Diplomacia y Constitución

Editorial
Realidad & Perspectivas, N*112 (diciembre 2022)

Las relaciones internacionales y la defensa nacional son espacios estratégicos en los países soberanos y, por tanto, su aplicación configura políticas de Estado. Esto implica que diplomáticos y militares deben operar desde el máximo posible de profesionalidad y bajo la responsabilidad superior del jefe del gobierno respectivo. Se parte de la base de que sólo profesionales calificados pueden negociar temas de interés nacional y disuadir o enfrentar amenazas externas.

En lo que a la defensa se refiere, aquello es un objetivo culturalmente asumido y juridizado en los países de mayor desarrollo comparado. En éstos ya no hay espacio para designaciones “políticas” que afecten las jerarquías castrenses ni la memoria profesional de las distintas armas. En Chile un sistema constitucionalizado define el ingreso a la carrera militar, los procedimientos para designar altos mandos, sus periodos respectivos y los condicionantes de su eventual remoción.

Sin embargo, en la diplomacia, que es el arte propio de las relaciones internacionales, no se ha llegado a un nivel similar de profesionalidad. Salvo un par de excepciones, en Chile y en la región no se asume que diplomáticos y militares son –deben ser– profesionales complementarios. Unos para disuadir a los eventuales enemigos y los otros, para mantener y ampliar el espacio de los amigos. Ese déficit hace que la política exterior latinoamericana sea, de hecho, una política contingente o de gobierno. Se caracteriza por la designación de directivos o embajadores sin memoria del servicio ni conocimiento obligado de los usos y costumbres que requiere la actividad internacional.

Los resultados han sido insatisfactorios, por decir lo menos. Los déficits de profesionalismo han producido, recurrentemente, conflictos intrarregionales que no se solucionan por negociaciones y/o que van aumentando en peligrosidad según pasan los años, con el obvio incremento del gasto militar.

En Chile, país de configuración geopolítica compleja, esto se ha soslayado gracias a la gestión de cancilleres sabios, embajadores talentosos y “leyes cosméticas” que se designan como “modernizadoras”. El resultado ha sido que los conflictos mayores no se resuelven en instancias diplomáticas sino judiciales y que la capacidad negociadora –esencia de la diplomacia– tiende a reducirse a los temas económicos. El historiador Mario Góngora sintetizó esta situación diciendo que, en el siglo XX, el país “alcanza límites que siente naturales, haciéndose indiferente a problemas de política exterior, delegando su solución en funcionarios o en las Fuerzas Armadas”.

Por ello, antes de y durante los debates de la Convención Constitucional, en RyP planteamos que la perspectiva de una nueva Constitución era la oportunidad para instalar un servicio exterior de profesionalidad óptima.

Sugeríamos que los futuros convencionales fijaran “criterios básicos”, estableciendo pautas de ingreso y de promoción similares a los que existen en las cancillerías de prestigio reconocido. Sin embargo, no hubo oídos receptivos. En circunstancias que requerían el máximo posible de prolijidad en el tratamiento de los temas internacionales, la mayoría de los convencionales elegidos estimó más factible refundar el país que constitucionalizar la profesionalidad de su diplomacia.

Hoy, las circunstancias de entonces siguen vigentes y hasta han aumentado en su gravedad.

La pandemia que marcó el planeta no ha desaparecido. La guerra de Ucrania, con su amenaza global, hace imprescindible una diplomacia experta en cada país.

Además –como queda de manifiesto en esta edición de RyP–, las dictaduras, las democracias fallidas y los políticos golpistas hace rato están induciendo o buscando salidas intervencionistas en América Latina.

Dado que en Chile se ha relanzado un proceso constitucional escarmentado, podría decirse que es un nuevo momentum para asumir el déficit diplomático secular al máximo nivel normativo. Desafortunadamente, el marco que se está diseñando para la nueva Constitución no da espacio al optimismo. Ninguno de los “bordes” o “mínimos comunes” que deben respetar los futuros constituyentes contiene mención a la adecuada profesionalización de la Cancillería.

Si otra vez esto pasa inadvertido, la política exterior chilena seguirá siendo más de gobierno que de Estado y Góngora seguirá teniendo la razón.

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