Columna The New York Times, 18.08.2022 Oleg Kashin, periodista y escritor ruso
¿Qué es más fácil de imaginar, que Vladimir Putin declare de pronto el fin de la guerra a Ucrania y retire sus tropas, o que una Rusia sin Putin revise sus políticas, termine la guerra y empiece a construir relaciones con Ucrania y Occidente sobre una nueva base pacífica?
Es una pregunta difícil de responder. La guerra en Ucrania es, hasta cierto punto, fruto de la obsesión personal de Putin, y no es muy probable que acceda voluntariamente a ponerle fin. Lo cual nos deja con la otra posibilidad: Rusia sin Putin, y donde todas las esperanzas de una Rusia pacífica pasan por un cambio de poder en el país.
Eso también parece bastante improbable. Tras seis meses de guerra, no parece que el poder de Putin sea menos sólido que en tiempos de paz. Sus índices de aprobación son altos, y no tiene ni un solo opositor en Rusia cuya voz se pueda oír. De sus dos principales sucesores potenciales —Mijail Mishustin, el primer ministro, y Alekséi Navalny, líder de la oposición—, uno está atado por su lealtad al presidente y el otro está en la cárcel. Para que uno de los dos llegue al poder, Putin tendría que marcharse. Pero, salvo por un repentino cambio de opinión o una urgencia médica, no se irá a ninguna parte. El sucesor de Putin podría ser perfectamente Putin.
Es una perspectiva deprimente, que a muchos les resulta difícil aceptar. ¿Por qué no hay nadie entre la élite en el poder que, ante un presidente que está llevando su país a la ruina y los graves perjuicios que les está causando la guerra a ellos mismos, presione por la destitución de Putin?
¿Dónde están los valientes demócratas o funcionarios que, por el bien de su clase y de su país, se las ingenien para expulsar al presidente? Esas preguntas, a las que se suele dar voz en Occidente, son más un lamento que un aliciente para el análisis. Pero la respuesta está ahí, al alcance de la mano.
Durante años, los críticos dentro y fuera de Rusia han recurrido sobre todo a un tema para impulsar la oposición contra Putin: la corrupción. Por un tiempo ese enfoque logró algunos avances, sobre todo en manos de Navalny, cuyos videos, muy bien producidos, en los que documentaba la corrupción de la élite dirigente —incluido Putin—, parecieron hacer mella en la popularidad del presidente.
Sin embargo, la corrupción es el pegamento que mantiene unido el sistema, no el catalizador para derribarlo. Al sustentar su poder en el latrocinio de sus subordinados, Putin no estaba tratando de asegurar la comodidad y el bienestar de estos, precisamente. Es más probable que quisiera atar a la clase dirigente a un sistema conspiratorio de responsabilidad compartida, y garantizar así su solidaridad absoluta. En estas condiciones de complicidad, nadie podría dar el paso y desafiar al presidente.
Para ser estrictos, no es del todo correcto llamar corrupción a dicho sistema. La corrupción conlleva una desviación de la norma, mientras que en la Rusia de Putin la norma es precisamente que los funcionarios vivan de un dinero de origen dudoso. Si se siguiera la ley al pie de la letra, casi todos los ministros o gobernadores rusos podrían acabar en la cárcel. Sin embargo, en la práctica, Putin siempre ha aplicado la ley a discreción. Cada vez que uno de sus subordinados influyentes era acusado de corrupción, lo que ante todo se preguntaba la gente era cuál sería el motivo político oculto por el que lo habían detenido.
Así fue en el caso del exministro de Desarrollo Económico, Alekséi Ulyukayev, quien fue acusado de aceptar sobornos tras su enfrentamiento con Ígor Sechin, el influyente director ejecutivo del gigante petrolero ruso Rosneft y amigo de Putin. También ocurrió con varios gobernadores, entre ellos Nikita Belij, quien durante un tiempo lideró un importante partido de la oposición, y Serguéi Furgal, cuya victoria en unas elecciones contravino los deseos del Kremlin y fue puntualmente acusado, no de corrupción, sino de asesinato.
Lo que se llama corrupción en Rusia sería más correctamente descrito como sistema de incitación y chantaje. Si eres leal y el presidente está satisfecho contigo, tienes derecho a robar, pero, si eres desleal, te mandarán a la cárcel por robo. No es de extrañar que en las últimas décadas solo unas pocas personas de dentro del sistema de Putin hayan hablado públicamente contra dicho sistema. El terror siempre es más persuasivo que cualquier otra cosa.
La guerra tenía el potencial de alterar radicalmente este cálculo. La clase dirigente, que debe la adquisición de su riqueza a su posición en el poder, se las está viendo ahora con una nueva realidad: sus propiedades en Occidente han sido o bien confiscadas o sometidas a sanciones: se acabaron los yates y las villas, y no hay lugar al que escapar. Para muchos funcionarios y oligarcas cercanos al gobierno, esto significa el derrumbe de todos sus planes vitales y, en principio, cabe suponer que no hay ni un solo grupo social en Rusia más descontento con la guerra que los cleptócratas de Putin.
Pero hay un inconveniente: intercambiaron sus derechos como actores políticos por esos mismos yates y villas. La intriga fundamental de la política rusa está vinculada a ese hecho. La aventura militar de Putin ha tenido un devastador efecto en la vida del poder establecido, en el que siempre se ha apoyado. Pero las élites, impedidas por su dependencia del poder para mantener su riqueza y su seguridad, no se ven en condiciones de decirle no a Putin.
Eso no significa que su descontento no salga a la luz. El ministro de Finanzas, Antón Siluanov, habló públicamente sobre las dificultades de cumplir con sus obligaciones en las nuevas circunstancias. Alekséi Kudrin, presidente del órgano que audita las finanzas del Estado y muy próximo al Kremlin, explicó en una reunión con Putin que la guerra había llevado la economía de Rusia a un callejón sin salida. E incluso el presidente del monopolio militar-industrial del Estado, Serguéi Chemézov, escribió un artículo sobre la imposibilidad de llevar a cabo los planes de Putin. Sin embargo, sin un peso político que las respalde, esas opiniones no merecen interés para Putin, ni entrañan ningún peligro para él.
Es cierto que de las guerras suele salir una nueva élite entre los oficiales y generales, que podría amenazar el gobierno del presidente. Pero esto no está pasando todavía en Rusia, posiblemente porque Putin está intentando impedir que sus generales adquieran demasiada fama. Los nombres de las personas que están al mando de las tropas rusas en Ucrania se mantuvieron en secreto hasta finales de junio, y la propaganda sobre los “héroes” de guerra prefiere publicar reportajes sobre los que han perdido la vida y ya no pueden manifestar ambiciones políticas. En cualquier caso, Putin se ha rodeado de su personal de seguridad predilecto, cuya lealtad hacia él está fuera de toda duda.
Dada esta situación, los funcionarios de Rusia no pueden hacer mucho más que esperar. Podrían intentar realizar por su cuenta alguna maniobra discreta, que incluyera negociar al margen con Occidente, pero, hasta ahora, no hay indicios de que haya corredores humanitarios para las élites rusas. Aunque alguien —por ejemplo, un oligarca cercano a Putin, como Roman Abramovich— lograra llegar a Occidente, lo único que le esperaría allí serían bienes confiscados y sospechas. Comparado con eso, incluso la paranoia de Putin podría ser preferible.
Si los miembros de la élite dirigente son incapaces de derrocar a Putin, ¿quizá podrían hacerlo las clases medias profesionales, entonces? Pero las perspectivas ahí también son sombrías. Para quienes salgan a criticar la guerra, es muy instructivo observar la suerte que corrió Marina Ovsyannikova, productora del Canal 1 de la televisión estatal. Tras protagonizar una protesta de gran calado —durante la emisión en directo de un popular programa noticioso de la noche, apareció detrás de la presentadora sosteniendo un cartel que decía: “Paren la guerra”—, huyó del país para evitar la detención, dejando a su familia en Moscú.
Vagó durante meses por Europa, sometida a numerosas acusaciones, y no importó lo impresionante que fuera su protesta: sigue siendo, ante todo y sobre todo, un engranaje en la máquina de propaganda de Putin. Regresó a Rusia, donde fue detenida y multada varias veces, acusada de difundir información falsa, y su casa fue registrada. Sus antiguos compañeros de los medios y, en general, la clase media profesional, seguramente entiende que no tiene sentido imitar sus actos. Que es mejor esperar a que pase la guerra, tranquilamente en sus trabajos, que arriesgarse a la ruina y la infamia.
En el ámbito popular, las cosas no son mejores. Las prometedoras manifestaciones iniciales contra la guerra han sido completamente sofocadas por la amenaza del encarcelamiento. Las declaraciones públicas críticas, y más aún los mítines o las manifestaciones de protesta, son ahora imposibles. El régimen, ejerciendo la represión, tiene la situación interna bajo absoluto control.
El factor que sí amenaza gravemente la fuerza de Putin hoy es el ejército ucraniano. La única posibilidad de producir un cambio en la situación política de Rusia son las pérdidas en el frente, como bien atestigua la historia rusa. Tras la derrota en la guerra de Crimea de mediados del siglo XIX, el zar Alejandro II se vio obligado a introducir reformas radicales. Lo mismo ocurrió cuando Rusia perdió la guerra con Japón en 1905, y lo que en gran medida impulsó la perestroika en la Unión Soviética fue el fracaso en la guerra de Afganistán. Si Ucrania logra infligir un gran número de pérdidas a las fuerzas rusas, podría desencadenarse un proceso similar.
Sin embargo, a pesar de todo el daño causado hasta ahora, ese giro de los acontecimientos parece muy lejano. Por ahora y en el corto plazo, es Putin —y el miedo de que sin él las cosas irían peor— quien gobierna Rusia.