¿Qué hay en un nombre?

Columna
El Mercurio, 31.08.2018
Lucía Santa Cruz, historiadora

En uno de los poemas más notables de Shakespeare, Julieta interpela a Romeo para que abandone su nombre y le dice: "No eres tú mi enemigo. Es el nombre de Montesco, que llevas. ¿Por qué no tomas otro nombre? ¿Qué es ser Montesco? No es ni mano, ni pie, ni brazo, ni rostro, ni parte alguna que pertenezca a un hombre. ¿Qué hay en un nombre? Lo que llamamos rosa exhalaría el mismo dulce perfume con cualquier otra denominación".

Pero solo la poesía acepta este uso metafórico de las palabras y únicamente en el caso de la rosa el nombre no altera su esencia. En todas las otras disciplinas, especialmente en la filosofía política, el uso impreciso del lenguaje destruye la claridad conceptual, y no permite distinguir realidades que, bajo una misma nominación, son en la práctica diversas y contradictorias.

Hay nombres tan evocativos, como "libertad" o "democracia", que ningún grupo se resigna a renunciar a su uso; y así, bajo el título de "liberal", se cobijan pensadores muy diferentes, que tienen poco en común. Y bajo "democracia" se incluyen las democracias liberales representativas occidentales, pero también las que fueron las Repúblicas Soviéticas, la República "Democrática" de Alemania Oriental, o las de China, Cuba y Venezuela.

La confusión, por cierto, no es solo semántica, sino esencial. Y es posible que en Chile, bajo un mismo nombre, estemos frente a dos conceptos antagónicos de democracia. Estas reflexiones me han surgido a propósito de la acusación de parlamentarios de oposición a tres jueces de la Corte Suprema, en virtud de una sentencia que les ha disgustado por razones que claramente no son jurídicas, sino políticas. Entiendo que el único precedente reciente de una vulneración tan palpable de la separación de poderes fue la destitución de todos los jueces por el poder político venezolano.

La democracia moderna se bifurca en dos vertientes diferentes y en ciertos aspectos contradictorias. Por una parte, la democracia liberal representativa, originada en el pensamiento de Locke, y por la otra, las llamadas "democracias totalitarias", inspiradas en Rousseau. La primera es el gobierno de la mayoría, pero tan importante como ello es la preservación de los derechos de las minorías y de las libertades individuales. Por eso se considera que la soberanía popular no es, ni puede ser, omnipotente, y debe ser limitada por al menos tres resguardos institucionales: la división de poderes que garantice, por sobre todo, un sistema judicial independiente del poder político; la existencia de una serie de derechos individuales que no pueden ser sometidos al veredicto de la soberanía popular, e incluyen el derecho a la vida, a la propiedad, a la libertad religiosa, de pensamiento, y de expresión; y finalmente, por una limitación de las esferas de la vida de las personas que pueden ser sometidas a las decisiones colectivas, porque corresponden al ámbito de lo personal y privado de sus derechos inalienables. El sistema de contrapesos y limitaciones al poder ha sido la forma más efectiva de garantizar un debido equilibrio entre la necesidad de que las mayorías gobiernen y la conveniencia de que los individuos mantengan el máximo de libertad en sus manos.

La democracia totalitaria, por otra parte, cree que el poder de la mayoría (que nunca es la voluntad de todos) es absoluto, y que ella, por definición, por el mero hecho de ser mayoría, actúa por el bien del conjunto, representa la verdad y no puede errar. Dicho poder público no tiene limitaciones y puede interferir en todos los aspectos de la vida de los ciudadanos.

Es triste pero necesario recordar, frente a la amenaza a la autonomía de los jueces, que la democracia, a diferencia de la rosa, no es nada más que un nombre, que las mayorías pueden ser tiránicas y que también existe el despotismo "de los sentimientos y opiniones prevalecientes".

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