Mario Vargas Llosa: el rebelde liberal

Columna
Pulso, 28.03.2016
Mauricio Rojas, senior fellow de la Fundación para el Progreso (FPP)
  • El autor peruano ha redefinido el concepto de liberalismo en su sentido más original e hispánico, como temple más que ideología

Mario Vargas Llosa cumple hoy 80 años y quisiera celebrarlo con una breve reflexión sobre su pensamiento político y, en particular, su forma de ser liberal. Para ello quiero partir de dos grandes pensadores franceses que jugaron un papel clave en su desarrollo intelectual: Jean-Paul Sartre y Albert Camus.

De Sartre, que fue un gran héroe cultural para el joven Vargas Llosa, no sobrevivió mucho con el tiempo. Sus artificios dialécticos no fueron, finalmente, capaces de justificar lo injustificable, es decir, la supuesta distinción entre la “opresión progresista”, hecha a nombre de un futuro paraíso sobre la tierra, y la opresión a secas. Sin embargo, de Sartre sí sobrevivió la idea del escritor comprometido con su tiempo, aquel que toma partido, que no calla, que no mira para otro lado. Nada más ajeno a Mario Vargas Llosa que la indiferencia frente a su mundo.

Esa actitud ha sido rectora en una vida en que la política nunca ha estado ausente. Lo que no significa confundir la política con la literatura, que son actividades esencialmente diferentes, tal como el mismo Vargas Llosa no se cansa de explicar: el escritor, y el artista en general, parte de la soberanía de su imaginación para forjar “realidades irreales”, ficciones tan convincentes que las vivimos, por un instante, como reales. Quien hace política debe, por el contrario, so pena de caer en la política-ficción y causar grandes perjuicios, partir siempre de la soberanía de lo realmente posible.

Paso ahora a Albert Camus. Con él asocio aquella vena rebelde que, a mi juicio, hace de Vargas Llosa quien es y siempre ha sido. Rebelde en el sentido de Camus, es decir, aquel que no acepta la indignidad, la injusticia, la opresión. Que dice no y les planta cara a los tiranos de toda condición. Aquel que no se somete, que no calla frente a una realidad que envilece al ser humano. El rebelde no es un revolucionario que sueña con paraísos terrenales u hombres nuevos. No, el rebelde actúa por ese hombre que somos, aquel ser imperfecto y limitado, como toda sociedad humana que podamos construir. Pero en ningún caso se resigna a que no seamos lo que sí podemos y debemos ser: dignos, respetados, libres.

La vena rebelde de Vargas Llosa ha derivado en lo que ha sido su lucha más constante, su verdadero predicamento existencial ya desde la niñez: su oposición férrea, visceral, al autoritarismo, a la tiranía, a la dictadura. Él mismo lo ha expresado mejor que nadie en diversas ocasiones. Como ejemplo tomo algunas palabras de una conversación con Enrique Krauze: “Si hay algo que yo odio, que me repugna profundamente, que me indigna, es una dictadura. No es solamente una convicción política, un principio moral: es un movimiento de las entrañas, una actitud visceral, quizá porque he padecido muchas dictaduras en mi propio país, quizá porque desde muy niño viví en carne propia lo que es esa autoridad que se impone con brutalidad”.

Creo que no exagero al decir que muy poco en la vida de Mario Vargas Llosa sería comprensible si no considerásemos este aspecto. Escribir, como nos lo recuerda en “El pez en el agua”, también fue un acto de rebeldía ante “esa autoridad que se impone con brutalidad”, un acto vital de resistencia frente, en este caso, a la violencia de su padre a fin de reivindicar aquella dignidad y libertad que nos debemos y que le debemos a todo ser humano.

De allí su repulsión absoluta a todos los tiranos. Desde el general Odría, el dictador peruano cuyo régimen marcó la juventud de Vargas Llosa, hasta los dictadores y caudillos de izquierdas o derechas que han jalonado nuestro tiempo, llámense estos Brezhnev o Pinochet, Castro o Batista, Chávez, Jomeini o Gadafi.

Esta consideración nos permite abordar la naturaleza misma del pensamiento liberal de Vargas Llosa, aquello que él ha llamado “liberalismo integral”. Se trata de algo fundamental, ya que se desmarca y denuncia una tentación suicida de un cierto “liberalismo”, no poco común en América Latina, que ha tendido a reducir aquel árbol frondoso que es el de la libertad a la economía.

Esto no quiere decir que Vargas Llosa menosprecie la importancia fundamental de una economía basada en la libertad, aquella que ha permitido, al extenderse recientemente por casi todo el planeta, elevar el nivel de vida de los seres humanos de una manera nunca antes vista. Eso es evidente, y provoca la ira de quienes creen que, al menos en economía, la libertad no es la mejor opción que tenemos. Pero esto no significa transformar esa libertad en la única digna de defenderse o en una especie de libertad superior ante la cual las demás libertades deban postrarse.

Esta toma de posición ha llevado a Vargas Llosa a definir el liberalismo de una manera que nos recuerda el sentido más original, hispánico, de lo que es ser liberal, aquel que Octavio Paz recordó en 1981 al recibir el Premio Cervantes: “La palabra liberal aparece temprano en nuestra literatura. No como una idea o una filosofía, sino como un temple y una disposición del ánimo; más que una ideología, era una virtud”.

Esta virtud, esta forma de ser liberal con la cual nos identificamos está, como Vargas Llosa lo expresó en un texto donde reivindica la herencia intelectual de Ortega y Gasset, “fundada en la tolerancia y el respeto, en el amor por la cultura, en una voluntad de coexistencia con el otro, con los otros, y en una defensa firme de la libertad como un valor supremo”.

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