los escaños con menos del 66% de los votos, logrando de esa manera imponer “su” Constitución.

La oposición, no obstante, pasado el tiempo comenzó a esgrimir la defensa de la ley fundamental cuando el propio gobierno se colocó al margen de ella. Por otra parte, nunca se disimuló la forma cómo Chávez se inmiscuía públicamente en el poder judicial. Así, por ejemplo, en el año 2010 ante casos vinculados a fraudes bancarios, decía aquel, según nota de la agencia bolivariana de noticias (29 de noviembre 2010): “Ayer hablé con la Fiscal y le dije, yo no me meto en eso, pero le dije que vaya a prisión todo el que tenga que ir a prisión”, “Yo le pedí a la Fiscal, como jefe de Estado que soy, respetando la autonomía de poderes, sobre el que haya pruebas pido que vaya a prisión, a juicio, quien sea”.

No es casual que la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, en un informe del año 2009 mencione los casos de los jueces Chocrón, Luna, Jiménez, Trastoy, Arrieche, Márquez, Prado, Torres, destituidos inmediatamente por haber tomado decisiones contrarias a los intereses del gobierno (OEA/Ser.L/V/II.Doc.54.30 diciembre 2009), siendo uno de los casos más sonados el de la juez Afiuni, calificada públicamente por el entonces presidente Chávez como “bandida”, destituida sumariamente de su cargo y condenada penalmente. En el referido informe también se alude a un estudio de la organización PROVEA según el cual un “96% de los casos estudiados, en los que se ejercitó acción contra las actuaciones de organismos del Estado, fueron declarados sin lugar, o no se produjo pronunciamiento sobre el fondo del asunto…”.

A ello se suma que en el año 2013 se concretó la salida del Estado venezolano del sistema interamericano de protección de DDHH mediante la denuncia del Pacto de San José, evocando al parlamento de Fujimori que decidió en su momento el “retiro, con efecto inmediato, del reconocimiento de la competencia contenciosa de la Corte Interamericana de Derechos Humanos”.

La relación del régimen chavista con los controles jurídicos explica que, cuando pierde las últimas elecciones parlamentarias en diciembre de 2015, la moribunda asamblea nacional de mayoría oficial antes de traspasar el poder, en una decisión fraudulenta, nombre trece magistrados principales del Tribunal Supremo de los cuales al menos siete, según se puede leer en sus hojas de servicio, han sido funcionarios del gobierno o militantes del partido gubernamental. Ese mismo tribunal posteriormente impidió la reversión de los nombramientos fraudulentos declarando nulo el acto de la actual Asamblea Nacional que los dejaba sin efecto. Adicionalmente, en el año 2016 la activación del referéndum revocatorio fue detenida constantemente por decisiones judiciales.

El punto culminante de la influencia del poder ejecutivo en el judicial fue la sentencia 156 de la Sala Constitucional del Supremo (29 de marzo de 2017), que despojaba de competencias al parlamento de mayoría abrumadoramente opositora. Tal despropósito jurídico provocó no solo la movilización popular, sino también el repudio internacional al gobierno de Maduro. Esta torpe sentencia, considerando que el gobierno saboteaba al parlamento venezolano sin necesidad de decisiones jurídicas de semejante gravedad, llevó a que la propia Fiscal General, hasta entonces una funcionaria complaciente con el régimen, alzara su voz de denuncia. Fue tal la reacción interna y externa a la sentencia que el mismo Tribunal Supremo días después, a sugerencia del gobierno, dictó una “aclaración” por la cual de hecho revocaba su antijurídica decisión anterior.

Por si fuera poco, el 1 de mayo Maduro convocó una asamblea constituyente, ordenando en el decreto de convocatoria que sus integrantes sean electos “en los ámbitos sectoriales y territoriales, bajo la rectoría del Consejo Nacional Electoral, mediante el voto universal, directo y secreto; con el interés supremo de preservar y profundizar los valores constitucionales de libertad, igualdad, justicia e inmunidad de la República y autodeterminación del pueblo”.

Como ha opinado la abrumadora mayoría de expertos jurídicos venezolanos, dicha convocatoria contradice flagrantemente la Constitución venezolana, tanto en el fondo como en la forma. Además, el decreto acota el método de elección de los miembros (elección sectorial y regionalizada), emulando a los parlamentos corporativos fascistas, y dispone una distribución territorial electoral que garantizaría al gobierno la mayoría.

Esta inconstitucional modalidad de convocatoria evidencia el temor del gobierno a medirse en unas elecciones libres y transparentes que pudieran acarrear su salida del poder. Al mes de marzo pasado, antes de la masificación de las protestas, según una encuesta de Venebarómetro difundida por AFP, el  83,3% de la población venezolana opinaba que la situación del país es negativa, y el 74% consideraba necesario un cambio de gobierno.

El régimen chavista lleva varios años obrando sin el más mínimo respeto al Estado de Derecho, aunque haya maquillado sus actos con decisiones “jurídicas” del máximo tribunal venezolano. Como diría, André Glucksmann, citado por Zaffaroni, “¿Qué necesitan hoy los que suben al poder aparte de una buena tropa, aguardiente y salchichón? Necesitan el texto”, es decir, el discurso jurídico.

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