Reforma Agraria en Chile

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La Tercera, 21.07.2017
Angélica Ovalle, historiadora especialista en el tema

A 50 años de la publicación de la ley de Reforma Agraria, distintas iniciativas organizadas por instituciones públicas y privadas han puesto una vez más en relieve este tema, evidenciando que este proceso aún no logra convocar un razonable grado de consenso histórico en nuestra sociedad.

La implementación de la Reforma Agraria revelaría una multiplicidad de acentos y paradojas. Sin una orientación clara, sus objetivos primordiales fueron cambiando en manos de los gobiernos que la implementaron, y hubo, sin duda, una disparidad entre aquello que animaba tanto a sus diferentes promotores políticos como a sus ejecutores materiales. En teoría, la reforma permitiría a un tiempo aplacar ansias revolucionarias, aumentar la productividad del agro, terminar con el inquilinaje, captar el voto campesino, acabar con el sistema de latifundio y desarticular el poder político que ejercía la clase rural dirigente, entre otros fines. La complejidad inherente a reunir todos estos objetivos en la ejecución de una política pública que se aplicaría en todo Chile, en terrenos muy disímiles y con situaciones sociales y laborales de la más diversa índole, es fácilmente imaginable. Siendo tantos los objetivos, también es fácil visualizar que los análisis sobre sus efectos sean de lo más variopintos.

Con todo, no parece que lo anterior sea suficiente para explicar la tensión que resurge cada vez que aparece este tema en la discusión pública. En cambio, sí se obtienen luces sobre ello cuando se observa la relación entre la Reforma Agraria y el proceso de modernización de nuestra sociedad. Ya desde los inicios del siglo XX la sociedad chilena había ido asimilando los distintos avances de la modernidad, pero es en la década de 1960, en un contexto profundamente convulsionado, que se produce un verdadero quiebre entre la vocación tradicional y las ansias modernizantes del país, Reforma Agraria mediante. Y es que la transformación forzada por esta reforma sería brutal: ella no solo desarticularía la sociedad rural, sino que echaría por tierra una manera tradicional de ser que, teniendo sus raíces en lo rural, se proyectaba hacia las ciudades y, para bien o para mal, definía para todo el país la manera de gobernar, de habitar la ciudad, el modo de entender nuestra cultura y de ser sociedad. Las raíces quedaron rotas; de allí que la polarización generada por este proceso fuera tan profunda, pues no solo encarnaba la oposición entre los dos bloques de la Guerra Fría, sino también, y principalmente, la lucha entre el Chile tradicional y el aún desconocido Chile moderno.

Desde entonces prevalecerían en Chile los proyectos puramente modernos en su concepción, desarraigados, excluyentes, de ambiciones totalizantes; uno tras otro, estos solo acentuarían la ruptura con nuestro pasado. Poniéndose en entredicho el propio valor de la historia, no es casual que hoy la discusión sobre el tema gire en torno a frases clichés y a la descripción de incontables casos particulares, despreciándose el verdadero impacto que tuvo este proceso en nuestro país y su enorme densidad simbólica. A medio siglo de ocurridos los hechos, quizá es tiempo de que tanto sus partidarios como sus detractores, y asimismo aquellos que miran la Reforma Agraria como un asunto meramente “de campo”, comiencen a dialogar con mayor capacidad crítica sobre la que posiblemente ha sido la política pública más decisiva y significativa de nuestra historia nacional reciente.

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