Parálisis creciente de la izquierda en América Latina (Primera parte)

Artículo
OpenDemocracy, 01.10.2015
Shaun Lawson, editor académico de ciencia política y relaciones internacionales
Unas izquierdas latinoamericanas cada vez más exhaustas parecen atrapadas en las mismas contradicciones que han venido socavando a sus contrapartes europeas.

Este verano, mientras el Partido Laborista británico se ofuscaba por la aparición en su seno del populismo izquierdista, unos cuantos analistas han contrapuesto esta realidad a los problemas más amplios que viene afrontando la Izquierda europea. Los partidos socialdemócratas, que estaban en el poder en muchos países cuando llegó el crash del 2008, y que habían abrazado en muchos casos la economía del libre mercado y el neoliberalismo, se han visto incapaces de articular una alternativa para sus sufridos seguidores, que han visto bajar su nivel de vida y aumentar la inseguridad de sus puestos de trabajo. Por primera vez desde 1945, han visto cómo el sistema político y económico los está dejando de lado.

Ante la ausencia de ideas nuevas, la izquierda se ha refugiado en las viejas, generalmente definidas por su oposición a algo. A menudo, este algo es la austeridad. El analista Paul Mason caracteriza este fenómeno una larga transición que apunta al final del capitalismo tal como lo hemos conocido.

Pero el problema es que, mientras lo que sea que vaya a reemplazarlo aún no está nada claro, los partidos socialdemócratas se encuentran entrampados en la defensa de un sistema que ya no funciona, en un contexto en el que lo que habían sido una vez trabajadores organizados se encuentran ahora dispersos, atomizados por la emergencia del autoempleo, la economía digital y la globalización.

Con problemas por toda Europa salvo en Italia –donde los socialdemócratas se encuentran todavía en una situación de fuerza relativa una vez que el centro-derecha se vio humillado por varios desastres vinculados al euro - la única historia de (supuesto) éxito ha sido Suramérica, donde la izquierda ha venido dominando desde, por lo menos, la última década. Pero incluso aquí, sus posiciones se están debilitando rápidamente por razones que nos son, desgraciadamente, familiares.

En cualquier caso, lo que podrían parecer “historias de éxito” para muchos izquierdistas recalcitrantes, han resultado ser, en demasiados casos, poco más que un populismo de mínimos, en ocasiones casi grotesco. El principal impulso del crecimiento de la izquierda en América Latina ha sido la poderosa y emotiva memoria de los años 70, esos tiempos en que los Estados Unidos apoyaban de manera encubierta a una gama completa de dictaduras sanguinarias y fascistas en el Cono Sur del continente (comprendiendo Brasil, Argentina, Chile y Uruguay). Cuando regresó la democracia, y los que crecieron bajo estos regímenes se hicieron mayores, los movimientos socialistas y populistas ganaron influencia, la mayoría de ellos perfilándose en oposición al secular imperialismo intervencionista de Washington.

Y así, cuando llegaron al poder, la respuesta de numerosos líderes (en particular en Venezuela, en Ecuador, en Bolivia y, en menor medida, en Argentina) fue dividir las sociedades entre ricos y pobres intencionadamente. Oponerse al demagogo Hugo Chávez en Venezuela significaba ser pintado como un quintacolumnista pro-americano cuya agenda consiste en reinstaurar los horrores de los años 70. Y aunque no deja de ser cierto que la CIA ha intentado claramente en ocasiones infiltrarse en la oposición en ocasiones, es más acertado decir que bajo el mandato del presidente Obama el Departamento de Estado simplemente ha estado esperando a que Venezuela colapsase, lo inevitablemente ocurrirá.

En Agosto del 2003, se recogieron unas 3,2 millones de firmas para convocar un referéndum contra Chávez, tal como estaba previsto en la constitución. Esto fue denegado por el Consejo Nacional Electoral (CNE) alegando que fueron recogidas antes de la mitad del mandato presidencial. El gobierno irrumpió entonces en el CNE y se apoderó de la lista con las firmas. En septiembre, la oposición recabó un nuevo paquete de firmas, esta vez 3,6 millones, que fue rechazado por el CNE sobre la base de que muchas de las firmas eran inválidas.

Siguieron disturbios que arrojaron nueve muertos y mil doscientos heridos. Los peticionarios apelaron a la Sala Electoral del Tribunal Supremo, que validó 800.000 firmas, elevando el total hasta superar ampliamente los 2,4 millones de firmas constitucionalmente necesarias, si bien esto fue a su vez desautorizado por la Sala Constitucional del Tribunal. Nuevamente, el gobierno se apoderó de la lista.

Finalmente el referéndum fue concedido, aunque sólo después de que la lista de firmantes fuera publicada on-line por Luis Tascón, miembro de la Asamblea Nacional y partidario del gobierno. En la televisión, Chávez maldijo la lista, advirtiendo amenazadoramente de que “aquellos que firman contra Chávez firman contra su propio país… contra el futuro”; y que todos los firmantes “permanecerán registrados en la historia, puesto que pusieron su nombre, su apellido, su firma, su carta de identidad y su huella dactilar”.

Firmantes de la petición tuvieron que hacer frente a despidos, a la denegación de puesto de trabajo y de documentos oficiales, a amenazas y a intimidaciones por parte de las milicias pro-gubernamentales. Muchos huyeron del país. Cuando finalmente se celebró, el referéndum fue amañado, tal como lo han sido las elecciones a partir de entonces. La lista puede aún comprarse por un puñado de dólares en los puestos de mercado de Caracas.

Cuando los partidarios de Jeremy Corbyn, o incluso él mismo, defienden la democracia venezolana, parecen estar defendiendo a un estado policial venezolano donde los líderes de la oposición son encarcelados y los opositores intimidados, sino cosas peores,  por las milicias.

Aunque se trata de uno de los países más ricos en petróleo de todo el mundo, Venezuela está quebrada. No hay papel, ni siquiera papel de baño en las estanterías. Un parlamento títere le ha dado a Nicolás Maduro, heredero de Chávez, el derecho a gobernar por decreto. Maduro se revuelve sugiriendo chistosamente que los americanos bombardearán Venezuela, organiza ruido de sables contra sus vecinas Colombia y Guyana, mientras la escasez de alimentos sigue siendo endémica, y el asesinato, el secuestro y el crimen violento alcanzan proporciones epidémicas.

En Ecuador, al mismo tiempo, el presidente Rafael Correa utiliza millones de dólares del presupuesto de inteligencia de su país para censurar y eliminar de internet videos y otras informaciones críticas con él. La última ONG defensora de la libertad de expresión que quedaba fue cerrada por orden del gobierno en Agosto de este año, a pesar de que había denunciado más de 600 casos de ataques a periodistas a lo largo de los últimos cuatro años. Amnistía Internacional ha acusado a Correa de restringir “los derechos fundamentales de reunión, asociación y expresión en Ecuador.”

Y Argentina, que se embarcó en la invención de sus propios índices de inflación partiendo de la nada, ha impuesto un estricto control de cambio. Los medios críticos se han visto sometidos al acoso continuado del gobierno, y la muerte, hasta hoy inexplicada, de Alberto Nisman, un fiscal federal que investigaba el atentado con coche bomba contra el Asociación Mutual Israelita Argentina de Buenos Aires en 1994, ha puesto de nuevo bajo los focos un país donde la corrupción se extiende, los servicios de inteligencia gozan de una alarmante e incontrolada cuota de poder, y donde la libertad de prensa está, en la práctica, restringida. El peso argentino se devaluó un 20% en el 2014, y parece que una nueva devaluación va a tener lugar el año próximo aunque, en realidad, el valor de la moneda ha caído bastante más.

La respuesta de la presidenta Cristina Fernández de Kirchner ha sido poner en marcha, otra vez, veladas amenazas: contra la Gran Bretaña por las Malvinas, contra los “fondos buitre”, incluso contra Uruguay por una fábrica de pasta de papel. El Peronismo, una doctrina política que básicamente defiende una cosa y la contraria, vive a costa de este tipo de populismo.

Cristina es una neo-corporativista que compra a los pobres sin ofrecerles una ayuda verdadera a largo plazo, mientras alimenta el culto a la personalidad –anatema para repúblicas que funcionen, como el discurso de este video explica perfectamente– común entre los líderes que venimos mencionando, y compartido por Evo Morales en Bolivia. Ninguno de estos países es la “historia de éxito” que pintan y no puede ser citado seriamente como referencia para cualquier modelo de izquierdas suficiente maduro capaz de convertirse en digno de ser emulado.

Con la economía del Brasil en crisis, con sus oligarcas conservando vastas cuotas de poder (como se demostró en el escándalo de la FIFA, por sólo poder un ejemplo), y con Dilma Roussef en horas bajas víctima de alegaciones de corrupción, ¿qué nos queda? Nos queda Perú, hasta cierto punto, nos quedan Chile y Uruguay.

Para la Izquierda latinoamericana, únicamente estos dos últimos países (citados rutinariamente como los como los más seguros, los menos corruptos, y los que ofrecen la mejor calidad de vida de todo el continente) han representado éxitos consistentes durante la última década. En ambos casos, porque sus gobiernos se han mantenido en la moderación, lejos de la ideología, y han procurado reunir a todo el país tras ellos. No se han dedicado a dividirlos cínicamente, ni a embarcarse en lo que en Argentina y hasta cierto punto sobre todo en Venezuela ha consistido en montar una batalla política contra legítimos opositores.

El Chile de Michelle Bachelet es descrito a menudo, aunque ello pueda resultar dudoso, como el único país sudamericano que pertenece al Primer Mundo. ¿Y las políticas Chilenas? A falta de mejor término son: Blairitas (en referencia a Tony Blair).  Pero el país como tal no es, ni remotamente, tan de izquierdas, sino que está más próximo ideológicamente de Colombia (que está incrementando sus vínculos con los Estados Unidos) que del resto del continente.

Bachelet, sin embargo, está pasando ahora por sus horas históricamente más bajas en los índices de popularidad (lo que alimentó teorías de la conspiración sobre el reciente triunfo de Chile en la Cope América jugada en casa), debidos fundamentalmente al escándalo de corrupción que implicaba a su hijo y a su cuñada y presagia, casi con toda seguridad, un corrimiento hacia la Derecha para las próximas elecciones. Los socialistas de Bachelet están en horas bajas.

En resumen pues: mientras que el populismo y la agitación de masas siempre acabaran por fracasar en Venezuela y Argentina, los avances observados en otras partes como en Chile o en Brasil están también empezando a padecer. Las izquierdas latinoamericanas parecen cada vez más exhaustas, atrapadas en las mismas contradicciones que han venido socavando a sus contrapartes europeas. En ninguna parte estas contradicciones son más evidentes, y también más complejas, que en Uruguay, un verdadero faro durante la última década que sin embargo ahora se desliza hacia problemas políticos y económicos serios. Un análisis detallado de esta República Oriental tan frecuentemente olvidada seguirá en la segunda parte de este ensayo.

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