Sir Winston Leonard Spencer Churchill (1874-1965)

Militar, político, periodista, historiador, y pintor. Miembro del parlamento (1900-06, 1906-08, 1908-24, 1924-45 y 1945-64), ministro en varias carteras y primer ministro de Gran Bretaña en dos períodos (1940-45 y 1951-55). Casado en 1908 con Clementine Ogilvy Hozier (1885-1977). El hijo de un fogoso e inteligente pero también frustrado y distante dirigente conservador, así como de una dominante y querendona madre norteamericana, puede ser tal vez más el más grande de los estadistas del siglo XX. De rancia familia, nacido en el Palacio Blenheim y nieto del prestigioso militar inglés y séptimo Duque de Marlborough, con una infancia más bien solitaria y un desempeño educacional mediocre.

Una figura multifacética: militar, corresponsal de guerra, notable escritor (historiador), pintor de acuarelas, jugador de polo y dueño de caballos de fina sangre, pero por sobre todo un político de oratoria encendida y polémica. Había sido electo por primera vez a la Cámara de los Comunes a los 26 años. Se inició como parlamentario conservador, pero tuvo varios cambios de tienda política (conservador, liberal, independiente o constitucionalista y de nuevo conservador). Esas veleidades políticas, así como su gran fogosidad en la Cámara, lo convirtieron en el político más odiado del país, a lo que Churchill respondía que “me retiraría de la política para siempre si no fuera por la posibilidad de que algún día podría llegar a ser primer ministro”.

Un estadista eminentemente romántico, que había errado en sus principales valoraciones políticas y en más de algunos de sus planteamientos de estrategia militar (Galípoli o Batalla de los Dardanelos), pero que fue el más realista de todos los políticos europeos para leer el curso que tomaría la Alemania nazi. Durante su carrera ministerial previa ocupó en dos oportunidades el importante cargo de Primer Lord del Almirantazgo, siendo también ministro de municiones, secretario de guerra, y ministro de la aviación durante la primera guerra mundial. Todo aquello, gracias a su estrecha relación con el entonces primer ministro liberal David Lloyd George (1863-1945). Después será ministro de colonias, finanzas y del interior. Sin embargo, entre 1929 y 1940, se mantuvo en el ostracismo político, aislado y sin conseguir cartera ministerial alguna, lo que aprovechó para dedicarse a la carrera literaria. En definitiva, volvió al poder recién al comienzo de la expansión hitleriana en el frente occidental (1939), cuando ya nadie más quería o se atrevía hacerse cargo del gobierno.

Con un físico bajo y obeso, era un gran fumador de puros y un alcohólico, pero ello no parecía afectar su talento ni su energía. Se levantaba tarde, pero después de digerir unos buenos brandy podía trabajar hasta la madrugada, explotando de paso a sus asesores. La valentía era una constante en la vida de Churchill: hombre intrépido y siempre dispuesto a los grandes riesgos, que se formó como un warlord (un “señor de la guerra”) al estilo de Federico el Grande, Napoleón o de su propio abuelo el duque de Malborough. Además, tenía experiencia militar y una clara visión estratégica, pudiendo ver lo que otros en su tiempo (políticos e inclusive militares) no podían o no querían ver. En fin, se trataba de un estadista con buena reputación en materias militares y cuya vitalidad personificaba la valentía y determinación propia del bulldog británico. Era un líder para tiempos difíciles, uno que por muy errático que fuese había descubierto en la guerra su verdadero elemento.

De carácter fuerte e independiente, intensamente ambicioso y casi dictatorial, impetuoso y en ocasiones poco atinado, egocéntrico, tenaz y obstinado, el excéntrico, aristocrático y hasta depresivo, Sir Winston estaba destinado a ser una figura de talla mundial, una que demostraba una capacidad ejecutiva extraordinaria, gran iniciativa, maestría en el manejo de los detalles y visión de largo alcance. Un político y escritor laborista inglés resumiría bien a este personaje con las siguientes palabras:

“Considero a Churchill, con todas sus peculiaridades, sus indulgencias, su ocasional puerilidad, pero también su genio, su tenacidad y su persistente capacidad, acertado o equivocado, con o sin éxito, una persona que se salía de lo corriente, el ser humano más grande que jamás habrá ocupado el número 10 de Downing Street” (Jenkins, 2003).

A su vez, para un historiador británico, Churchill era:

“el arquetipo del héroe del siglo XX….Bebía mucho, sobre todo whiskey y brandy. Se acostaba tarde y, en la medida de lo posible, pasaba la mañana en cama. A parte de energía, Winston Churchill tenía inteligencia”. Sus máximas eran: “en la guerra, determinación; en la derrota, resistencia; en la victoria, magnanimidad; y en la paz, buena voluntad” (Johnson, 2009).

Churchill fue toda su vida tanto un imperialista como un anticomunista declarado, obsesionado por la revolución bolchevique, pero también lo suficientemente realista para avenirse a una alianza con el estalinismo durante la segunda guerra mundial. Supo advertir tempranamente la amenaza alemana, mucho antes del conflicto bélico, siendo un predicador solitario tanto en el parlamento como en la prensa británicas, lanzando furibundos ataques contra el fascismo y criticando la ceguera colectiva en su país.

Como corresponsal e historiador, resultó ser también un prolífico escritor: Véanse sus: La Segunda Guerra Mundial. La Esfera de los Libros, Madrid 2001; La guerra del Nilo. Crónica de la reconquista de Sudán. Turner, Madrid 2003; Mi viaje por África. Ediciones del Viento, La Coruña 2006; La guerra de los Boers. Turner, Madrid 2006; e Historia de los pueblos de habla inglesa. La Esfera de los Libros, Madrid 2007.

Artículo:
SIR WINSTON CHUCHILL: UN ÉLOGE

Nos quedamos en absoluto silencio, con el ceño fruncido y la mirada pegada al techo, buscando en nuestras cabezas tan solo un nombre, un rostro, una silueta. Fue meses atrás, entre reflexiones serias y chistes tontos, durante una de esas pretenciosas e inútiles conversaciones de café en las que arreglábamos el mundo. Hablábamos de Rusia y de una de las más singulares figuras de su historia: Vladimir Vladimirovich Putin, esa rara especie de James Bond postsoviético que, con el torso desnudo, cabalga soberbio a cuestas del oso eurasiático sin visible rival en el horizonte planetario. ¿Quién es hoy la horma del zapato de un hombre como él, resuelto, arriesgado, convencido de sus ideas y de su misión histórica? ¿Quién en el mundo libre –en nuestros países de instituciones democráticas liberales– es el contrapeso simbólico y político del único líder de alto tonelaje que se me viene a la mente por su envergadura y carácter? ¿Angela Merkel? ¿Hollande o Sarkozy? ¿Un Berlusconi? ¿Un Rajoy? ¿O Barack Obama, a quien el célebre ajedrecista Kasparov abofeteó en su cuenta de Twitter? “Si Obama hubiese sido presidente en el lugar de Ronald Reagan, yo sería aún ciudadano de la Unión Soviética”, escribió el campeón hace algún tiempo.

El siglo XXI carece de estadistas verdaderos, de hombres y mujeres que puedan mañana quedar bellamente petrificados en estatuas inmortales, de esas que se miran desde la pequeñez de la talla natural y están allí siempre, bajo el sol y la luna, la brisa y la tormenta. De nombres que puedan quedar grabados en el imaginario de las personas como figuras inspiradoras y fascinantes. Y es que nuestra época está llena de políticos lamentables, de caudillos autoritarios al estilo del difunto Hugo Chávez, con Nicolás Maduro, su heredero acaso accidental. O de personajes de comedia siniestra como Kim Jong-Un, cuya parodia en Twitter es casi más seria que el original, solo que bastante menos peligrosa. Lo demás es Mugabe o Ahmadinejad, Lukashenko o el abruptamente defenestrado Ghadafi. En América Latina, pues el club del fracaso ideológico: Kirchner, Morales, Correa, Castro y los bolivarianos, todos emblemas vivientes de la mediocridad regional. Lo más gris son los pálidos, desprovistos de brillo y color, de chispa y buenas ideas, como Michelle Bachelet –¿Dilma Rousseff?– y Juan Manuel Santos. En unos años será más interesante leer la biografía de un criminal como Bin Laden que la de cualquier gobernante de nuestra época. Parece que “de este lado” no tenemos héroes, entendidos como los definió Paul Johnson. No tenemos a los protagonistas de los libros de historia de mañana… casting desierto. Como que se extinguió la raza con la baronesa Thatcher. O con Reagan, cuyos agradecidos monumentos esparcidos por Europa Oriental recuerdan lo que “ese actorcillo” hizo por la caída del comunismo y el mundo libre. Incluso se nos acabaron los papas al estilo de Juan Pablo II, que con la Dama de Hierro y Reagan conformaron la triada más trascendental de la segunda mitad de la pasada centuria.

Este año 2015, a cinco décadas de su viaje one way hacia el más allá, en el más acá, en medio de este desolador y aburridísimo paisaje vacío de gloria, confieso recordar con cierta nostalgia a Sir Winston Churchill, el coloso del siglo XX por excelencia. Por supuesto que no lo conocí personalmente –ni falta que hace aclararlo–, pero tratar de explorar su mente y sus modos, sea desde sus escritos, sus discursos o de sus geniales ocurrencias, es una aventura intelectual y psicológica tremenda.

Churchill vivió tanto –90 años– como para ver los desarrollos más importantes de la humanidad reciente: dos guerras mundiales, para empezar. Y vio esa explosión de inventiva y creatividad que construyó el avión, el automóvil o la radio. Fue soldado de imperio, hombre a caballo, conductor de una guerra, pintor, escritor (por eso premio Nobel de Literatura), orador, maestro de los medios de comunicación… y tan fino fumador que una vitola de puros lleva su nombre. Los cuentos de copas quedan para otro día. Fue conservador, fue liberal… y otra vez conservador. Pero, al final, la encarnación misma de una magnífica fórmula de aprecio por lo bueno de la tradición y lo espectacular de la innovación, del cambio, de la evolución. Fue hombre de progreso y mil cosas más, todo muy difícil de sintetizar como tan magistralmente lo consiguió, por ejemplo, Sir Isaiah Berlin en Personal Impressions.

De Churchill quiero destacar apenas algunas cosas que me gustaría ver en los insípidos políticos y aspirantes a líderes de estos tiempos, que no necesitarían defender una isla de la voracidad genocida y expansionista de un demente totalitario como Hitler –o poner a raya a un Stalin– para ser dignos de recordación y aprecio.

La primera es su preciosa mezcla de intelecto y sabiduría práctica, es decir, su juicio político –otra vez Sir Isaiah Berlin–. Esa capacidad para analizar e interpretar el mundo que le rodea con la inteligencia del genio y el tino suizo de Wilhelm Tell. Esa habilidad para tomar decisiones oportunas sin las intrincadas reflexiones teóricas del filósofo, y sin los intentos de forzar el mundo a entrar en un molde conceptual y utópico que no existe, salvo en la mente de los dogmáticos y los necios. Como él, pocos… Bismarck, por ejemplo. O tan diversos como Richelieu o Washington.

Una segunda cosa: su carácter y su fuerza inspiradora. Guió a un pueblo entero en su hora más dura y decisiva. Insufló coraje y heroísmo. Tenía, sí, una bestia que le acosaba y atormentaba odiosamente: la depresión… su “black dog”, su “perro negro”. Pero luchó contra el infernal canino imaginario sin permitirle que saboteara su misión. Estuvo al frente para pelear, como dijo en 1940, en los mares y océanos, en las playas, en el aire, en las colinas, con fuerza y confianza… we shall never surrender! Y así fue.

Sir Winston Churchill tenía además un elevadísimo sentido del honor, solo presente y claro en auténticos caballeros nobles. Luego del fatídico acuerdo de 1938 con Hitler, en el que la ingenuidad apaciguadora de Chamberlain firmó una de las más grandes estupideces de la historia –la misma que entregó la cabeza de checos y eslovacos a los nazis–, dijo: “Les dieron a elegir entre el deshonor y la guerra. Optaron por el deshonor y tendrán guerra”.

Tercero: Churchill fue un constructor con miras de gigante. Sus ojos eran binoculares de largo alcance. Fue un hombre capaz de vivir, sentir y obrar muy por encima de las pequeñeces, de las contingencias insignificantes y de las mezquindades. Se sentó con los líderes mundiales de su época para dibujar el orden mundial y poner freno inmediato al peligro más temible, que era el apetito geopolítico de la esvástica. Desde la isla asediada vio todo: las oportunidades, los riesgos, los costos, al enemigo de postguerra detrás de la Cortina de Hierro. Churchill levantó a su país de los escombros físicos y anímicos de la destrucción bélica.

En cuarto lugar, están sus ideas e ideales, la humanidad que tenía en su mente y los valores que energizaban su espíritu. No solo unió a un país para sobrevivir y vencer, sino que además tenía una visión del mundo fanática de la libertad. No veía rebaños de idiotas como los vio el fascismo, ni prisioneros numerados como los tuvo el comunismo. En su concepción política, económica y social había familias, grupos e individuos con vidas, proyectos, sueños y talentos únicos que debían fluir libremente en una sociedad de progreso y prosperidad.

Finalmente, Sir Winston Churchill era devoto de las instituciones. Valoraba la sabiduría decantada por años en ellas –siglos, en realidad– y la reverenciaba con un respeto sin igual. Cuando humildemente inclinó su cabeza ante aquella joven de veinte y tantos años que ascendía al trono, Su Majestad Elizabeth II, lo hizo ante una institución. Y cuando obedeció sistemática y sinceramente los mandatos de la ley, aceptando sus licencias y limitaciones, lo hizo como un caballero y por su convicción de que las buenas instituciones son los fundamentos de la estabilidad, la concordia, la convivencia y el avance.

Vuelvo a pensar en nuestro presente. Pienso en los desafíos que enfrentamos, demandantes de tanto coraje y compromiso como antaño. Pienso en las decapitaciones del Estado Islámico, en atentados como el de Charlie Hebdo en París, en los dictadores que se sientan cómodos en sus tronos de palo, sonrientes ante la escalofriante ausencia de virtud y valentía. Pienso en los inquietantes desarrollos europeos, como la emergencia de nacionalismos, populismos y movimientos desastrosos que prometen lamentos no muy lejanos, como los habrá en Grecia y como ojalá no los haya en España. Pienso en la mediocridad institucional latinoamericana y en la degeneración occidental que acusa Niall Ferguson en sus libros y conferencias. Pienso en todo eso y solo veo gobernantes y políticos de verbo acomodaticio y timorato, veletas débiles que se mueven con el vientecillo del día y apuntan hacia donde el antojo de la popularidad indica. Solo veo personas carentes de las convicciones y el carácter necesarios para expresar los principios y valores de una sociedad libre, próspera y armoniosa. Por eso he escrito lo que llaman un éloge, un tributo a un ser humano imperfecto como todos, lleno de contradicciones y hasta de temores, pero que en suma contribuyó decisivamente en el combate al colectivismo y la barbarie. Un reconocimiento que creo justo para quien, como otros, ha ayudado a forjar el mundo libre de hoy.

Columna
El Líbero, 16.02.2015
Rafael Rincón-Urdaneta Z., analista político venezolano e investigador de la Fundación para el Progreso

 Bibliografía
BÉDARIDA, Francois: Churchill. Fondo de Cultura Económica, México DF 2002
BLACK, Edgar: Churchill. Grijalbo, México DF 1966
BRENDON, Piers: Winston Churchill. Juventud, Barcelona 1988
CANTALAPIEDRA CESTEROS, Luis: Winston Churchil. Dastin Export, Madrid 2004
FOIX, Lluis: Winston Churchill: genio político del siglo XX. ‘Historia y Vida, N*433 (2004)
GILBERT, Martin: Churchill. Emecé, Buenos Aires 1994
HAFFNER, Sebastian: Winston Churchill. Una biografía. Destino, Barcelona 2002
JENKINS, Roy: Churchill. Península, Barcelona 2008
KERSAUDY, Francois: De Gaulle y Churchill. Editorial El Ateneo, Buenos Aires 2004
MANZANO, Rafael: Sir Winston Churchill. Juventud, Barcelona 1966
PASTOR, Pilar: Winston Churchill. Ediciones Rueda, Madrid 1996
PEARSON, John: La dinastía Churchill. Javier Vergara Editor, Buenos Aires 1993
ROBBINS, Keith G.: Churchill. Biblioteca Nueva, Madrid 2003
RUSSELL, Douglas S.: Churchill soldado. Inédita Editores, Barcelona 2008
TUSELL, Javier: Winston S. Churchill. Un león de la política. ‘Clío’, N*5 (2002)