Putin y Trump, ¿vidas paralelas?

Columna
El Mostrador, 26.10.2016
Gilberto Aranda B., académico de los institutos de Estudios Internacionales (U. de Chile-U. Arturo Prat)

El último debate televisivo entre Donald Trump y Hillary Clinton tuvo diversos golpes por parte de uno y otro. La cuestión del acoso sexual, el tema de los inmigrantes ilegales y su deportación, el mismísimo reconocimiento del resultado de las elecciones del 8 de noviembre próximo. Uno de los momentos álgidos fue cuando Trump recordó que el Presidente ruso, Vladimir Putin, había dicho cosas buenas sobre él. Clinton intervino asegurando que el mandatario ruso "prefiere una marioneta" en la Casa Blanca. Aquella no fue, sin embargo, la primera vez que desde la candidatura demócrata se sugiere la conexión moscovita del abanderado del Partido Republicano.

Esta mirada ha sido reforzada por la escritora y periodista ganadora del Pulitzer, Anne Applebaum, quien ha advertido en columnas y artículos de una supuesta conspiración del Kremlin para destruir el orden liberal mediante el financiamiento a liderazgos populistas del tipo de Donald Trump, Marine Le Pen o Jeremy Corbin.

No obstante, la única evidencia es que Putin considera que un triunfo de Trump en la competencia por la Casa Blanca podría restablecer la deteriorada confianza entre su país y Estados Unidos. El liderazgo ruso considera que Hilary Clinton podría promover relaciones hostiles hacia Rusia, a diferencia del multimillonario candidato que despliega un estilo político más directo, con probable entendimiento binacional sobre la base de intereses mutuos, sin la contaminación ideológica demoliberal.

¿Pero qué tiene que ver el magnate norteamericano con el ex agente de la KGB apostado en Dresden en el marco de la existencia de dos Alemanias? Plutarco, el prolífico autor griego que escribió entre el 96 y 117 d. C., las célebres Vidas Paralelas, hizo de la analogía de personalidades de la Hélade y Roma un relato comparativo en el que extraía al final similitudes y diferencias de uno y otro. La actual carrera presidencial norteamericana y el renovado protagonismo internacional de Moscú permiten desarrollar cierta comparación entre Donald Trump y Vladimir Putin.

Por cierto, realizar una analogía entre ambos no es fácil, dada su pertenencia a las otrora superpotencias antagónicas de la Guerra Fría.

El norteamericano es claramente un outsider que, con una retórica cargada de guiños populistas, interpela sobre todo al ciudadano de a pie. Este empresario, político y personalidad televisiva pareciera tener poco que ver con el líder ruso. Los orígenes empresariales de Trump apuntan a la construcción de locales de diversión: clubes nocturnos, hoteles y casinos con las que creó Trump Organization y Trump Entertainment Resorts. Lejos de quedarse ahí compró acciones en la Organización Miss Universo, que organiza el concurso del mismo nombre, y se transformó en el anfitrión del reality show The Apprentice, de la NBC, entre 2004 y 2015.

En cambio, el Presidente ruso casi se puede decir que emerge de la nomenklatura soviética, con una carrera afincada en su estrecha relación política con su mentor Boris Yeltsin. Desde esa privilegiada perspectiva observó las decisiones de la Primera Guerra de Chechenia entre 1994 y 1996.

La experiencia del candidato republicano, en cambio, se resume en el apoyo propagandístico que prestó en un video al primer ministro Israelí, Benjamin Netanyahu, durante las elecciones parlamentarias de 2013

Sin embargo, ambos comparten un diagnóstico común de una “decadencia” de las comunidades nacionales a las que pertenecen. No en vano, desde el anuncio de su precandidatura presidencial al interior del republicanismo, en junio de 2015, el propio Trump adoptó el eslogan de campaña: “Vamos a hacer a nuestro país grande de nuevo”, como apuntando a una debilidad de su nación.

En ese sentido, la obra de Putin le parece Inspiradora a Trump. Putin ha perseguido tres metas en política exterior. Primero, la recuperación de la primacía general rusa sobre áreas estratégicas en que tradicionalmente Moscú se movía en forma preponderante, es decir, el Cáucaso y Asia Central; segundo, garantizar a los millones de rusos étnicos que quedaron fuera de sus nuevas fronteras en 1991 –al menos 25 millones de rusófonos mayoritariamente residentes en Bielorrusia, Kazajastán y Ucrania– que la madre patria rusa no los había olvidado y, por lo tanto, estaba presto a defenderlo si se requería; tercero y finalmente, recuperar para Rusia la calidad de actor protagónico de la escena internacional mediante alianzas e involucramiento en conflictos extrarregionales, constituyendo el caso sirio un claro ejemplo en este sentido.

Después de la liquidar la cuestión chechena a principios del siglo XXI, y con la imposición de condiciones en la crisis de Abjasia, Osetia del Sur en 2008 y Ucrania Oriental en 2014, más el resonante triunfo de la reincorporación de Crimea a la Federación en 2014, se puede decir que la política exterior de Putin alcanzó los dos primeros objetivos, convenciéndolo de que podía tratar de igual a igual a Estados Unidos. Si no fuera así, sería inexplicable el anuncio del Kremlin, el 3 de octubre pasado, de suspensión del tratado ruso-norteamericano para reconversión de plutonio militar en combustible nuclear con fines pacíficos. El decreto firmado por Putin y publicado en el boletín oficial, justificó la decisión en la supuesta amenaza de estabilidad estratégica provocada por acciones hostiles de Estados Unidos hacia Rusia. En la práctica la denuncia del tratado, firmado hace 15 años, deja las manos libres para que Moscú recupere material radiactivo para uso militar, reversando el proceso de desarme entre ambas potencias.

Sin embargo, la oportunidad para medir fuerzas con Washington vino de la mano del conflicto armado en Siria. Moscú dispone en dicho país de su única base naval sobre el Mediterráneo oriental: Tartús. No en vano un objetivo histórico de la política exterior rusa –desde tiempos protonacionales con las incursiones de los príncipes variegos–  ha sido la salida a los mares cálidos, por lo que Moscú no podía dejar caer a Bashar Al Assad.

Por aquello el Kremlin llegó a organizar una coalición con Irán para atacar a posiciones de ISIS desde septiembre de 2015. Desde agosto último sus bombarderos pesados utilizan la base aérea de Noye, ubicada en Hamadán, Irán, para sus expediciones de castigo sobre los opositores a Bashar Al Assad. Incluso después de una frágil tregua entre Estados Unidos, Rusia y las facciones beligerantes para suspender los ataques sobre Aleppo –que apenas duró una semana– las operaciones se reanudaron sobre la ciudad patrimonio de la Humanidad. Rusia está demostrando que sigue vigente en la arena internacional.

Ese es el principal ejemplo que quiere extraer Trump para responder a la pregunta principal de su campaña: ¿cómo sacar a Estados Unidos de su marasmo y recuperar su condición de potencia global indiscutible?

No hay comentarios

Agregar comentario