¿Y si algo ha cambiado?

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La Tercera, 27.08.2017
Ascanio Cavallo, periodista, escritor y crítico de cine

En los mentideros de las ciencias políticas -que ya son vecinos con los de la política a secas- se ha puesto en boga una teoría con cierto aire apodíctico, según la cual Chile se encamina hacia una nueva fase de polarización ideológica, social y política. Coinciden en esto intelectuales de derecha y de izquierda, aunque estos últimos parecen entusiasmarse -siempre teóricamente, por supuesto- cuando subrayan que tal fenómeno será más agudo si las elecciones las gana la derecha.

A veces, no pocas veces, la amenaza de la ingobernabilidad ha sido esgrimida como una especie de veto sociológico para la derecha. Es como si fuera impensable que en un país tan subdesarrollado la derecha pueda ganar las voluntades populares. Como si fuera inaceptable que en un país tan tremendamente desigual pueda la oligarquía imponerse en los votos. Como si, en fin, fuera imposible que en el país del malestar, en el país de mierda, pueda la derecha gobernar sin escudarse en una dictadura militar.

Para aceptar estas sorpresas hay que aceptar sus premisas: que Chile es subdesarrollado, desigual y pesaroso. Esta es la manera en que lo ha visto una cierta sociología tradicional, cuyas raíces se remontan a los profesores Alberto Baltra y Aníbal Pinto (un radical y un DC en la terminología actual): el famoso “caso de desarrollo frustrado” tan brillantemente descrito 65 años atrás. No es necesario refutar a estas ilustres inteligencias nacionales. Basta constatar que hablaban de un Chile muy diferente, en un mundo muy diferente.

No es este el espacio para repasar la lata sociológica, todo lo que ha cambiado en los chilenos. Sólo se propone una pregunta sencilla: ¿Y si los chilenos votantes, ciudadanos, maduros, pertinaces y participantes de ahora, los de estos tiempos, ven al país de otra manera?

El mundo de la izquierda se ha tomado siempre con desdén el hecho de que el peor de sus monstruos, el general Pinochet, obtuviera un 44% (y 54% en La Araucanía) en el plebiscito de 1988. Tuvo que ser un error, se dice, un producto del miedo, una secreción dictatorial, un algo. Ocho años más tarde, en un régimen democrático, Joaquín Lavín estuvo a 30.000 votos de quitarle a Ricardo Lagos el triunfo al que estaba predestinado. ¿Otro error, ya no un producto del miedo, sino del consumo, de la alienación, de algo? Y nueve años más tarde, con dos gobiernos socialistas de por medio, la derecha sobrepasó la frontera del 50%. ¿Cuál fue el error ahora? La selección del candidato (¡el mismo que sacó la primera mayoría de toda la historia!), la propaganda, el comando, algo.

¿No son bastantes señales de que la derecha, si aún es minoría, lo es en los márgenes, porque la supuesta robustez de la otra mayoría no ha sido tal por casi 30 años? ¿No será hora de admitir que el electorado chileno no es “naturalmente” de centroizquierda, aunque lo haya sido en un extenso período clave de la historia de Chile?

Estas preguntas son cruciales, porque la frustración de no obtener mayorías aplastantes, la sensación de que el país no entendía lo que le convenía, fue uno de los factores principales por los cuales la izquierda abjuró de la democracia en la segunda mitad del siglo XX, aplaudiendo a regímenes totalitarios y alentando a los revolucionarios, siempre más fieles a la vanguardia que a la vulgar democracia. La izquierda chilena pagó muy cara esa tentación y no es cosa de andárselo enrostrando antes de cada elección. Pero viene a cuento cuando la propia izquierda olvida que su origen remoto es el liberalismo, es decir, la lucha por las libertades individuales de las mayorías en contra de la opresión de las minorías aristocráticas, monárquicas, eclesiásticas u oligárquicas. La izquierda moderna es parte del “socioliberalismo” (como lo llama Paul Thibaud) que ha sido el sustento del sistema democrático en el último medio siglo, cuando incluso tuvo que soportar el desafío de las “democracias populares”, que al final se revelaron como simples tiranías oligárquicas, cuando no dinásticas. Desde luego que persiste también otra izquierda, que no tributa a esa tradición libertaria y que no se avergüenza del ejercicio dictatorial cuando la mayoría es esquiva (Maduro) o incierta (los Castro). Una parte de esa izquierda iliberal ha encontrado escondite en el populismo, y por eso no es raro que sea vacilante ante, por ejemplo, la tragedia venezolana.

En el Chile de los últimos 30 años ha prevalecido la primera izquierda, la libertaria, y ha sido favorecida por la mayoría. Pero nadie podría creer que esa mayoría tendría que ser eterna, inmutable e invariable. Puesto que la naturaleza de la democracia consiste en que la mayoría no es “dada”, cuando un sector la deja de tener es porque la ha perdido; no es por culpa de otros. Y entonces, ese cambio en la mayoría, ¿debe conducir a la polarización de manera inevitable? Desde luego que no. Se necesita atizarla, pero el resultado tampoco está garantizado.

La polarización encuentra un buen alimento cuando la política es practicada como una fuente de empleos. En ese caso, perder la mayoría es perder los ingresos, es decir que el estímulo para impedir que gobierne una mayoría distinta de la propia es inmenso. Esto es algo que está ocurriendo en Chile: hay partidos y sectores de partidos de la centroizquierda que han hecho del empleo clientelar una forma de creación y mantención del poder. Y hay una forma de militancia que consiste en estar disponible para ocupar dicho empleo. Pero esta es, por fortuna, una condición minoritaria, que no alcanza para garantizar la polarización, aunque pueda estimularla.

La derecha está hoy en una situación aún más favorable que la que tuvo en el 2009, cuando también se habló de polarización e ingobernabilidad. Depende exclusivamente de sus líderes que sepan interpretar lo que está ocurriendo en la sociedad chilena. No hay una teoría cuyas intuiciones sean inevitables.

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