Hiroshima

Columna
La Tercera, 14.08.2022
Juan Ignacio Eyzaguirre

Los desplantes de soberbia y prepotencia en los quiebres generacionales tienen precedentes en la historia. Entre los casos más dramáticos es el de Japón de hace un siglo, cuando la arrogancia y porfía de una nueva generación solo encontró sus límites en dos bombas nucleares dejando millones de muertos a su paso.

Hay experiencias que marcan una vida. Sufrir la muerte temprana de uno de los padres. Sentir el cariño abnegado de una madre. Pasar hambre en la infancia. Gozar la satisfacción de una victoria deportiva. De la misma forma, hay episodios nacionales que marcan una generación radicando consensos, paradigmas y actitudes. Y tal como hay generaciones que se marcan, hay otras que se desmarcan de tales censos.

Tras las humillaciones de mediados de siglo XIX, la sociedad japonesa entendió que debía industrializarse para redimirse de la sumisión al poderío occidental. Con ello comenzó la era Meiji, una notable adopción de tecnologías y prácticas europeas, mostrando humildad y admiración ante el progreso occidental mientras se conservaban elementos de la cultura e idiosincrasia japonesa.

El auge japonés quedó en evidencia cuando su renovado ejército doblegó a China en la primera guerra sino-japonesa un poco antes del cambio de siglo, renovando el orgullo del ascendente imperio. Alentados por este triunfo, la creciente ambición territorial gatilló una guerra con el Imperio Ruso sobre Manchuria y Corea. Sería la primera victoria de una potencia asiática sobre una europea en décadas, reivindicando el orgullo japonés. La posterior participación de Japón en la Primera Guerra Mundial del lado de los aliados le otorgó reconocimientos adicionales como uno de los firmantes del Tratado de Versalles.

El éxito económico y rápida urbanización había traído grandes cambios sociales, sumados a la expansión de la participación política con, por ejemplo, el sufragio masculino universal.

Sin embargo, el progreso también gestó un imperialismo y militarismo entre jóvenes radicales de la orgullosa nueva generación. Haciendo caso omiso a las calamidades y humillaciones narradas por sus abuelos, estos jóvenes militares capturaron gran parte del poder político, incluso dando un golpe de estado en 1936 y asesinando a varios políticos moderados.

Su soberbia y ambición dio paso a la segunda guerra sino-japonesa. Ante el ánimo beligerante, Estados Unidos e Inglaterra le impusieron sanciones económicas y un embargo petrolero. Envalentonados, los jóvenes militares decidieron atacar a la mayor potencia mundial en un ataque sorpresa a Pearl Harbor tras su asociación en la Segunda Guerra Mundial con la Alemania nazi y la Italia fascista. Sus invasiones a las colonias europeas en Asia resultaron exitosas hasta la desastrosa batalla de Midway. Frente a una seguidilla de derrotas, la soberbia y orgullo de esta generación se volvieron porfía y obnubilación. El fanatismo se hizo presente en sus tropas. Su frustración se manifestaba en crímenes de guerra. Los ataques suicidas kamikazes eran cada vez más prevalentes. La obstinación de sus liderazgos dilapidaba vidas y negaba conceder una derrota, incluso después de que Alemania e Italia habían perdido la guerra. No fue sino hasta la explosión de dos bombas nucleares que la soberbia, arrogancia, porfía y fanatismo de la nueva generación terminaron siendo doblegados.

Japón tocó fondo.

Tras el desastre, la mesura y realismo volvieron. Se adoptó una nueva Constitución bajo el patronazgo estadounidense que transformó a Japón en la potencia industrial que es hoy día.

Lecciones del peligro de un quiebre generacional como el japonés debe ponernos en alerta. Existe el riesgo de que ante la frustración de una derrota, la falta de humildad y arrogancia de mancebos y mancebas se vuelvan corcoveos de porfía y obstinación, domados solo al tocar fondo, los que pueden poner en juego la paz y prosperidad del país.

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