Lenin o el criminal perfecto

Columna
Pulso, 18.04.2017
Mauricio Rojas, académico (FPP) y director de la Cátedra Adam Smith (U. del Desarrollo)
Para el padre del totalitarismo y el partido-Estado la revolución comunista justificaba cualquier medio de acción, incluido el terror

Hace cien años, en 1917, un noble hereditario ruso conocido como Lenin dio inicio a la construcción del primer Estado totalitario. Lo hizo con la ilusión de crear un paraíso terrenal, pero creó el infierno más terrible que se haya conocido. Con el tiempo, sus seguidores llegarían a gobernar sobre más de una tercera parte de la humanidad, imponiendo terribles dictaduras mesiánicas que costaron más de cien millones de vidas humanas.

¿Cómo ha sido posible desencadenar tanto crimen y tanta opresión en nombre de tan elevados ideales? ¿Cómo se transforman los idealistas más convencidos en genocidas despiadados? ¿Cómo se forma aquella “fría máquina de matar” en la que “Che” Guevara nos incitaba a convertirnos a fin de realizar la redención de la humanidad? Esas son las preguntas que he tratado de responder en mi reciente libro Lenin y el totalitarismo (Debate).

La clave de la respuesta nos la dio Albert Camus ya en 1951, al escribir lo siguiente en su gran obra El hombre rebelde: “Estamos en la época de la premeditación y del crimen perfecto. Nuestros criminales […] son adultos, y su coartada es irrefutable: es la filosofía, que puede servir para todo, hasta para convertir a los asesinos en jueces”. Así describió Camus la esencia de aquel fenómeno que sembró el terror durante el siglo XX: el surgimiento del criminal político perfecto, aquel que no tiene reparos ni límites ya que está convencido de que mata en nombre de la razón y el progreso. Se trata de una nueva estirpe, la del revolucionario profesional, ese “creyente sin Dios” y “héroe sin ambigüedades” que Mijaíl Bakunin anunciaba ya en 1869.

El hombre que llevó a la perfección el arquetipo del revolucionario profesional y lo convirtió en el engranaje clave de aquella maquinaria política, el partido bolchevique, que lo llevaría al poder fue Vladímir Ilich Uliánov alias Lenin. Su historia nos remonta a la Rusia imperial en la que nació, en 1870, en la ciudad de Simbirsk, a orillas del Volga. Fue el tercer hijo de una familia noble que gozó de una infancia privilegiada y se distinguió como un alumno brillante del Instituto Clásico de su ciudad natal. Su vida se torció, sin embargo, la madrugada del 8 de mayo de 1887, cuando su admirado hermano mayor, Alexánder, fue ahorcado en la fortaleza de Schlüsselburg a consecuencia de un intento fallido de asesinar al zar Alejandro III.

La muerte de Alexánder puso al joven Vladímir en la senda de la revolución. Se volcó con pasión a leer los libros de su hermano, tratando de entender el camino que este había seguido. La lectura más significativa fue la novela ¿Qué hacer?, de Nikolái Chernyshevski. Se trataba de un texto célebre que, según afirma Orlando Figes en La revolución rusa, “convirtió más gente a la causa de la revolución que todas las obras de Marx y de Engels juntas”.

El personaje clave de la novela, Rajmetov -caracterizado como un prodigio de disciplina ascética que comía carne cruda y dormía sobre una esterilla incrustada de clavos para fortalecer su espíritu-, así como sus asociados en una comunidad de revolucionarios absolutamente entregados a su causa, influyeron profundamente al joven Lenin, dándole una explicación del sacrificio de su hermano y aquel modelo de “revolucionario total” del cual ya nunca se apartaría.

Siguiendo ese modelo, encarnado en la década de 1870 por las organizaciones terroristas de los así llamados “populistas” (narodniki) rusos, Lenin formará, a partir de 1903, una organización centralizada de revolucionarios profesionales, “hombres que no consagren a la revolución sus tardes libres, sino toda su vida”, como escribirá en el primer número de Iskra, su famoso periódico clandestino, hombres que, literalmente, son del partido y para quienes no habrá nada superior a la “orden de partido”.

De los revolucionarios populistas Lenin también aprendió que todos los medios, incluido el terror, eran legítimos para promover su causa. Usar uno u otro medio era un asunto no de moral sino de carácter meramente práctico. Por ello escribe en Iskra que el partido revolucionario “admite como buenos todos los procedimientos de lucha, siempre que correspondan a las fuerzas de que el partido dispone y faciliten alcanzar los mejores resultados posibles dadas determinadas condiciones”, puntualizando luego: “En principio nunca hemos rechazado, ni podemos rechazar, el terror. El terror es una de las formas de acción militar que puede ser perfectamente adecuada e incluso esencial en un momento definido de la batalla”.

Y así fue. A partir de la toma del poder en noviembre de 1917 los bolcheviques desencadenaron una política de terror nunca antes vista que culminará, en la década de 1930, con la muerte de millones de campesinos y disidentes y la creación del terrible sistema de campos de concentración conocido como Gulag.

Surgirá así una sociedad totalitaria, donde nada ni nadie quedará fuera del poder del partido-Estado. El costo humano fue extraordinario, pero no dejó de encontrar entusiastas partidarios por doquier, nuevos “creyentes sin Dios” que pensaban que ese era el precio del progreso. Cuando llegaron al poder impusieron dictaduras similares a la soviética. Cuando no lo lograron, como en Chile, debieron conformarse con ser cómplices de los crímenes de sus camaradas, justificándolos y aplaudiéndolos. A pesar de ello todavía hoy tienen la desvergüenza de decir que su partido tiene más de cien años de vida “con la conciencia y las manos limpias”.

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