Columna The New York Times, 28.01.2022 Yulia Latynina, periodista rusa de Eco de Moscú y de Novaya Gazeta
La pregunta está en boca de todos. ¿El presidente Vladimir Putin irá a la guerra contra Ucrania? A juzgar por la maquinaria propagandística de Rusia, donde los magnates de los medios de comunicación están prediciendo una victoria “en 48 horas”, la respuesta es un rotundo sí.
Sin embargo, la verdad es más compleja. Aunque Putin, sin duda, considera Ucrania como poco más que una provincia rusa, como sostuvo en un largo tratado pseudohistórico en julio, no es ni mucho menos evidente que la guerra fuese su objetivo. El conflicto directo —frente a los escarceos repentinos, las operaciones encubiertas o la guerra híbrida— no es, en realidad, el estilo de Putin. Es probable que el aumento de las tropas en noviembre fuese un intento de obligar a Occidente a renunciar a cualquier demanda sobre Ucrania. Fue una gran victoria de relaciones públicas a un costo mínimo.
Pero Occidente se dio cuenta de sus intenciones. Durante la semana pasada, en especial, Estados Unidos y la OTAN han adoptado un tono notablemente más afilado al hablar de Rusia y, lo que es más importante, enviaron equipamiento militar a través de Europa del Este y pusieron a sus tropas en estado de alerta. El mensaje es claro: si Rusia no quiere disminuir la tensión, tampoco lo hará Occidente.
En lugar de poner a Estados Unidos en una trampa, Putin ha caído en ella. Atrapado entre el conflicto armado y una humillante retirada, ahora ve cómo su margen de maniobra se reduce hasta la nada. Podría invadir y arriesgarse a la derrota, o podría retroceder y que su temeraria política no le haya servido para nada. Lo que pasé después es una incógnita, pero sí está clara una cosa: a Putin le salió mal la jugada.
Tal vez no parezca obvio que el Kremlin, que desde noviembre ha concentrado más de 100.000 soldados en la frontera ucraniana, no tuviese el propósito de ir a la guerra. Sin embargo, hay muchas razones para pensar que Rusia reculará de la invasión. Para empezar, Putin —cuya instintiva cautela he observado desde muy cerca en las últimas dos décadas— tiene un historial de retirarse ante la primera señal real de conflicto. Cuando unos mercenarios rusos murieron en enfrentamiento con tropas estadounidenses en Siria en 2018, por ejemplo, tuvo la oportunidad perfecta para tomar represalias. En cambio, Rusia negó que la matanza ocurriera.
Asimismo, cuando drones turcos abatieron a mercenarios rusos y destruyeron material en Libia y Siria, tampoco hubo el menor atisbo de reconocimiento. De hecho, parece que Putin era tan consciente del poderío de Turquía que no se atrevió a unir fuerzas con Armenia cuando, en septiembre de 2020, su territorio fue atacado por Azerbaiyán con el respaldo de Turquía. Y, tras enviar con aire triunfante a sus tropas a Kazajistán por tiempo indefinido, Putin empezó retirarlas muy poco después de que el ministro de Asuntos Exteriores de Rusia recibiera una llamada de su homólogo chino.
Es revelador que las principales operaciones militares exitosas de Rusia bajo el mandato de Putin —la derrota de Georgia en 2008 y la anexión de Crimea en 2014— sucedieran cuando Occidente miraba hacia otro lado. En ambos casos, el mundo estaba desprevenido y Rusia pudo completar sus designios sin la amenaza de una oposición internacional armada. Ahora no es así.
Es más: no hay ninguna razón interna para querer ir a la guerra. Sí, los niveles de aprobación de Putin están bajando y los precios están subiendo, pero no hay agitación en el país y faltan dos años para las elecciones. Putin no necesita una aventura expansionista para apuntalar su régimen o distraer a la población de sus problemas. La guerra es un gran botón rojo que solo se puede pulsar una vez. Ahora mismo, no hay necesidad de ello.
Y luego está la principal razón: Rusia no tendría ninguna garantía de victoria. El ejército ucraniano ha mejorado mucho, al contar con un equipamiento de mayor nivel y haberse preparado para la invasión por tierra, y seguramente las tropas rusas desplegadas cerca de la frontera sean insuficientes para conquistar el país. Debido a su mera envergadura, el ejército ruso podría lograr avanzar: la cantidad tiene calidad por sí misma, como supuestamente dijo Stalin. Pero, sin duda, el costo serían pérdidas catastróficas de vidas humanas.
Si tenía pocas intenciones de invadir, ¿por qué Putin lleva las cosas a ese límite? La respuesta es simple: Afganistán. La desastrosa retirada de Occidente del país en agosto fue una señal de que Estados Unidos tiene cada vez menos interés en involucrarse en el extranjero. Es obvio que Putin, envalentonado, decidió que era un buen momento para presionar con su causa: la revisión del orden posterior a la Guerra Fría. Sin las habituales monedas de cambio —sin una economía sólida, armas superiores ni seguidores fanáticos—, recurrió a la imprevisibilidad. Cuanto más irracional fuese su conducta, según esta lógica, más probable era que Estados Unidos aceptara sus demandas.
Esas demandas, publicadas en forma de pseudotratado en diciembre, eran en muchos casos absurdas. La exigencia de que la OTAN retire sus tropas de los Estados miembro, por ejemplo, jamás se habría aceptado. La petición central —que la OTAN le niegue a Ucrania su ingreso— era ridícula, por otros motivos. No había ninguna posibilidad de que Ucrania se convirtiese en miembro de la OTAN en el futuro cercano, con ultimátum o sin él. Pero ese era el propósito de Putin: al exigir algo que ya estaba sucediendo, Putin aspiraba a anotarse una victoria frente a Occidente.
En cambio, en lugar de someterse, Estados Unidos tomó el camino contrario y empezó a armar a Ucrania. El miércoles, respondió oficialmente a las demandas de Putin; aunque no conocemos los términos exactos de la respuesta, el secretario de Estado, Antony Blinken, recalcó que no habría concesiones. Por tanto, Putin está atrancado.
Sus opciones son limitadas. Puede exigir que Occidente interrumpa sus suministros militares. Podría dirigir sus frustraciones hacia la oposición, mientras intenta presentar a Rusia como la víctima del malvado Occidente. O podría tantear el terreno con una provocación iniciada por supuestos ciudadanos particulares rusos, a los que Putin llamó una vez “mineros y conductores de tractores”. Quizá le sirva en cierto modo para salvar las apariencias, pero la situación podría descontrolarse con facilidad. El riesgo de la guerra abierta es enorme.
Hay, tal vez, una certeza a la que aferrarnos: Putin nunca empezará una guerra que es probable que pierda. Así que la única manera de asegurar la paz es garantizar que, en un enfrentamiento militar, Putin jamás pueda ganar.