Luchar contra la corrupción no es gobernar

Columna
El Montonero, 20.02.2020
J. Eduardo Ponce Vivanco, embajador (r) y ex viceministro de RREE peruano
Se necesita una eficiente gestión de ministerios y organismos públicos

Combatir la corrupción no puede concebirse como una tarea excepcional del Estado, sino como una función elemental de los órganos competentes de cualquier gobierno para luchar contra el delito. Si en una coyuntura determinada –como la actual– ese flagelo presenta las características epidémicas que evidencia la concertación delictiva de amplios estratos socio-económicos y gubernamentales, es obvio que el poder de turno está en la obligación de exigir que las instituciones competentes cumplan su cometido, y que lo hagan sin transgredir derechos fundamentales ni fomentar o prestarse a una instrumentación política indebida.

La onda expansiva del grave flagelo brasileño patrocinado por Lula, a través de Lava Jato, y su confluencia en círculos empresariales y gubernamentales podridos en el Perú ha motivado que el Presidente Vizcarra asuma la lucha contra la corrupción como una prioridad. Y ha desplazado a segundo plano funciones tan fundamentales como la gestión pública en campos primordiales como la promoción del crecimiento económico y la inversión, sin los cuales es imposible aumentar el empleo y generar beneficios que puedan distribuirse equitativa y productivamente.

Una gestión gubernamental eficiente solo puede provenir de (1) la priorización de políticas apropiadas; y (2) la selección de equipos profesionales calificados para ejecutarlas. Desgraciadamente, no vemos ninguna de las dos. Lo que sí constatamos es la priorización de una imagen politizada de la figura presidencial, envuelta en la bandera anticorrupción, y una consuetudinaria selección de equipos de gobierno inadecuados para la compleja tarea de gerenciar el país. Especialmente en una coyuntura en la que la inversión privada y el crecimiento económico contribuirían poderosamente a derrotar no solo la corrupción, sino también la pobreza y la informalidad.

El paso al que vamos –ese paso de tortuga al que nuestra economía ha retrocedido– nos hace pensar que todavía no podemos olvidar la imagen deprimente del Perú como “un mendigo sentado en un banco de oro” que se atribuye al ilustre milanés Antonio Raimondi, olvidando la siempre postergada profecía que también escribió: “En el libro del destino del Perú, está escrito un porvenir grandioso”.

La lucha contra la corrupción es inherente a las funciones esenciales del Estado. Pero no lo exime de una obligación tan fundamental como asegurar la gestión eficiente de los ministerios y organismos públicos que tiene a su cargo. Y la satisfacción de este deber público y político esencial no se logra con palabras sino priorizando políticas sectoriales, y designando a las personas y equipos mejor capacitados para gerenciar los sectores de los que depende una gestión pública eficaz en beneficio de los peruanos.

La exigencia ética que inspira la lucha contra la corrupción es indiscutible. Pero no puede desplazar el deber moral preeminente de conducir con eficiencia y decisión un país de necesidades apremiantes y potencialidades consuetudinariamente desperdiciadas, por la negligencia de nuestros gobiernos y la infame calidad de los políticos que los conforman, o los rodean.

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