La historia me absolverá. Los 90 años de Fidel Castro

Columna
El Demócrata, 20.08.2016
Ángel Soto, historiador, profesor (U. de los Andes) e investigador (CEUSS)

Pensó que la historia lo absolvería. Al menos eso tuvo en mente cuando en  octubre de 1953, después de haber participado en el asalto al cuartel Moncada el 26 de julio de ese año, un joven Fidel Castro de tan solo 27 años pronunció su discurso de autodefensa frente al tribunal que finalmente lo condenó a quince años de prisión en el presidio de Isla de Pinos. Condena que sin embargo no cumplió ya que salió al exilio en México dos años más tarde. Lugar desde donde organizó el desembarco que lo llevó de regreso a Cuba en 1956 con 30 años de edad.

Han pasado más de 60 años desde aquel momento fundante de la revolución, y hoy un nonagenario líder revolucionario sigue marcando el interés de -literalmente- casi todo el mundo.

Con tan solo 32 años —pero cumpliría los simbólicos 33 ese 1959—, Fidel entró en La Habana  para hacerse del control de Cuba y a partir de ese momento gobernar la isla como Presidente sin contrapesos hasta ser sucedido —recién en el 2008— por su hermano menor Raúl. Acto que en ningún caso significó su alejamiento del poder, al contrario, sus “Reflexiones” publicadas a partir de entonces en el periódico Granma son una especie de custodia de la pureza doctrinaria de la revolución,  en tanto que sus esporádicas apariciones son imposibles que nos dejen indiferentes.

Con sus 90 años recién cumplidos —nació el 13 de agosto de 1926— ya no aparece en público con la chaqueta guerrera verde oliva sino que viste un buzo deportivo de marca conocida. Algunos se preguntan, ¿realmente está vivo? ¿será él? De no haber una información oficial  damos por hecho que sí. Sus 90 años hablaran bien de su estado físico, más de alguno alabara la medicina cubana, en tanto que otros podremos defender nuestro gusto por los habanos.

Y es que la vida de Fidel ha sido un enigma. Una vida privada cuidadosamente custodiada. Lo que sabemos es que fue un buen deportista destacando su gusto por el béisbol y el baloncesto. Gran orador y un hombre de poco dormir. Sus partidarios y detractores cuentan obnubilados los encuentros en que —hasta altas horas de la madrugada e incluso el amanecer— escucharon sus monólogos acompañados de una memoria prodigiosa.

Visita obligada cual ritual de peregrinación de la izquierda —una mandataria corrió cuando supo que la recibiría— no deja indiferente tampoco a la derecha, que también se ha jactado y quiere ser recibida por uno de los líderes del siglo XX… y del XXI. La imaginación es poca, cuando pensamos en lo que será su funeral.

Hijo de Ángel Castro, un inmigrante gallego que se enriqueció al llegar a la Isla, su madre fue Lina Ruz, de quien se decía los llamaba a comer disparando un tiro al aire y no le perdonó haber expropiado la finca de la familia. Tuvo 6 hermanos: dos hombres, Ramón y Raúl, y cuatro hermanas: Juana, Emma, Agustina y Ángela, esta última la mayor de los Castro Ruz.

Competitivo, siempre quiso ser el primero. Estudió con los jesuitas y más tarde entró a Derecho en la Universidad de La Habana.

Clive Foss, uno de sus biógrafos, escribió que “Fidel siempre guardó cierto resentimiento hacia la clase alta debido a las experiencias vividas durante su etapa escolar” (Fidel Castro, Madrid: Swing, 2007, p. 22). Quizás hay algo de verdad en esto, como también el entorno austero en el que vivió, pese a la riqueza de su familia. Sin embargo, el contexto político histórico de Cuba —en toda su larga dimensión— es lo que debe hacernos entender su actuar.

Mucho se ha escrito —y seguirá escribiéndose— sobre su gobierno con todo tipo de defensas y descalificaciones.  Verdades, mentiras, todas ellas forman parte de un hombre que sencillamente logró seducir al mundo.

Poseedor de un liderazgo y rebeldía innata cautivó incluso hasta la misma prensa norteamericana la que fue benévola en su visita de abril de 1959 a Estados Unidos. Medios de comunicación de todo el mundo que hasta el presente lo tratan con menos dureza que la que aplican a otros dictadores. No creo que la historia lo absuelva —aunque tampoco corresponde ser al historiador un juez de un tribunal— pero no cabe duda que la prensa, al menos, ha hecho lo posible por reducir la condena.

Haber derrotado y ser capaz de golpearle la mesa a ese gigante Estados Unidos que tiene al frente es un acto que a los ojos del discurso antiimperialista es sencillamente un acto heroico que ¿perdona todo?

El novelista argentino Marcos Aguinis, en su libro La pasión según Carmela, relata —en la que en mi opinión es una de las mejores novelas ambientadas en la revolución— la atracción épica e incluso seductora que produjeron estos “barbudos” con la causa redentora que decían defender. Escribe: “Fidel daba a la Revolución cubana un aliento nuevo que se extendía al mundo. Los dictadores de América latina debían preparar sus maletas y los intelectuales más destacados de los cinco continentes nos aplaudían con fervor, nos hacían visitas, nos estudiaban” (Buenos Aires: Editorial Sudamericana, 2008, p. 181).

He tenido la suerte de estar un par de veces en Cuba —y volvería una y otra vez—. Pero una de las preguntas aún sin contestar es: ¿por qué sigue? ¿por qué los cubanos no se sublevaron? Sí, la represión y el miedo de decir algo incorrecto es parte de esa explicación. Otros señalan que al ser una isla rodeada de tiburones no hay mucho donde escapar —aún así los balseros se lanzan en la búsqueda de la libertad—, pero lo más increíble es constatar la falta de confianza. No saber si quien tienes al frente nos dice la verdad, lo que es correcto que diga para no meterse en problemas, o lo que el turista quiere escuchar.

El 26 de julio del 2008, en su día nacional, me tocó presenciar en Cuba no sólo la celebración de los 55 años de la Revolución, acto en el que Raúl Castro asumió como Presidente y cuyo discurso estuvo dedicado a su hermano. Por la tarde, ya caída la noche, caminé por el Malecón observando y buscando el ambiente de fiesta que -de manera ignorante- esperaba ver, y del que me habían hecho expectativas. Nada de eso. Algunas torres de parlantes con pésimo sonido retumbaban una música sin que a su alrededor hubiera gente bailando y nada más alejado del carnaval, mientras las banderas negras frente a la oficina de intereses de los Estados Unidos se interponían a la estatua de Martí que le apuntaba.

A los señores magistrados, mi sincera gratitud por haberme permitido expresarme libremente… sé que la cárcel será dura como no lo ha sido nunca para nadie… pero no la temo… Condenadme, no importa, la historia me absolverá” (Fidel Castro, La historia me absolverá, La Habana: Publicaciones del Consejo de Estado, 2005).

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