Repensando los dilemas de la III República Francesa

Extracto de libro
OpinionGlobal, 01.02.2017
Juan Salazar Sparks, cientista político, embajador (r) y director ejecutivo de CEPERI
  • El Hombre, el Estado y el Sistema: La diplomacia en la era del nacionalismo europeo (1814-1939). Universidad Finis Terrae, Santiago 2005. Juan Salazar Sparks

Durante los 64 años de existencia de la III República Francesa, ese país tuvo 97 gabinetes, lo que arrojó un promedio de rotación de 8 meses. La razón de la falta de continuidad política residía en que los gobiernos galos dependían de la confianza de la Cámara de Diputados, en circunstancias de que abundaban los grupos parlamentarios minoritarios, los diputados no se sometían a la disciplina partidaria, y sus intereses eran esencialmente localistas (sistema electoral de distritos uninominales), todo lo cual se expresaba en mayorías parlamentarias poco estables. En el fiel de la balanza parlamentaria se situaban los radicales (Partido Republicano Radical y Partido Radical Socialista), de tradición mesocrática y laica, aunque representaban distintas sensibilidades sea a la derecha o a la izquierda del espectro político. En la inmediata posguerra, predominaron al comienzo los gobiernos moderados, siendo éstos gradualmente desplazados por combinaciones más izquierdistas.

La evolución política

Partiendo por las primeras elecciones parlamentarias después de la guerra (1919), ganaron las fuerzas conservadoras agrupadas en el Bloc National, fruto del prestigio de Clemenceau y del miedo de parte importante del electorado por la expansión del bolchevismo. Sin embargo, la coalición no supo explotar su éxito inicial y repudió al “Padre de la Victoria” por haber cedido ante Wilson en la cuestión del Rin. Le sucedió entonces otro gran representante de la tradición nacionalista y conservadora francesa, Raymond Poincaré (1880-1934), un abogado y economista que llegó a ser miembro de la Academia Francesa.

Poincaré era inteligente, tenía experiencia y era decidido. De comportamiento frío, carente de floridez y más bien rígido, no era necesariamente popular en Francia. Pero, a todas luces, era la figura dominante de la política exterior gala, así como el más encarnizado adversario de Alemania. Todas sus iniciativas apuntaron a evitar el aislamiento internacional de Francia como el que se había dado en 1870. Siempre preocupado de mantener vigente la alianza franco-rusa y las buenas relaciones con Gran Bretaña, la ocupación militar del Ruhr (1923), a fin de exigir el pago de las reparaciones alemanas, será una iniciativa enteramente suya.

Los sucesivos gobiernos del Bloque Nacional mantuvieron una misma línea en política exterior, que consistía básicamente en “garantizar el respeto de los tratados y mantener el equilibrio que con ellos se había instaurado”, así como “asegurar a Francia una posición dominante en la Europa posbélica”. Con ese fin, se consolidaron los vínculos con Bélgica y se estipularon una serie de tratados con los estados de Europa oriental, entre ellos Polonia y los de la Pequeña Alianza (Checoslovaquia, Yugoslavia y Rumania). Sin embargo, la postura internacional francesa era bastante intransigente, tal como se evidenciaba en el envío de sus barcos al Mar Negro y sus tropas a Odesa y por el hecho de que fue la única potencia europea en comprometerse militarmente en la guerra ruso-polaca de 1920 y en reconocer el gobierno blanco ruso.

Si bien la política interna gala pasaba por un período de relativa calma y prosperidad, lo cierto es que la situación de fondo era engañosa. De partida, el gobierno simplemente se abstuvo de hacer cosas y de enfrentar los problemas. El espejismo gubernamental, y de los políticos en general, era que Alemania pagaría las reparaciones y que eso financiaría las escuálidas arcas francesas. Ni siquiera era necesario aumentar los impuestos. Como ni una de las dos alternativas se daba, hubo que recurrir al endeudamiento. Por otra parte, el gobierno aplicaba una política económica de valorización del dinero (inflacionista), al tiempo que debía enfrentar fuertes movilizaciones sociales, siendo incapaz a la postre de encontrar una salida a la crisis financiera.

Los grandes personajes

Esta situación facilitó la victoria electoral del Cartel des Gauches, una coalición entre los poderosos radicales y los socialistas, liderada entre 1924 y 1926 por el radical Édouard Herriot (1872-1957). El eterno alcalde de Lyon, era algo torpe políticamente pero un idealista incansable, ferozmente republicano y anticlerical, de origen humilde y -en gran medida- un autodidacta que llegó a maestro de escuela y profesor universitario antes de ser elegido diputado. Su objetivo fue revertir la política “revanchista” del binomio Clemenceau-Poincaré, preocupándose además de mejorar las relaciones con Gran Bretaña, aprovechando la llegada al gobierno del laborista Ramsay MacDonald. Fue, asimismo, el primero en buscar un entendimiento con los soviéticos.

Como otros estadistas galos, Herroit era más retórico que conocedor de la economía y los errores pasados cayeron sobre el desventurado líder radical, sobre todo con respecto a una desatada inflación. Si bien la crisis económica mundial llegó tarde a Francia, ella tuvo un carácter tenaz. Los precios de productos agrícolas básicos (trigo y vino) y de las industrias tradicionales (metalúrgica y textil) se vinieron abajo, generando un déficit presupuestario y un desequilibrio de la balanza de pagos. Ante ello, los sucesivos gobiernos galos se abstuvieron de seguir el ejemplo británico y no se decidieron por devaluar el franco.

En esas circunstancias, una defraudada derecha económica francesa comenzaría a mirar con interés los experimentos fascista en Italia y nazista en Alemania, porque en ambos casos había más orden y desarrollo. Uno de sus empresarios, el magnate de la electricidad Ernest Mercier (1878-1955), por ejemplo, lanzará en 1926 un movimiento antiparlamentario llamado Redressement Francaise. Entre los personajes que lo acompañaban, se encontraba la extraña y confusa figura de Raphael Alibert (1887-1963), que en 1920 era un ardiente monarquista y que durante la segunda guerra mundial emergerá como el mentor político del mariscal Pétain desde su cargo de ministro de justicia del régimen de Vichy. Otro ejemplo era la Solidarité Francaise, creada en 1933 por el magnate corso de los perfumes Francois Coty (1875-?). Empero, el más famoso de todos será Action Francaise, fundada en 1899 con un alto contenido antisemita por los intelectuales monárquicos y católicos Charles Maurras y Léon Daudet. Para colmo, los militares más importantes (Gamelin, Weygand, Pétain y Georges) eran todos, además de hombres viejos y medrosos, monarquistas o antirrepublicanos. En suma, Francia era una sociedad desunida y al borde de la guerra civil.

El empeoramiento de las condiciones de vida exacerbó los antagonismos sociales determinando que el gobierno de Herroit tuviera una corta duración. Si la clase dominante francesa en la oposición se mostraba egoísta, pechadora y corto plazista, los izquierdistas en el poder parecían muy ignorantes, estaban confundidos o eran muy tímidos, porque mantenían al gobierno al filo de la quiebra. Herroit era su mejor ejemplo: un político inteligente, orador capaz aunque florido, y un académico brillante. Sin embargo, todavía se hallaba obsesionado por temas viejos, como la lucha entre el estado y la iglesia, sin comprender bien los problemas económicos de la posguerra. Siendo un hombre genial, cortes con sus oponentes y siempre dispuesto a buscar un compromiso, no tenía la ambición o el carácter suficiente como para imponerse. Varios de los historiadores franceses lo han presentado como un hombre más bien lírico e improvisador, incapaz y mal negociador, achacándole en este último sentido haber sostenido una posición débil frente a Alemania en la Sociedad de Naciones.

Para salvar la situación y la moneda (franco), el electorado recurrirá a la Union National, con un gabinete ministerial donde participarán políticos de todas las tendencias (incluyendo Herroit), bajo el liderato conservador de Poincaré que regresó como primer ministro.

El escrupuloso y sistemático político lorenés logrará afirmar el franco y, con ello, produjo una suerte de recuperación económica en la medida que retornó el capital y que se obtuvieron mayores ingresos por alzas de impuestos. El referido proyecto gubernamental se extiendió entre 1926 y 1932, destacándose otras tres figuras de la derecha francesa una vez que Poincaré abandonara la política (1929). Una de ellas, André Tardieu, asumió la jefatura del gobierno en 1929, habiendo sido antes el brazo derecho y protegido político de Clemenceau, un parisino ambicioso, astuto, dinámico y brillante, aunque un tanto arrogante y distante de las masas, de profesión periodista y profesor de historia, así como oficial en la primera guerra mundial y embajador galo en Washington en 1917. La otra, Louis Georges Mandel (1885-1943), era un político de origen judío, con carácter granítico, modales fríos y persona más bien escéptica. Como asesor presidencial, había gobernado Francia mientras Clemenceau hacía la guerra y era un anti-alemán reconocido. Fue la eminencia gris de la política gala hasta 1934 (ministro de correos y telégrafo), una suerte de Richelieu en la sombra. Durante la segunda guerra mundial, empero, fue detenido y muerto por las milicias del régimen de Vichy.

El tercer personaje es el astuto y escurridizo Pierre Laval (1883-1946), que misteriosamente surgió de la humilde oscuridad a la riqueza y a la influencia, una persona poco cultivada pero con toda la chispa y la tenacidad del campesino francés, pues descendía de una larga línea de hospederos y carniceros del pequeño pueblo rural de Cháteldon. Gracias a su ambicioso viraje político de la extrema izquierda a la ultraderecha se verá participando en tres gabinetes de Briand y en dos de Tardieu antes de ser primer ministro (1934). Un político orgulloso, arrogante y decidido, que desdeñaba las opiniones de terceros y cuya fuerte convicción de poner fin a la rivalidad franco-germana lo llevó a la intriga final contra la III República, a dirigir el régimen de Vichy durante la ocupación alemana en la segunda guerra mundial y, finalmente, a la humillación personal después de ella.

Este gobierno de alianzas carecía del suficiente apoyo y debió dimitir. Le sucedieron otras seis coaliciones de izquierda moderada dirigidas por el radical Édouard Daladier, y con Aristide Briand como su político más destacado, alianza de tinte más bien continuista que no tardó en enajenarse el apoyo socialista, siendo derrocada al final tras la resonante jornada de motines organizados por fascistas y realistas del 6 de febrero de 1934. Durante los siguientes dos años, si bien se impone nuevamente una alianza de derecha, ella es incapaz de frenar la polarización política interna, ni de manejar la crisis internacional derivada de la conquista de Abisinia por los italianos. Le sucede entonces entre 1936 y 1938 el Front Populaire con su programa de “pan, paz y libertad”.

Todos estos cambios gubernamentales se suceden bajo una fuerte agitación política entre las fuerzas de derecha que temen al bolchevismo y las fuerzas de izquierda que buscan la contención del fascismo ya consolidado en Italia, Alemania, Austria y otros países menores del continente.

En política exterior gala, siempre atenta a la estructuración de acuerdos que le garanticen su seguridad frente a Alemania, el Frente Popular le da un giro importante. Las relaciones con su aliado británico no han mejorado sustancialmente durante la posguerra, así es que se vuelca gradualmente hacia Moscú. El resultado es un entendimiento franco-soviético que naturalmente tiene en mente el ascenso de Hitler. Pero su efecto inmediato se traduce en la política interna francesa, ya que implica un cambio de orientación por parte de Stalin que ayuda a la creación del referido Frente Popular, donde por primera vez se produce la unión de todos los partidos de izquierda galos (radicales, socialistas y comunistas) junto a los sindicatos en un frente común.

Detrás de tal bloque está también el radical Édouard Daladier (1884-1957), que representaba lo mejor de la Francia republicana y liberal del período de entreguerras. Apodado “el Toro de Vaucluse” (por el volumen de su cuello y su distrito electoral), era un político de baja estatura, talla maciza y con una cierta semblanza a Napoleón, proveniente de una familia provenzal de origen campesino e hijo de pastelero. Antes de llegar a la política, fue un maestro de escuela, demostrando el bagaje intelectual del típico normalieu francés. Un hombre de reflexión y contemplación antes que de decisión; más que una falta de voluntad, le pesaba un profundo sentido de la responsabilidad en sus actos. Alumno de Herroit en la universidad y su protegido político por muchos años. Pero al momento de estructurarse la alianza de izquierda, ambos estaban peleados, porque Daladier representa la generación de los “Jóvenes Turcos” del partido que propician el movimiento hacia el Frente Popular (la aceptación de los comunistas).

El régimen encaraba entonces graves situaciones internas y externas que se fueron sumando para lanzar a Francia al despeñadero: huelgas y desórdenes, hostilidad empresarial, inflación y cesantía, la guerra civil española, la aventura de Mussolini en África, el rearme alemán etc. Desde 1933 en adelante la economía gala empezó también a derrumbarse sistemáticamente.

El líder del Frente Popular fue el socialista Léon Blum (1872-1950). Nacido en París y descendiente de una acaudalada familia judía de Alsacia, había estudiado filosofía y derecho para dedicarse al servicio público francés. Intelectual, elegante y refinado, así como humano y tolerante, también se destacaría como un distinguido crítico literario. Si bien ingresaría al partido socialista en 1899, sería ante todo un hombre de letras que publicó diversos trabajos sobre crítica dramática. No era un gran orador, ni tampoco un líder mesiánico, ni un demagogo o un oportunista, puesto que no mostraba grandes ambiciones políticas. Era, simplemente, un humanista cultivado e intelectual. A parte de la docena de libros que escribió, practicó el periodismo y fue co-fundador en 1906 del diario L’Humanité con el socialista Jean Jaurés.

Como gobernante, Blum fue honesto y un mandatario de calidad, aún cuando doctrinario, demasiado cerebral y un tanto rígido. Junto con ciertas medidas saláriales, su gobierno reformó el conservador Banco de Francia (equivalente a un banco central dominado por unas doscientas familias poderosas), nacionalizó la industria de municiones, disolvió las diversas ligas fascistas y tomó la trascendental decisión de devaluar el franco, desligándolo del patrón oro. Si bien en los comienzos logró una razonable activación económica del país a través de un mayor consumo, a la postre no pudo sostener su programa de reformas debido a sus elevados costos y a la poca productividad de la economía francesa. Quedó a mitad de camino y la desconfianza de los inversionistas terminó por truncar el crecimiento económico.

Blum era valiente, pero le costaba decidirse, y su Frente Popular resultó ser incapaz de resolver los dos problemas básicos de Francia en aquellos momentos: por un lado, la izquierda (sobre todo los comunistas) crea desconfianzas que acarrean la fuga de capitales y, con ello, un empeoramiento de la situación económica; y por otro lado, Francia se deslizaba gradual pero inexorablemente tanto hacia el enfrentamiento interno (derecha e izquierda, empresarios y obreros, civiles y militares) como hacia el enfrentamiento externo (para la derecha el enemigo es el comunismo soviético y para la izquierda es el nazismo alemán).

Es cierto que la sociedad francesa era todavía demasiado democrática y, sobre todo, burguesa, para que el fascismo fuera una atracción de las masas. Pero, a pesar de todos los peligros que se cernían desde el exterior y que podían facilitar el consenso nacional, el líder del Frente Popular despertaba igualmente fuertes antipatías en la derecha, la que incluso acuñará el eslogan “mejor Hitler que Blum”. Esos sentimientos llevarían al descrédito del líder socialista y de su gobierno. Por ello, como último recurso, el Frente Popular será reemplazado a última hora por un Gobierno de Defensa Nacional presidido por Daladier, que heredaba todas las debilidades y las crisis políticas de la Tercera República.

A medida que avanzaban los años treinta, se fueron agudizando las divisiones ideológicas, políticas y aún sociales en Francia. Fue imposible que los partidos políticos obtuviesen alguna vez una clara mayoría para gobernar, pues salvo los socialistas (fundados en 1905) carecían de organizaciones verdaderamente nacionales. Si bien había continuidad en cuanto a las principales figuras políticas en los diferentes gabinetes, las instituciones sufrían de una gran inestabilidad. Los grandes políticos, como el mismo Blum, los Briand, Herriot, Daladier, Mandel o el último de los jefes de gobierno antes de la guerra, Paul Reynaud (1878-1966), se vieron al final sobrepasados por los conflictos y no pudieron salvar la III República. Varios de los hombres fuertes (Clemenceau, Briand) habían fallecido, o bien, se habían retirado de la política (Poincaré). Los que quedaban eran eminentes (Herriot y Daladier), pero les faltaba personalidad y carecían de instituciones fuertes frente a la acción denodada de los extremismos. Por lo demás, Francia seguía atrasada en muchos aspectos, sobre todo en lo relativo a su débil crecimiento demográfico, lo que incidía en un estancamiento agrícola a la vez que su producción industrial continuaba a la zaga del de las otras grandes potencias. La combinación de estos males económicos se traducía, por otra parte, en continuos problemas financieros y en alzas de precios (inflación).

Para todos los franceses, por igual, el mayor desafío era de tipo demográfico: la caída del índice de natalidad. Tanto clase dirigente como electorado de los años veinte veían con preocupación el hecho de que su nación contara con 42 millones de habitantes contra 65 millones situados al otro lado del Rin. Entre 1800 y 1914 Inglaterra había quintuplicado su población, Alemania e Italia la habían triplicado; Francia, a pesar de una inmigración intensa, no había llegado a doblarla. A pesar de ese fuerte desequilibrio, el pequeño burgués galo igualmente no quería morir, ni ver su pequeño negocio o sus pocos ahorros destruidos. La solución se encontraba en poder contar con un buen sistema de defensa y seguridad. Por ello, al considerar la Paz de Versalles como insuficiente, los gobiernos de distinto signo en Francia se ocuparán de construir un sistema de seguridad sobre la base de la combinación de varios elementos: el ejército más poderoso del continente, una gran fuerza aérea y un gran número de tanques y artillería, una línea de fortificaciones en la frontera oriental (línea Maginot), un inmensa industria de municiones, la mayor reserva de oro del mundo, los avales de la Sociedad de Naciones y del pacto Briand-Kellog sobre renuncia a la guerra, la desmilitarización de Alemania, los tratados de Locarno, las alianzas diplomáticas y militares con la Pequeña Entente (pacto entre Checoslovaquia, Yugoslavia y Rumania), los arreglos particulares con Polonia, el tratado de asistencia mutua con la URSS, y el llamado “frente de Stresa” con Italia y Gran Bretaña.

Uno de los artífices de este compleja red de instrumentos fue el escritor, periodista y político Aristide Briand (1862-1932), un abogado provinciano de Nantes de origen humilde, al parecer el hijo ilegítimo del barón Clément H. Lareinty de Baillardel (1824-1901). Briand se inició como senador socialista y masón (llegaría a ser secretario general de dicho partido), pero con los años se fue inclinando cada vez más al conservadurismo. Se trataba de un hombre pequeño de talla, con pelo desgreñado y unos enormes bigotes caídos, pero de enorme atractivo personal, elocuencia e imaginación. Más que un intelectual era un gran orador que poseía una habilidad suprema para captar el estado de ánimo de sus audiencias. También un personaje imaginativo e irónico incorregible, con un agudo sentido del humor, fue elegido a la Cámara de Diputados por primera vez en 1902, ministro de educación en 1909 y primer ministro entre 1915 y 1917 (lo sería también en otras tres oportunidades). Briand se destacó sobre todo como el amo de la política exterior gala de posguerra, al ser durante catorce gobiernos consecutivos el jefe indiscutido del Quai d’Orsay (1925 y 1932). Era el mejor de los oradores de la III República por su polémica flexible y fraseología atractiva, así como un gran artista no sólo de la tribuna política gala sino de la diplomacia europea de entreguerras: una de las grandes figuras de la Sociedad de Naciones. Como buen romántico, era un hombre de intuición; y careciendo de una ideología muy firme, demostraba gran tacto y era esencialmente conciliador. Las gestiones de Briand intentaron dar nuevos aires a una política exterior francesa dominada desde 1918 en adelante por el temor de una revancha alemana y cuyas cuatro grandes reglas habían sido:

(i) La búsqueda de una alianza con la URSS, repitiendo la estrategia previa a la Gran Guerra;

(ii) Hacer respetar a los alemanes la desmilitarización de la zona del Rin;

(iii) Incorporar a Italia en un frente antialemán; y

(iv) La reorganización y fortalecimiento del ejército francés.

A través de la cooperación internacional, Briand procuró conducir a Gran Bretaña por una nueva senda, a fin de que ésta ayudase mejor a garantizar la seguridad francesa. Con la ventaja de sus contactos personales (Austen Chamberlain en el Foreign Office y Gustav Stresemann en la Wilhelmstrasse), fue capaz de poner en vigor en 1925 el Pacto de Locarno.

Poco después de Locarno, el popular estadista francés firmaría en 1928 un pacto de renuncia a la guerra con el secretario de estado norteamericano Frank Billings Kellog (1856-1937) y también ensayaría una Federación de Europa. Bajo el gobierno de Pierre Laval, y en tiempos del Canciller Brüning (1932), Briand continuaría buscando la reconciliación directa con Alemania. Sin embargo, fruto de los acontecimientos posteriores, muchos en su país lo criticaron de ser ingenuo, al igual que en 1922, cuando le costó la jefatura del gobierno las acusaciones de que se había convertido en un peón de la posición blanda del británico Lloyd George en lo referido a las reparaciones alemanes.

Conclusiones

A pesar de todas las garantías externas y el malabarismo diplomático de Briand, había una realidad insoslayable en Francia. El frente interno se encontraba dividido, fruto de lo cual experimentaba una rotación de gabinetes demasiado alta (ocho meses en promedio). Si el corazón de los franceses se ubicaba a la izquierda, su bolsillo se situaba a la derecha, lo que determinaba una criatura política de impulsos conflictivos. Es más, la política gala era en gran parte materia de personalidades y los parlamentarios respondían más a intereses individualistas que partidistas. Como diría el antes citado historiador galo, los ataques contra las instituciones de la III República provenían tanto de la izquierda como de la derecha. A la izquierda, la Tercera Internacional sostenía la tesis del partido único y de la dictadura del proletariado. A la derecha, el peligroso ejemplo del fascismo italiano inspiraba las esperanzas de los reaccionarios franceses. Por último, el ejército francés tampoco era en el fondo, como se creía, el más poderoso del continente, porque en la práctica el soviético era más grande y el alemán mejor; su fuerza aérea era anticuada y Alemania se había rearmado sosteniendo una política revisionista y, tal vez lo más importante, así como Francia en 1914 se encontraba preparada para la guerra franco-prusiana de 1870 en 1939 se encontraba lista para enfrentar la guerra de 1914.

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