Los inmigrantes y la ciudad

Columna
El Líbero, 01.12.2016
Mauricio Rojas, economista, académico (FPP) y director Cátedra Adam Smith (U. del Desarrollo)

Introducción

El debate sobre la inmigración ha estallado en Chile. Abrupta y atolondradamente, sin mayor profundidad, visión global o aprendizajes de otras experiencias. Cuando ello pasa, es fácil caer en el alarmismo, especialmente en un país como el nuestro que no ha sabido pensar ni orientar los crecientes flujos migratorios de la manera que ameritan.

Como debiéramos saberlo, se trata de un asunto complejo, que implica difíciles tomas de posición y decisiones acerca de la perspectiva y normativa adecuadas para enfrentarlo. Quizá por ello el que se ha rehuido el tema hasta ahora y seguimos con una legislación migratoria anacrónica y sin política de integración. El gobierno actual decidió no abordar esta materia, descartando la iniciativa legislativa tomada bajo la presidencia de Sebastián Piñera y dejando de presentar una alternativa propia. Esta es una negligencia que ahora trata de remediar con un apuro que seguramente terminará en pura improvisación y que puede costarnos caro. La experiencia internacional nos dice, con claridad, que en esta materia hay que reflexionar y actuar con prontitud pero sin pánico, antes de que los problemas superen un cierto nivel y se hagan difícilmente manejables.

Por ello mismo –a fin de fomentar el desarrollo de un verdadero debate sobre el tema– me permito publicar en El Líbero una adaptación de uno de los capítulos de mi libro Madrid, ciudad para compartir (2012), en el que presento una panorámica acerca de las maneras de abordar el tema –muy relevante en el caso chileno ya que nuestra inmigración es un fenómeno urbano– de la ciudad y los inmigrantes. Como veremos, este tema está muy relacionado pero no coincide del todo con el debate más general sobre la integración de los inmigrantes. Por ello, la panorámica que aquí se ofrece difiere en muchos aspectos de aquella habitual centrada en torno a los así llamados “modelos de integración”, con su dicotomía clásica entre modelos asimilacionistas y multiculturalistas. Sin embargo, algunas palabras introductorias acerca de este tipo de modelos de corte esencialmente normativo nos pueden ayudar a comprender algunas coordenadas fundamentales de la evolución conceptual que aquí se presenta.

Modelos explicativos y modelos normativos

El debate europeo sobre modelos de integración ha tratado de responder a una pregunta muy precisa: ¿Cómo integrar a los inmigrantes? Es una pregunta que, por su propia formulación, determina el tipo de respuestas que se ha dado a la misma. No es una pregunta cognitiva sino claramente normativa. Supone, además, un sujeto y un objeto: los inmigrantes son integrados por un sujeto aparentemente indefinido pero evidente para todos: el Estado, mediante sus políticas de integración conformadas de acuerdo a un modelo de integración determinado desde arriba, desde la esfera política y tecno-burocrática, y aplicado mediante los amplios instrumentos de intervención propios de la tradición de ingeniería social europea. Todo ello presupone, como no podía ser de otra manera en un modelo normativo, un fin de la acción integradora, una norma a alcanzar, un blueprint o diseño social hacia cuya realización se debe canalizar la actividad vital de los objetos de la intervención pública: los inmigrantes.

Como se ve, una pregunta que a simple vista parecía casi inocua encierra –como acostumbra a pasar con ese tipo de preguntas que de tan normales pasan por inocentes– un universo de representaciones respecto de la organización de la vida social y, sobre todo, de su relación con “lo público”, con la esfera política y su encarnación en el Estado y sus administraciones.

Esta tradición europea, propia de sociedades históricamente nucleadas en torno a sus fuertes Estados, contrasta con una tradición como la estadounidense, históricamente nucleada en torno a sus bases sociales, sus comunidades formadas originalmente por aquellos que querían alejarse de la presencia sofocante de los Estados europeos, para vivir una libertad ciudadana que, desde el punto de vista del Viejo Mundo, parecía asombrosa. El famoso libro de Tocqueville Sobre la democracia en América da cuenta de ese asombro acerca de ese mundo creado desde abajo, desde la libertad individual y la fortaleza de la sociedad civil, que no solo había generado una sociedad incomparablemente más cohesionada, y por ello más estable que las europeas, sino la democracia moderna. Lo más sorprendente desde la perspectiva europea era que la fuerte cohesión social “americana” se basara en la diversidad autogenerada por una gran libertad ciudadana y no en la homogeneidad impuesta y tutelada por el Estado.

Recordar todo esto es importante para comprender la historia del debate sobre la inmigración, ya que éste nacerá, como pronto lo veremos, en el gran país de los inmigrantes, Estados Unidos, y reflejará, naturalmente, su universo mental tan diverso del europeo. Por ello, la pregunta central que se plantea y guía el desarrollo de la sociología estadounidense de la inmigración y de su incorporación a las nacientes ciudades norteamericanas no será ¿Cómo integrar a los inmigrantes? sino ¿Cómo se integran los inmigrantes?

Parece casi un juego de palabras, pero esta nueva pregunta encierra, tal como la anterior, una serie de supuestos de la mayor importancia tanto sobre el sujeto de la integración como acerca de la construcción misma de la sociedad y el papel del Estado a ese respecto. Pero, ante todo, cabe resaltar que no se trata ya de una pregunta de carácter normativo sino cognitivo, académica y no política, que busca modelos que puedan explicar la realidad y no modelos para formarla. Aspira, en suma, a saber cómo son las cosas y no cómo deberían ser.

El punto de partida es, en este caso, la idea de que los inmigrantes no son integrados sino que se integran a sí mismos, como siempre lo han hecho en Estados Unidos, a través de sus propios esfuerzos y con el apoyo de sus comunidades y redes sociales, es decir, de la sociedad civil. Pero ello no es algo que solo valga para los inmigrantes. Toda política de integración o la ausencia de la misma, como en este caso, refleja la idea que la sociedad en cuestión tiene de sí misma: la sociedad estadounidense se concibe a sí misma como una sociedad hecha desde abajo, desde los individuos y la sociedad civil, y no desde arriba, desde el Estado. Por ello es que en Estados Unidos hay política de inmigración pero no política de integración: el Estado o la clase política no tiene el blueprint o modelo de la sociedad ya que la sociedad no es modelada sino que “se modela” a sí misma. El Estado y la política existen para crear las mejores condiciones de esa autocreación social, de esa famosa “pursuit of happiness” (“búsqueda de la felicidad”) de que habla la Declaración de Independencia de los Estados Unidos, que no es otra cosa que la realización de la libertad individual y que, en cuanto a su contenido, no está definida por el Estado sino por cada individuo, creando así una sociedad pluralista y, a la vez, cohesionada. Pluralista por su libertad y cohesionada en torno a la defensa del conjunto de principios y regulaciones que la sustentan.

Se trata, en suma, de dos preguntas que reflejan dos mundos o, mejor dicho, dos concepciones del mundo. Europa ha afrontado la cuestión de la inmigración desde sus premisas históricas, desde su tortuoso pasado en búsqueda de una cohesión social impuesta desde arriba y con aspiraciones homogeneizadoras. Su diversidad fue históricamente su problema, el mar de fondo que los Estados nacionales trataron de domeñar, como el rey persa Jerjes, a latigazos. Por ello saltaron todas las alarmas ante la inmigración y su diversidad. Y de inmediato surgió una búsqueda no de explicar sino de normar, no de dejar hacer sino de hacer. Surgieron así los “modelos de integración”, esos intentos de ordenar el “desorden” de la diversidad, que asumieron formas asimilacionistas o multiculturalistas, que en el fondo son, por sorprendente que parezca, ideas gemelas, ambas basadas en la homogeneidad impuesta y bien administrada, ya sea de un gran colectivo o de un conjunto de pequeños colectivos, cada uno de ellos definido por su homogeneidad interna en torno a su cultura, etnicidad, “raza” o lo que sea. Se trata de propuestas que nada tienen que ver con la diversidad propia de una sociedad pluralista, que se basa en la mezcla, la movilidad, el mestizaje, las identidades múltiples y variables o, en fin, la libertad. Por ello es que Europa pudo, en su momento, bascular tan fácilmente del asimilacionismo al multiculturalismo, ya que, en el fondo, no cuestionaba su búsqueda de la homogeneidad y del orden desde arriba, aunque esto se haga creando y administrando desde el Estado minisociedades separadas.

Ciudad e inmigración: la Escuela de Chicago

Ciudad e inmigración han sido, desde los albores de la civilización, realidades fuertemente interdependientes. La ciudad histórica no es otra cosa que el producto de una constante inmigración, sin la cual las ciudades difícilmente habrían podido sobrevivir tomando en consideración su carácter extraordinariamente depredador de vidas humanas, tal como se expresa en sus altísimas tasas de mortalidad y el azote implacable de las enfermedades en los medios urbanos. A pesar de ello, a través de los tiempos la ciudad ha sido un polo de atracción de gran fuerza, por las posibilidades que ha ofrecido a quienes la buscan, por sus grados de libertad habitualmente mucho mayores que en las zonas rurales, por su diversidad que le brinda alternativas al distinto, al disidente, al innovador, al que no acepta la vida como es. En la Edad Media se decía, con cierta razón, que el aire de la ciudad hace libres a los hombres, y las luces de la ciudad no han dejado de brillar y encandilar desde siempre.

A pesar de esta absoluta interdependencia a través de los tiempos entre ciudad e inmigración, el fenómeno mismo no se hace objeto de una reflexión sistemática hasta comienzos del siglo XX, con el surgimiento de la Escuela de Sociología Urbana de Chicago, bajo el liderazgo de Robert E. Park. La reflexión de Park y sus asociados se daba en un entorno que la condiciona fuertemente y le pone su sello distintivo. Se trata de Chicago, ciudad de creación relativamente reciente (1833) y epicentro de una doble inmigración de enorme magnitud: la de europeos de diverso origen recién arribados a América y la de afroamericanos provenientes del sur de Estados Unidos. Por ello que los estudios de la Escuela de Chicago tratan de las relaciones humanas en la ciudad a partir de lo que fue denominado como “race relations”, que englobaba las formas de competencia, conflicto y convivencia de elementos humanos extraordinariamente variados en el medio urbano.

Propio de Park y su Escuela es un enfoque teórico conocido como “ecología urbana”, donde la instalación de nuevos grupos en el hábitat urbano es analizada desde una perspectiva evolutiva inspirada por los procesos de invasión, sucesión, contacto, competencia y acomodación propios de la ecología natural. Se trata de procesos marcados por su carácter espontáneo, donde la ciudad va siendo formada y reformada por los conflictos y la colaboración entre sus viejos y sus nuevos habitantes. Es interesante resaltar que en su aproximación a la dinámica social resultante de las relaciones raciales o interétnicas la incidencia del Estado como agente regulador y planificador no tiene una relevancia central. Se trata sobre todo, y coincidiendo con la realidad de una sociedad que básicamente se hacía desde abajo, de las relaciones que espontáneamente iban surgiendo con la llegada de sucesivas olas de inmigrantes que con su presencia transformaban las bases mismas de la ecología de la ciudad.

Sobre estos fundamentos, Robert Park y Ernest Burgess crearon la teoría del “ciclo de las relaciones raciales”, según la cual en las relaciones entre nuevas “razas” (en realidad, grupos de inmigrantes de diverso origen) se produce un ciclo de acontecimientos que tiende a repetirse. Este ciclo pasa por una serie de fases que los autores definen como de contacto, competencia, acomodación y eventual asimilación. Este ciclo es visto como un proceso progresivo e irreversible. Las regulaciones urbanas, las restricciones a la inmigración y las barreras raciales pueden moderar el ritmo del movimiento y pueden incluso detenerlo, pero no pueden alterar su dirección. Ahora bien, parte de la crítica posterior a este enfoque se basa en una interpretación errónea del concepto asimilación, viéndolo como un proceso unidireccional de aculturación cuando Park y Burgess, explícitamente, lo ven como un proceso de interpenetración y fusión mutua: “La asimilación es un proceso de interpenetración y fusión en el cual personas y grupos adquieren las memorias, sentimientos y actitudes de otras personas y grupos, y, al compartir su experiencia y su historia, se incorporan con ellos en una vida cultural común”.

El desarrollo mismo del ciclo de relaciones raciales lleva, según Park y Burgess, a una conformación concéntrica de la ciudad (llamada “Concentric Zone Theory”), con sus áreas de mayor privación en el centro y círculos sucesivos de creciente bienestar hacia el extrarradio urbano, que van siendo creados a medida que sucesivos grupos de inmigrantes completan con éxito su incorporación a las clases medias estadounidenses. Este movimiento constante de grupos humanos va creando nichos de diversidad, siendo por ello una cierta segregación un aspecto connatural de la vida de las grandes ciudades: “Los gustos y las conveniencias personales, los intereses vocacionales y económicos, infaliblemente tienden a segregar y por ello a clasificar la población de las grandes ciudades. De esta manera la ciudad adquiere una organización que no es planeada ni controlada […] Cuando una ciudad aumenta su población, las sutiles influencias de las simpatías, rivalidades y necesidades económicas tienden a gobernar la distribución de la población” (Así escribía Robert Park en un célebre ensayo: The City: Suggestions for the Investigation of Human Behavior in the City Environment).

Aportes posteriores de la sociología estadounidense

La idea de una asimilación unidireccional (“straight line assimilation”) –considerada por Park una idea propia del nacionalismo europeo y totalmente ajena al “melting pot” estadounidense– hizo su aparición académica en Estados Unidos a fines de la Segunda Guerra Mundial, con la obra de William Warner y Leo Srole titulada Social Systems of American Ethnic Groups. En ella se ve la evolución de los distintos grupos étnicos que componen la sociedad de Estados Unidos como una marcha hacia un patrón cultural homogéneo ya existente: “the American way of life”. El ritmo de esta asimilación variaría, sin embargo, de acuerdo a la distancia inicial entre el grupo que se integraba y el patrón cultural estadounidense, el así llamado “Anglo-conformity gap”.

En los años 60 Milton Gordon desarrolló este punto de vista, elaborando la idea de la asimilación como punto de llegada de un largo proceso de aculturación e integración real en la sociedad estadounidense. Una distinción importante introducida por Gordon es aquella entre las formas de conducta y valores extrínsecos o meramente funcionales de una cultura o sociedad y aquellos intrínsecos o esenciales, que constituyen el núcleo duro de la identidad cultural y social. Adoptar los primeros es una necesidad para funcionar en un determinado entorno, pero ello no obsta para que se mantenga una fuerte distancia tanto emocional como identitaria respecto de la nueva sociedad. Esto permitiría llegar a constatar altos niveles de integración funcional acompañados por bajos niveles de integración cultural en su sentido más profundo y una ausencia de elementos de fusión con los grupos mayoritarios (como los matrimonios mixtos o las relaciones de amistad).

Esta aproximación es interesante ya que abre, más allá de las intenciones de su autor, las puertas a una reflexión más matizada acerca del proceso de integración-asimilación, estableciendo diversas posibilidades y niveles, que pueden transformarse en opciones para individuos y grupos de individuos que tratan de afirmar particularidades y preferencias distintas y, a veces, incluso en conflicto con el mainstream social. De ello puede surgir una concepción pluralista de la sociedad, que combina la adhesión a ciertos valores básicos con una gran tolerancia hacia una amplia diversidad de formas de vida.

En esta dirección se ha movido gran parte del debate estadounidense a partir del célebre libro de Nathan Glazer y Daniel Moynihan Beyond the Melting Pot (1963). El impacto de esta obra se debió a su ataque frontal al mito constitutivo de los Estados Unidos, a saber, la idea –ya formulada a fines del siglo XVIII por J. Hector St. John de Crèvecoeur y consagrada en 1908 con el estreno de la obra de Israel Zangwill titulada The Melting Pot– de ser la cuna de un hombre nuevo y superior, que tras de sí dejaba todo aquello que traía consigo de sus viejas patrias para fundirse en ese crisol del cual emergía un nuevo tipo de ser humano, un verdadero “superhombre”: el “americano”.

El punto de partida del libro de Glazer y Moynihan es una afirmación tajante: “El problema con el melting pot es que no sucedió”. Esto no quiere decir que los inmigrantes permaneciesen petrificados en sus viejas identidades, sino que fueron efectivamente transformados pero no en un tipo homogéneo de hombre nuevo sino en realidades muy diversas, que permanecerían y se recrearían como tales a través del tiempo: “En la medida en que estos grupos fueron transformados por las influencias de la sociedad americana y despojados de sus rasgos originales, fueron transformados en algo nuevo, pero siguieron siendo grupos identificables”. Así, “en la sociedad americana el grupo étnico no fue una reminiscencia de la época de las migraciones masivas sino una nueva forma social […] Los grupos étnicos, incluso cuando ya han perdido su lengua, costumbres y culturas distintivas, como ocurrió ya con la segunda generación y más aún con la tercera generación, han sido constantemente recreados por nuevas experiencias en América”.

Esta visión de la persistencia de la diversidad étnica en Estados Unidos ha sido plenamente confirmada por la investigación posterior, lo que permite proyectarla hacia el futuro de los nuevos grupos inmigrantes que han llegado a ese país en las últimas décadas, tal como lo dicen Alejandro Portes y Rubén Rumbaut en su notable obra Immigrant America: “Contradiciendo las ideas asimilacionistas, la predicción más segura es que las comunidades étnicas creadas por la inmigración actual perdurarán y se identificarán con sus áreas de residencia, dándoles a estas últimas, tal como otros inmigrantes lo hicieron antes, un carácter cultural distintivo y una nueva capa de rasgos fenotípicos y culturales”.

La importancia de esta visión del crisol estadounidense –donde, parafraseando el lema del escudo de los Estados Unidos, lo uno no reemplaza a la pluralidad sino que la recrea y la transforma en la base misma de esa “comunidad de comunidades” que siempre han sido los Estados Unidos– ha sido no solo dar una imagen mucho más real del país sino reevaluar el papel de la diversidad e incluso de la segregación libremente elegida (no impuesta por un orden social o político de apartheid ya sea racista o multiculturalista) en un sentido más positivo. En suma, se apunta a que, en muchos casos, la mejor vía a la integración puede ser el no asimilarse a la cultura mayoritaria sino usar la fuerza de la propia comunidad y las ventajas comparativas de la diversidad para lograr una incorporación exitosa y enriquecedora a la nueva sociedad. La conclusión, en todo caso, es que el fenómeno de la segregación no solo es connatural con la ciudad sino que, bajo ciertas condiciones, constituye un elemento clave de su desarrollo y riqueza. Esto ha sido puesto en evidencia, con particular claridad, en lo que respecta a la capacidad empresarial de los inmigrantes que, con pocas excepciones, ha sido absolutamente dependiente de los lazos de solidaridad y cohesión intraétnica (la obra clásica al respecto es Ethnic Enterprise in America de Ivan Light).

Perspectivas europeas

En el contexto europeo, el tema de la ciudad y los inmigrantes llegó con mucho retraso respecto de lo acontecido en los Estados Unidos y tuvo su arranque natural en las experiencias y reflexiones estadounidenses. Fue solo con la creciente llegada de inmigrantes a los países del centro y el norte de Europa Occidental durante la recuperación económica posterior a la Segunda Guerra Mundial y la constatación, a partir de la década de los 70, de que muchos inmigrantes se habían convertido en residentes permanentes de sus nuevos países, que la cuestión de la inmigración se convirtió en un fenómeno digno de atención.

Los años 80 fueron cruciales en la transformación de las grandes metrópolis europeas por la importante incorporación de la inmigración a la estructura social y económica de las mismas. La percepción de la inmigración por los ciudadanos autóctonos y las condiciones de vida de los inmigrantes comenzaron a formar parte de la agenda política de las autoridades locales y nacionales. Dos elementos hacían cada vez más candente esta cuestión. Por una parte, el temor a que se reprodujese en Europa un fenómeno de destitución, exclusión y formación de guetos similar al observable por entonces en muchas ciudades estadounidenses. Los motines urbanos con connotaciones étnico-raciales que habían asolado muchos centros urbanos de Estados Unidos en los años 60 eran demasiado espectaculares y amenazantes como para ignorarlos. Por otra parte, era ya evidente que una porción no despreciable de la inmigración proveniente de países no europeos menos desarrollados (en particular del norte de África y el Oriente Medio) estaba sufriendo preocupantes procesos de exclusión, que claramente auguraban un futuro “a la americana” para Europa. En los años 80, reflejando el dramático paso de una Europa desarrollada del pleno empleo a una con altos índices de paro, surgen voces de alerta y preocupación en cuanto a la pobreza y marginación laboral, social y cultural que aquejaba a importantes grupos de inmigrantes y a sus hijos.

Una expresión temprana de esta preocupación la encontramos en el Informe finalde 1981 del primer Programa europeo de lucha contra la pobreza. En ese documento la Comisión Europea se expresaba de la siguiente manera: “Los inmigrantes más pobres y menos formados (particularmente aquellos provenientes de países que no son miembros de la Comunidad Económica Europea) llenan los puestos menos deseables del mercado laboral […] medido con los estándares europeos ellos experimentan considerables niveles de privación, bajos niveles salariales, pobres condiciones de trabajo, condiciones insatisfactorias de vivienda y un aislamiento cultural. En períodos de alto desempleo, esos trabajadores son duramente golpeados […] Más aún, los sistemas de seguridad social no siempre los protegen. Los hijos de los inmigrantes, que crecen en un contexto de privación, deben ser vistos como un importante problema potencial de pobreza para el futuro”.

La pertinencia de estas advertencias fue dramáticamente confirmada por una serie de conflictos y hechos de violencia relacionados con los inmigrantes y las minorías étnicas que afectaron a diversos países europeos durante los años 80. En consonancia, el primer esfuerzo de abordar “la cuestión inmigrante” dándole una cierta prioridad política fue realizado por la Comunidad Europea a fines de los años 80. En diciembre de 1989 el Consejo Europeo pidió a la Comisión que llevase a cabo un análisis a fondo de la situación de la integración de los inmigrantes. Este estudio fue realizado por un grupo de expertos encabezado por F. Braun, consejero especial del presidente de la Comisión, Jacques Delors. El informe de este grupo –Políticas sobre inmigración y la integración social de los migrantes en la Comunidad Europea, conocido cortamente como Informe Braun– representa uno de los análisis más descarnados que se hayan realizado en Europa de la situación de los inmigrantes no comunitarios.

En el informe, la “situación actual” de esos inmigrantes es descrita de la siguiente manera: “Tanto los inmigrantes laborales como el número creciente de refugiados admitidos ocupan los niveles más bajos de nuestras sociedades, dejando de lado las excepciones individuales. Ellos forman una población desaventajada o, con más precisión, una población en situación de riesgo. Ellos están constantemente en riesgo de caer en el paro, de tener que aceptar las peores condiciones de vivienda, de enfrentarse a dificultades desproporcionadas en la escuela y en la educación formal. En suma, de estar abajo y afuera y de permanecer así.” Esta posición “abajo y afuera” refleja un cambio radical en la situación de muchos inmigrantes a partir de la crisis de mediados de los 70 que, según el informe, los golpeó “desproporcionadamente” en términos de desempleo y, por ello, “afectó dramáticamente sus posibilidades en el mercado privado de la vivienda”.

El colapso del pleno empleo y la escasa creación de puestos de trabajo habían generado desde entonces condiciones difíciles de vida no solo para la “primera generación de inmigrantes” sino también para sus hijos, ya sean nacidos en el país de inmigración o reagrupados con sus padres. Así fue creciendo una “segunda” y, a veces, una “tercera generación” de jóvenes cuya situación es resumida de la siguiente manera en el Informe Brown: “Estos jóvenes enfrentan enormes problemas en la transición de la escuela al trabajo porque hay pocos empleos esperándolos y porque ellos no están tan bien equipados como aquellos que fueron sus compañeros de escuela […] Ellos pueden tener que enfrentar directamente la discriminación o procedimientos de reclutamiento que, en la práctica, son discriminatorios. Por ello tienen que contentarse con lo que haya –los trabajos peor pagados, los trabajos menos estables, trabajos en sectores que por tradición han empleado a inmigrantes y no en los sectores u ocupaciones con un futuro más prometedor. En otras palabras, empleos que perpetúan su posición en los niveles más bajos del mercado laboral […] En todo caso, la tendencia es clara: los hijos o los nietos de los inmigrantes constituyen una clase marginal en términos económicos y sociales. Y esta tendencia continuará si las políticas de integración no son más imaginativas y vigorosas”.

De ello surgía una advertencia acerca de un eventual futuro altamente intranquilizador: “Lo que distingue a los hijos y los nietos de los antiguos inmigrantes laborales de Europa de sus padres es que ellos ya no se resignan. Ellos saben que hay algo mejor y quieren vivir mejor. Si las sociedades no les abren sus oportunidades estos jóvenes finalmente se revelarán, primero como individuos, luego como bandas callejeras y, por último, como grupos étnicos”.

Este tipo de constataciones e inquietudes crearon el punto de partida de un amplio campo de investigación, donde la inmigración y la exclusión social formaron su epicentro. En este contexto, Manuel Castells creó el concepto de “ciudad dual”, emparentado con las teorías del mercado dual de trabajo, que fue luego adoptado por diversos autores. Se trataría de ciudades que supuestamente aúnan el “primer” y el “tercer mundo” en un espacio urbano fragmentado, producto de mercados laborales y sociedades divididas, en las que los migrantes forman una clase marginada y explotada, que puebla un submundo urbano fuertemente degradado donde, para decirlo con las palabras de S. Castle y M. Miller, “sucesivas generaciones de una población étnicamente diferente se ven atrapadas en un círculo vicioso de desempleo-fracaso escolar-discriminación socio-económica-problemas habitacionales”.

Este origen alarmante del debate europeo ha marcado claramente su derrotero. Respecto de los estudios y el debate estadounidense significó un salto, como se indicó al comienzo de este capítulo, de lo cognitivo a lo normativo. La amenaza a la cohesión social que la segregación-exclusión étnica pudiese representar y, sobre todo, el cómo evitarla ha estado, cada vez más, en el foco de atención del debate europeo. Aquí ha tenido gran importancia la herencia teórica francesa asociada a la figura de Émile Durkheim y plasmada en el concepto de exclusión social, que comienza a difundirse a partir del libro publicado en 1974 por René Lenoir bajo el título de Les exclus: Un Français sur dix para terminar, en los años 90, siendo adoptado como el eje conceptual del discurso oficial de la Unión Europea para abordar una serie de fenómenos inquietantes: altos niveles de pobreza, paro prolongado, barrios degradados, minorías étnicas escasamente integradas, grupos inmigrantes marginalizados, etc.

La particularidad de las ciudades mediterráneas

Las reflexiones antes referidas tuvieron, naturalmente, su punto de arranque en la experiencia de los países europeos que iniciaron el ciclo de inmigración en la posguerra. Esto dejaba fuera de la reflexión a los países más meridionales, que fueron, por el contrario, grandes emisores de migrantes. Esta situación cambió drásticamente desde los años 90, a partir de un intenso dinamismo económico de las “periferias europeas” que atrajo grandes cantidades de inmigrantes laborales. Así, en poco tiempo, España, Italia, Grecia y Portugal se transformaron en naciones de inmigración. La proveniencia de los flujos migratorios hacia estos países ha sido muy variada, abarcando desde jubilados del norte europeo y trabajadores del este de Europa hasta refugiados y migrantes laborales del mundo menos desarrollado.

Las formas y características de esta migración así como su contexto e inserción en las sociedades de acogida han dado origen a un creciente campo de investigación. Su punto de partida no ha sido, como en el caso de los países del norte europeo, la experiencia y las reflexiones estadounidenses, sino las diferencias intraeuropeas que esta nueva realidad migratoria ha puesto de manifiesto. Estamos así ante un nuevo ciclo de reflexiones sobre las migraciones, que podríamos llamar “de tercera generación” aludiendo a la sucesión Estados Unidos, Europa del Norte y Europa del Sur (en esta perspectiva, una inmigración como la que Chile experimenta en la actualidad podría ser calificada como “migración de cuarta generación”).

En términos de la inserción de los inmigrantes en la ciudad, la experiencia de Europa del Norte puso en entredicho el modelo de la Escuela de Chicago, basado en la teoría de las zonas concéntricas que van de la degradación del centro de la ciudad (“inner city”) al bienestar de los suburbios que va aumentando con la distancia del centro. Surgió así en Estados Unidos la visión de dos tipos contrapuestos de ciudad: por un lado, la “ciudad fea”, densamente poblada, de grandes edificios, caótica, deteriorada y peligrosa, donde residía la “underclass” de origen predominantemente afroamericano y que servía de primera residencia para nuevos grupos de inmigrantes; por otro lado, la “ciudad hermosa”, poco poblada, ordenada, de relucientes chalets y segura, donde residían las clases medias de diverso origen, cuya expansión era la prueba más evidente de la fortaleza del “sueño americano” y del éxito en la integración de sucesivos grupos de inmigrantes.

Tempranamente se hizo evidente que en Europa –con  excepción de las periferias anglosajonas y algunos barrios centrales de tradición obrera como Östliches Kreuzberg en Berlín o El Raval en Barcelona– no se repetía este esquema. La “ciudad fea” se ubicaba, por el contrario, sobre todo en los suburbios, fuertemente planificados y de construcción relativamente reciente, donde la mano cada vez más visible de los Estados de bienestar ubicaba a los marginales, a las minorías vulnerables y a los inmigrantes de origen no europeo. La inner city americana se transformó así en el temido banlieue francés o el despreciado förort sueco, con sus notables grados de destitución material o moral, segregación étnica y exclusión social.

En todo caso, y más allá de su ubicación en el centro de la ciudad o en los suburbios, lo característico de las ciudades tanto estadounidenses como del norte europeo había sido la fuerte tendencia a la segregación de importantes grupos de inmigrantes (Europa) o minorías (Estados Unidos) vulnerables y étnica o racialmente diferentes. A esta realidad, que había sido fundamental para el desarrollo de las teorías de “primera y segunda generación” sobre la inserción de los inmigrantes en la ciudad, se ha contrapuesto, en la última década, la ciudad meridional europea o mediterránea que estaría siguiendo un camino propio o tercer modelo, donde la segregación espacial de la inmigración no solo es claramente inferior a lo constatado en los casos anteriores sino que incluso tiende a decrecer con el pasar del tiempo y la mayor llegada de inmigrantes.

El inicio de esta nueva perspectiva está dado por un ensayo publicado en 2002 por el geógrafo portugués Jorge Malheiros (Ethni-cities: Residential Patterns in the Northern European and Mediterranean Metropolises) que rápidamente se transformó en un punto de referencia obligado en la bibliografía sobre la ciudad y los inmigrantes. Dada la importancia del aporte de Malheiros, es de rigor detenerse a analizar sus ideas básicas con cierto detalle.

Según Malheiros, son cuatro los rasgos comparativos que “explican la originalidad de la organización espacial de los inmigrantes y las minorías étnicas en las ciudades de los cuatro países de la Europa del Sur de la UE (Portugal, España, Italia y Grecia) […]:

-Condiciones más precarias de vivienda;

-Altos niveles de informalidad en el acceso al mercado residencial;

-Bajos niveles de segregación espacial asociados a sistemas más complejos de distribución residencial; y

-Un grado más alto de suburbanización de los grupos no europeos”.

La investigación posterior ha tendido, si bien con matices y lecturas distintas, a confirmar los hallazgos descriptivos de Malheiros. Nuestro propio estudio ratifica también lo acertado del cuadro general dado por el investigador portugués. Todo esto hace del mayor interés precisar el tipo de factores que, a juicio de Malheiros, pueden explicar la existencia de estos procesos distintivos de las metrópolis del sur europeo. Entre ellos, podemos destacar los siguientes rasgos comparativos, aludiendo también a sus posibles consecuencias para el modo de inserción de los inmigrantes:

-La mayor importancia de la inmigración irregular, lo que potencia la iniciativa del inmigrante mismo y la importancia de sus redes sociales así como su inserción en los mercados informales de vivienda y de trabajo;

-La gran diversidad de las poblaciones inmigrantes, lo que tiende a dispersar su inserción habitacional-laboral y frena el desarrollo de enclaves inmigrantes homogéneos;

-El “carácter postindustrial de la migración”, que la orienta hacia un sector muy diversificado de servicios y hacia la construcción;

-La fuerte interacción entre mercado laboral informal e inmigración irregular, propia de economías caracterizadas por la existencia de “una cultura dinámica de la no-regulación económica”;

-La segregación social comparativamente más limitada y por ello los altos niveles preexistentes de mezcla social en las ciudades meridionales;

-El menor impacto de la planificación y las regulaciones urbanas, limitando el efecto separador o segregador de las mismas y preservando la diversidad y multifuncionalidad de los espacios urbanos;

-La existencia tanto de ciudades como de zonas suburbanas urbanística y socialmente más “desorganizadas”, producto de una “cultura de no-regulación” residencial, una tradición de urbanismo informal y soluciones habitacionales múltiples creadas por las sucesivas olas de migración interna que precedieron a la internacional; y

-Un mercado residencial dominado por la vivienda en propiedad pero completado por una gran variedad de soluciones alternativas, formales e informales.

En suma, a lo que Malheiros apunta es a todo ese universo urbanístico, económico, social, cultural y normativo que de manera tan evidente distingue la Europa mediterránea de aquella del norte. Detrás de cada uno de los rasgos enumerados reside una diferencia estructural fundamental entre las sociedades del norte y las del sur europeo que hace a la relación misma entre Estado y sociedad. En el sur, la preeminencia de la sociedad civil –familia, amigos, asociaciones civiles formales e informales de todo tipo, incluyendo las económicas– sobre el Estado es un elemento central en la organización de la vida ciudadana, mientras que en el norte la tendencia es la contraria. Esta preeminencia es la que, en las sociedades mediterráneas, dificulta, reduce y muchas veces frustra completamente los intentos de la ingeniería social desde arriba, desde el Estado, de regular, guiar y ordenar el “caos vital” de la sociedad. En el norte, la capacidad organizativa del Estado es radicalmente distinta, dando origen a sociedades mucho más homogéneas y ordenadas, donde la presencia de la vigorosa mano de la ingeniería social es un hecho evidente para cualquier observador.

Para bien y para mal, las sociedades mediterráneas llevan consigo un espíritu de anarquía y espontaneidad que las hace insufribles y encantadoras, contradictorias e impredecibles, alegremente despreocupadas de aquella frontera sagrada en otras latitudes entre lo legal y lo ilegal, amigas de la improvisación, la chapuza y la picaresca, pero también generosas, flexibles, ingeniosas, permisivas y, en todo lo que importa, extraordinariamente humanas.

El enorme flujo de inmigración irregular y sus formas esencialmente espontáneas de inserción en las sociedades del sur europeo –con su sorprendente flexibilidad y adaptabilidad, pero también con todas las sombras de la irregularidad, incluidas situaciones extremas de explotación y vulnerabilidad humanas– no serían concebibles sin la existencia de una matriz social y cultural como la anteriormente descrita.

Las ciudades, como Park bien lo dijo hace ya casi un siglo, son mucho más que unos edificios, unas fábricas, unas calles o un conjunto de gente. Son creaciones físicas pero también culturales, con sus mores o hábitos distintivos, que llevan la impronta de su historia y condicionan su futuro. Por ello, Park define la ciudad como una institución, lo que, en el leguaje institucionalista moderno, designa el conjunto de reglas, formales e informales, que rigen y orientan la interacción humana. Ello es, por supuesto, válido para la inmigración, la que acostumbra, en cuando a las características de su inserción y condiciones vitales, a no ser otra cosa que un reflejo, a veces deformado y magnificado, tanto de las bondades como de los defectos de la sociedad receptora. Por ello, aunque parezca sorprendente, hablar de los inmigrantes es hablar tanto de “los otros” como de nosotros mismos, de lo que “ellos” son, pero también de lo que nosotros somos como cultura y sociedad, ya que en esas existencias maleables y abiertas al cambio que son las de quienes tanto han dejado atrás para buscar entre nosotros nuevas posibilidades vitales, nuestra impronta será tan visible como la que traen de su propio origen e historia.

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