Fría máquina de matar

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La Tercera, 07.10.2017
Álvaro Vargas Llosa, historiador y columnista peruano
  • Se cumplen 50 años de la muerte del Che Guevara. ¿Qué queda de él? Dos cosas: una iconografía capitalista, es decir un producto de la sociedad de consumo que odió, y la penosa Revolución Cubana que trató, sin éxito, de exportar.

De tanto en tanto, me detengo a la entrada de algún museo, un mercado de pulgas o en la Quinta Avenida de Nueva York y pregunto a los jóvenes prósperos que llevan su camiseta qué saben de él. Invariablemente es muy poco o casi nada lo que saben, pero no es infrecuente que me respondan: “Murió por sus ideales”.

Su iconografía, como la de James Dean, se benefició de su temprana muerte (sacralizada por la foto famosa de Freddy Alborta en la que su cadáver parece el de Cristo) y, como la de Justin Bieber, por esas fotos de chico joven que juega a ser malo (especialmente la de Alberto Korda).

Todo esto es bastante inofensivo, pero ¿es justo que la historia haya sublimado al Che? Es mejor que sea así a que siga inspirando a otras “máquinas de matar”, según la fórmula que él mismo utilizó en su “Mensaje a la Tricontinental” para describir, elogiosamente, lo que debe ser un revolucionario.

Jean-Paul Sartre lo llamó “el hombre más completo” de nuestra era.

En realidad, fue el más completo ejemplar de una especie aborrecible: el totalitario. Muchos episodios lo retratan “sediento de sangre”, la expresión que utilizó, en una carta a su mujer, poco después del desembarco en Cuba para hacer la revolución. Especialmente su paso por la cárcel de La Cabaña, que dirigió los primeros meses de 1959 y donde fusiló sumariamente a cientos de adversarios, reales y supuestos (en un texto que escribí hace algunos años recogí el testimonio del capellán de La Cabaña, Javier Arzuaga, y del abogado José Vilasuso, que participó en los procesos sumarios).

Quería una sociedad totalitaria. Nasser, el líder egipcio, escribió en sus memorias que el Che le explicó que la profundidad del cambio se medía por el número de personas “que sienten que no hay lugar para ellas en la nueva sociedad”. Participó en la creación de la policía política (G-2) y el grupo de adoctrinamiento para militares (G-6), y tuvo un rol clave, durante sus tratos con Moscú, para convertir a Cuba durante en una cuasi colonia soviética.

Sus ideas sobre la justicia social las pudo practicar cuando estuvo a cargo del Banco Nacional y el ministerio de Industria. Se las arregló, entre otras cosas, para que la producción de azúcar cayera a la mitad y la industrialización fuera un fracaso. En lugar de que Cuba superase a Estados Unidos en 1980 en ingreso per cápita (el pronóstico que había hecho), ese año todos los productos básicos estaban franciscanamente racionados por su escasez. Su contribución a ese fiasco fue directa.

Tampoco puede decirse que fuera un revolucionario con gran sentido estratégico: sus expediciones al Congo y a Bolivia fueron un desastre, y la última, para colmo, le costó la vida. No supo entender que los campesinos bolivianos, que ya se habían beneficiado de una reforma agraria, lo último que querían era a un argentino cubanizado pegando tiros en sus montañas, y que los comunistas bolivianos estaban aburguesados (y altamente desmoralizados porque perdían elecciones aplastantemente cuando las había).

Todo esto lo ignoran las nuevas generaciones. El slogan de un jabón en polvo anuncia: “El Che lava más blanco”. Es al revés: la historia lo ha blanqueado a él. Pero dudo mucho que a la fría máquina de matar este destino purificado lo hubiese honrado.

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