Libros: El verdadero poder de Putin

Reseña de libros
Política Exterior, N*179 (septiembre-octubre 2017)
Benjamin Nathans
  • A principios del siglo XXI parecía que Rusia transitaba hacia una democracia de mercado ‘normal’ y que su flamante presidente buscaba de forma serena el interés nacional. Hoy hablamos de ‘un nuevo zar’.

Es habitual que las biografías de los líderes ofrezcan un momento trascendental, preferentemente en una etapa temprana de su vida, que cristaliza un rasgo de su carácter o les sirve de lección crucial para su vida posterior. En el caso de Yuri Andropov, perdurable jefe del KGB (1967-82), breve líder de la Unión Soviética (1982-84) y, lo más decisivo para su suerte futura, mentor del joven Mijail Gorbachov, ese momento llegó en otoño de 1956. Desde su ventana de la embajada soviética en Budapest, Andropov vio con horror cómo, en el lapso de una semana de octubre, una manifestación estudiantil se convertía en un levantamiento popular que hizo caer al gobierno comunista y amenazó con retirar a la República Popular de Hungría del Pacto de Varsovia.

Por esa misma ventana podía ver las figuras de los oficiales de la policía secreta húngara esquivando la luz de las farolas. A pesar de que las tropas rusas aplastaron con éxito la insurrección, durante la cual resultaron muertos miles de civiles húngaros y cientos de soldados soviéticos, los sucesos de Budapest marcaron para Andropov y para el KGB el nacimiento del “complejo húngaro”; el miedo mortal a que grupos pequeños de ciudadanos desatasen movimientos para derrocar al gobierno comunista con el apoyo directo (en el caso húngaro) o indirecto de Occidente.

Una década después se desarrolló un drama similar en otra avanzadilla soviética del límite occidental del imperio de Moscú. La ciudad fue Dresde, el año, 1989, y la avanzadilla, la mansión del KGB en Angelikastrasse, enfrente del cuartel general de la Stasi. Varios miles de manifestantes lograron traspasar la verja de la Stasi y saquearon jubilosamente el edificio mientras los hoscos agentes de los servicios secretos miraban sin intervenir. Desde una ventana al otro lado de la calle observaba también el teniente coronel Vladimir Putin, de 37 años, temporalmente a cargo en la mansión de sus voluminosos archivos secretos y de los cuatro miembros del personal. Poco después del anochecer, un grupo reducido abandonó el edifico de la Stasi con la intención de hacerse con una victoria similar contra el KGB.

Según el apasionante relato de este episodio tantas veces citado que hace Steven Lee Myers, reportero de The New York Times, en El nuevo zar, Putin hizo una llamada urgente al mando militar soviético de la zona pidiendo refuerzos para proteger el edificio. Recibió por toda respuesta que no se podía hacer nada sin las órdenes de Moscú, y que “Moscú no se pronunciaba”. Con su carrera y un tesoro de documentos altamente clasificados en juego, Putin decidió tomar las riendas del asunto. Se acercó a la verja exterior de la casona solo y desarmado, y anunció a la multitud allí congregada: “Este edificio está rigurosamente vigilado. Mis soldados tienen armas y les he dado órdenes de abrir fuego si alguien entra en el recinto”. La idea funcionó, al menos en un sentido. La multitud volvió al edificio de la Stasi, dejando intacta la mansión y su contenido. Pero si bien Putin ganó la batalla, la Unión Soviética perdió la guerra.

¿Qué enseñanza extrajo Putin de este episodio, aparte de su posterior utilidad con propósitos biográficos? Obsesionado con la frase “Moscú no se pronuncia”, vio en ese silencio el síntoma de una “enfermedad llamada parálisis. La parálisis del poder”. En consecuencia, no hace falta buscar en las “revoluciones de colores” de Georgia (2003) y Ucrania (2004), por no hablar de las recientes manifestaciones en Moscú contra el fraude electoral (2011-12), el origen de la aversión visceral de Putin a las protestas ciudadanas.

Al igual que la mayoría de las personas que se han labrado una carrera en los servicios secretos, Putin nunca habría sido un representante verosímil de la política deliberativa y pluralista. No obstante, a principios del siglo XXI, parecía que lo impulsaba la búsqueda serena del interés nacional de Rusia tras la desintegración y la caída libre de la década de 1990, que él contrarrestó mediante la renacionalización de los principales activos del país, ‒el petróleo, el gas y los metales preciosos‒, recobrando así la capacidad del Estado. El Moscú postsoviético llegó a acoger más multimillonarios que cualquier otra ciudad del mundo, al tiempo que una próspera clase media empezaba a desplegar sus alas tanto allí como en San Petersburgo y otras ciudades rusas. Los negocios traspasaron también las fronteras nacionales cuando China y la Unión Europea se convirtieron en grandes consumidores de petróleo y gas rusos. Putin impuso en el país algo parecido a la ley y una buena dosis de orden, al tiempo que Rusia se unía, o intentaba unirse, a las organizaciones multilaterales (G8, Organización Mundial del Comercio, Organización para la Seguridad y la Coo­peración en Europa. Todas estas líneas se interpretaron como causa y, al mismo tiempo, efecto de la transición de Rusia hacia una democracia de mercado “normal”.

¿Qué pasó? ¿Por qué descarriló la Rusia de Putin? ¿Por qué en Occidente las conversaciones (por no mencionar los títulos de los libros aquí reseñados) ya no hablan de transición, sino de regresión con un “nuevo zar”, un “nuevo imperio ruso” y una “nueva guerra fría”? A los estadounidenses les gusta pensar que una clase media en expansión difunde la libertad política y el Estado de Derecho; que el comercio entre países reduce el riesgo de guerra, y que, al menos a largo plazo, la democracia genera el bien mayor para la mayoría. El historiador Moshe Lewin sostenía que Gorbachov, hasta el momento el más importante democratizador de Rusia, formaba parte de una mayoría emergente de urbanitas de “cuello blanco” con estudios, y que la perestroika no fue exclusivamente producto de un puñado de reformadores del Partido Comunista, sino también de la modernización acumulada de la propia sociedad soviética. En la historia social rusa había corrientes profundas que fluían en la dirección de la liberalización, y Gorbachov se subió a ese tren.

Actualmente, esta manera de ver las cosas, así como las gratas hipótesis que hay detrás de ella, están siendo sometidas a un examen histórico no solo en Rusia, sino también en China, Polonia y otros países. Los miembros de la clase media rusa que aparecen en Putin Country, un estudio de la vida en la ciudad de provincias de Chelyabinsk obra de la periodista Anne Garrels, difícilmente se ajustan al molde liberalizador de Lewin. Inmersos en redes de corrupción que van desde el voto múltiple hasta el periodismo a sueldo, y desde la evasión del servicio militar hasta la subasta de las admisiones a la universidad, culpan de la mentalidad del “todo está en venta” precisamente al neoliberalismo importado de Occi­dente en los años noventa. Los protagonistas de Garrel se adhieren más bien a las estrategias rusas de adaptación y evasión de probada eficacia. En vísperas de las recientes elecciones, por ejemplo, los estudiantes de la Universidad Estatal de Chelyabinsk fueron informados de que, para expresar su agradecimiento por las becas del gobierno, tenían que dar su apoyo a Rusia Unida, el partido de Putin. Con el fin de comprobar que así fuese, los funcionarios les exigieron que, al ir a votar, utilizasen sus teléfonos móviles para fotografiar las papeletas. Algunos cumplieron lo exigido empleando un truco. Pusieron un hilo con la forma de una cruz junto a la opción Rusia Unida, fotografiaron la papeleta, quitaron el hilo y votaron lo que quisieron.

El politólogo Vladimir Gel’man asegura en Autho­ritarian Russia que estas microestrategias de adaptación son precisamente las que contribuyen a perpetuar la política autoritaria de Rusia. Al igual que la mayoría de los políticos, los líderes rusos no son más que “maximizadores racionales del poder”. La diferencia es que ellos se mueven en un país prácticamente libre de restricciones institucionales y políticas a la acción de las élites. Por consiguiente, Gel’man muestra poco interés en la visión del mundo de Putin. “Probablemente, desde la caída de la URSS, la ideología como tal haya sido el factor menos significativo de la política rusa”.

Putin consiguió abolir impunemente las elecciones regionales de los gobernadores provinciales para nombrarlos él mismo. Su predecesor, Boris Yeltsin, también impunemente, sacó los tanques para que abriesen fuego contra el Parlamento ruso elegido por el pueblo y modificó la Constitución para reforzar el poder ejecutivo. Ambos fueron ataques no a rivales concretos, a partidos opositores o a medios de comunicación independientes, sino a las estructuras fundamentales del proceso democrático y, a pesar de ello, apenas dieron lugar a un amago de protesta. Hay que reconocer que la Rusia que surgió de 74 años de socialismo soviético ya era profundamente autoritaria antes de que Putin pisase el Kremlin.

Efectivamente, como recuerda el politólogo Andrei Tsygankov en The Strong State in Russia, tras los anteriores desmoronamientos catastróficos de los últimos 1.000 años, provocados bien por rebeliones internas, bien por invasiones desde el exterior (o por ambas cosas), Rusia siempre ha restaurado un Estado fuerte y centralizado. Es cierto que ese Estado ha adoptado diversas formas, pero todas ellas están atravesadas por una característica común: la tendencia a que el poder resida en las personas más que en las instituciones. Y si bien puede que Rusia sea famosa por sus oligarcas, estos han estado demasiado ocupados maquinando unos contra otros como para formar una auténtica oligarquía.

En The Less You Know, the Better You Sleep, el veterano periodista David Satter sostiene que en la política de Putin ha habido pocos cambios, y que la consolidación del gobierno autoritario había empezado en época de Yeltsin. Su análisis gira en torno a la velada acusación de que, en otoño de 1999, los servicios de seguridad rusos (FSB, por sus siglas en ruso) orquestaron directa o indirectamente una serie de bombardeos de edificios de viviendas en las ciudades de Buynaksk, Moscú, Volgo­donsk y Riazán (este último desbaratado por la alerta de algunos de sus habitantes), para luego proclamar falsamente que habían sido obra de los separatistas chechenos. Esto proporcionó al entonces primer ministro Putin, antes director del FSB, un pretexto para iniciar la segunda guerra de Moscú contra la escisión de Chechenia. Los primeros en lanzar estas acusaciones en 2002 fueron Yuri Felshtinsky y Alexander Litvinenko, un desertor del FSB envenenado en Londres cuatro años después por un enviado del mismo FSB que utilizó polonio 210.

Satter está convencido de que fueron actos terroristas patrocinados por el Estado contra sus propios ciudadanos. Sostiene además que los horribles sucesos en el teatro Dubrovka de Moscú en 2002 y en la Escuela Número Uno de la ciudad norcaucásica de Beslán en 2004, en la que murieron un total de más de 500 personas, entre ellas casi 200 niños, fueron “resultado de la provocación rusa” diseñada para consolidar aún más el poder de Putin en nombre de la guerra contra el terrorismo. Las estremecedoras acusaciones de Satter no se distinguen solo cuantitativamente, sino también cualitativamente, de las que relacionan a las autoridades rusas con el asesinato de voces discrepantes como Paul Klebnikov (2004), Anna Politkovskaya (2006), Anastasia Baburova y Stanislav Markelov (2009), Natalia Estemirova (2009) y Boris Nemtsov (2015), por citar solo los casos más destacados.

Según Putinism, del reconocido observador de Rusia Walter Laqueur, aún hoy Rusia sigue siendo incapaz “de existir sin una doctrina y una misión”. Sin embargo, al autor le resulta difícil especificar lo que él llama “la ‘idea rusa’ emergente”, en parte por la cantidad de doctrinas que compiten por la influencia (ortodoxia rusa, “euro­asianismo”, antimundialismo, nacionalismo), y en parte porque, como él mismo admite, la gran mayoría de los rusos corrientes “no están motivados por la ideología. Su psicología y sus ambiciones son ante todo las de los miembros de una sociedad de consumo”. La ubicuidad de las fabulosas teorías de la conspiración en el pensamiento político ruso contemporáneo hace que, cada cierto tiempo, Laqueur se lleve las manos a la cabeza por la frustración. En determinado momento concluye que, aparte de un vago “nacionalismo acompañado de antioccidentalismo”, después de todo “es posible que no exista ninguna ideología putinista elaborada”.

Charles Clover, periodista de Financial Times, adopta un enfoque diferente en lo que se refiere al papel de las ideas en la Rusia de Putin. Black Wind, White Snow ‒título que toma prestado de “Los doce”, el apocalíptico poema que compuso en 1918 Alexander Blok sobre los apóstoles bolcheviques que guían hacia una nueva era presenta una historia del euroasianismo, término clave entre los actuales conservadores rusos‒ marcadamente centrada en las personas (como corresponde a Rusia). Al igual que Blok, los euroasianistas originales (muchos de ellos exiliados en la Europa de entreguerras) perseguían la reconciliación con el proyecto soviético mediante la remodelación de su significado. Empezando por el aristócrata Nikolai Trubetzkoy, hicieron las paces con el bolchevismo como única manera de proteger a Rusia del violento ensimismamiento de una civilización europea en rápido declive.

El euroasianismo nació como una imaginativa teoría lingüística que, supuestamente, mostraba que las pautas tonales rusas tenían más en común con las de los pueblos de las estepas del Asia interior (Eurasia) que con las de los europeos. Para Trubetzkoy y su colaborador Roman Jakobson, las estructuras lingüísticas, además, captaban y preservaban profundas afinidades de cultura y de percepción, lo cual hacía visible para el ojo experto las verdaderas fronteras de una gran civilización euroasiática, que había amalgamado docenas y hasta centenares de tribus en una sola “zona de convergencia”. De aquí que proclamar que Rusia no era un país ni eslavo ni europeo, y que la mayoría de sus problemas provenían de intentar ser europea cuando no lo era, solo iba un paso.

El euroasianista más prolífico fue Lev Gumilev, cuya historia relata Clover en una serie de capítulos absorbentes. Hijo de Anna Akhmatova y Nikolai Gumilev, dos de los grandes poetas de la Rusia moderna, Lev Gumilev atravesó el sufrimiento que padeció su país en el siglo XX para emerger como un pensador profundo y profundamente herido. Durante la década que pasó como zek (prisionero) en el gulag, se convirtió en un sagaz observador de las relaciones humanas en el escenario primordial de los campos de concentración y desarrolló categorías de análisis que ahora reconoceríamos como pertenecientes a la psicología evolutiva y a la sociobiología.

Su época en los campos fue interrumpida por el servicio en el Ejército Rojo hacia el final de su épica batalla contra la Alemania nazi. Comparado con el gulag, escribía, “el frente parecía un centro de recreo”. A medida que se acercaba a Berlín en la primavera de 1945, se esforzaba por entender cómo un país atrasado y heterogéneo como la Unión Soviética había podido derrotar a la superioridad de la tecnología y la organización alemanas. Al final, su respuesta fue que los euroasiáticos poseían un coeficiente más alto de complementariedad y vitalidad pasional. Con el Estado soviético euroasiático desintegrándose a su alrededor, el síndrome de Estocolmo de Gumilev, como lo denomina Clover, alcanzó su apogeo, y el pensador adquirió relevancia pública como ferviente defensor del mismo Estado que había ejecutado a su padre y silenciado a su madre, que había estado a punto de matarlo de hambre a él y lo había obligado a trabajar hasta la extenuación, además de haber asesinado a millones de compañeros euroasiáticos.

Tras su muerte en 1992, su fama no hizo más que aumentar. El euroasianismo ofrecía una finalidad moral renovada a la URSS plurinacional (y a un posible Estado sucesor) que no era marxista ni nacionalista. Una “tercera vía”, en palabras de Clover, que hacía hincapié en “la afinidad inconsciente de las gentes de la Unión Soviética, la unidad milenaria de Eurasia interior y una desconfianza acechante hacia Occidente”. En los capítulos de Black Wind, White Snow dedicados a la época postsoviética, el linaje del euroasianismo empieza a desenmarañarse. Clover dirige la mirada a Aleksandr Duguin, un poderoso empresario teatral, intelectual de derechas, como portador del estandarte levantado por Trubetzkoy y Gumilev, pero la diversidad de fuentes de las que bebe nacionalista, fascista, posmoderna hacen que el ajuste resulte forzado. El método de Clover para determinar la influencia de Duguin y el euroasianismo en el Kremlin es igualmente poco convincente, ya que centra toda su atención en la ocasional aparición de palabras clave como “vitalidad pasional” o “Eurasia” en los discursos de Putin.

Si hay un terreno donde los “maximizadores del poder” rusos topan con unas restricciones ineludibles es en el rumbo de la política exterior. Ya solo en virtud de su tamaño y del número de sus vecinos (mayores que los de cualquier otro país), Rusia sigue desempeñando un papel mundial. Pero, como sostiene el diplomático y experto australiano Bobo Lo en Russia and the New World Disorder, Moscú todavía tiene que adaptarse al desorden del mundo posterior a la guerra fría o a la eficacia limitada del “poder duro” y de los paradigmas antagonistas.

Putin ha demostrado una habilidad considerable en el arte del poder blando. Sus comentarios relativos a Donald Trump durante las elecciones dieron mucho que hablar, especialmente al propio Trump, quien presumía de que Putin lo calificara de “brillante” y “genio”. En realidad, el término que utilizó Putin fue yarkii, que significa “pintoresco” o “llamativo”, una descripción de la que es difícil discrepar. Sin embargo, más significativos ‒y alarmantes‒ que cualquier adulación entre los dos despóticos personajes han sido los vínculos financieros entre el bando de Trump y diversos aliados de Putin.

El presidente ruso también ha practicado el poder blando sufragando una campaña irredentista para movilizar a millones de miembros de la etnia rusa y de rusohablantes del “exterior próximo”, como se denomina a las antiguas repúblicas soviéticas. Y, como muestra la analista política Agnia Grigas en Beyond Crimea, allá donde no se pueda encontrar una diáspora política rusa, Moscú la crea mediante la ayuda humanitaria, la saturación de los medios de comunicación y la concesión generalizada de pasaportes rusos.

¿Se puede considerar la reciente actitud asertiva de Putin como un síntoma de “reimperialización”, como insiste Grigas, o más bien de lo que Lo llama la “prolongada agonía del ajuste posimperial”, no muy diferente del intento anglofrancés de ocupar el canal de Suez en 1956 o de la brutal guerra francesa en Argelia en la década de 1950?

No hace falta suscribir la teoría de la “complementariedad” euroasiática para darse cuenta de que, con décadas y hasta siglos de convivencia entre Rusia y sus antiguas posesiones imperiales, y sin océanos u otras fronteras naturales que los separen (aparte del Cáucaso), es improbable que Rusia vaya a conducirse con discreción a corto plazo.

  • The New Tsar: The Rise and Reign of Vladimir Putin
    Steven Lee Myers
    New York: Knoph, 2016.
  • Putin Contry: A Journey Into the Real Russia
    Anne Garrels
    New York: Farrar, Straus and Giroux, 2017.
  • Authoritarian Russia: Analyzing Post-Soviet Regime Changes
    Vladimir Gel’man
    University of Pittsburgh Press, 2015.
  • The Strong State in Russia
    Andrei P. Tsygankov
    Oxford University Press, 2014.
  • Putinism: Russia and Its Future With the West
    Walter Laqueur
    Thomas Dunne/St. Martin’s, 2015.
  • The Less You Know, the Better You Sleep: Russia’s Road to Terror and Dictatorship Under Yeltsin and Putin
    David Satter
    Yale University Press, 2016.
  • Black Wind, White Snow: The Rise of Russia’s Nationalism
    Charles Clover
    Yale University Press, 2016.
  • Russia and the New World Disorder
    Bobo Lo
    Chatham House-Brookings Institution Press,
  • Beyond Crimea: The New Russian Empire
    Agnia Grigas
    Yale University Press, 2016.

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