Editorial El País, 09.04.2023
El país con más población del mundo resulta decisivo como contrapeso a China y puede ser clave para la paz en Ucrania
Si la demografía es el destino, el de la India será muy relevante en el futuro. Según las cuentas de Naciones Unidas, desde este mes de abril superará ya a China como el país más poblado del mundo, con cerca de 1.430 millones de habitantes, dato al que hay que añadir para comprender su significado una pirámide de población muy joven y una tasa de fecundidad todavía alta, en comparación con el envejecimiento chino y el declive poblacional producido por su política de hijo único. Si entre China e India suman un tercio de los habitantes del mundo, entre ambos países acumularán en 2023 la mitad del crecimiento económico del planeta, con una notable diferencia porcentual en favor de la India, situada en cabeza del crecimiento asiático y quinta economía mundial desde 2022, por delante del Reino Unido.
En un momento de serias dudas sobre la reorganización de las cadenas de producción globales, como resultado de las tensiones geopolíticas con Rusia y China, la India se está convirtiendo en alternativa de localización de muchas plantas de producción para multinacionales, como es el caso destacado de Apple. Junto a las ventajas del precio de la mano de obra, se trata de un país prácticamente anglófono y con un buen nivel educativo, especialmente en el campo tecnológico, y una creciente clase media abierta al mundo. A estas ventajas competitivas se suma la democracia federal y sus instituciones liberales, en especial el sistema judicial de matriz británica, una garantía comparativa de pluralismo respecto a China, a pesar de la deriva populista y nacionalista hindú del partido en el poder, el Bharatiya Janata Party, del carácter cada vez más restrictivo de su democracia mayoritaria y étnica hindú y de las crecientes actitudes discriminatorias con las minorías, especialmente la musulmana. Delhi practica una política exterior también de tintes nacionalistas, inspirada en un pasado idealizado y que puede parecer un calco de los ensueños putinistas y trumpistas. Pesan en su actitud exterior los estrechos lazos históricos con la Unión Soviética y el legado de su liderazgo fundacional del Tercer Mundo, con lo que se ha convertido en el país más representativo del llamado sur global, empeñado en la equidistancia en la guerra de Ucrania, incluso en un cierto apaciguamiento de Vladímir Putin, y comprometido con la idea de una multipolaridad que fácilmente se traduce en actitudes antioccidentales.
Al formar la India parte del Quad —con Japón, Australia y Estados Unidos—, cabe esperar una progresiva pérdida del magnetismo que ejercen las organizaciones inspiradas por China y por su agresiva política de inversiones de la nueva Ruta de la Seda, correlato de la creciente presencia naval china en los océanos Índico y Pacífico. La amenaza de China y de Pakistán, países aliados entre sí con los que la India ha librado ya varias guerras, gravita permanentemente sobre sus fronteras y conduce a debilitar el prurito de una vía india singular y favorece en cambio una tendencia natural al acercamiento a Estados Unidos, Japón y la Unión Europea.
Es obligado por tanto contar con la India como contrapeso a las ambiciones expansivas chinas en todos los campos, el económico por supuesto, pero también el de la diplomacia internacional y sobre todo la seguridad. La presidencia india del G-20 este año, muy condicionada por la guerra de Ucrania, está poniendo a prueba la capacidad de su Gobierno para trascender la propaganda interior que el primer ministro Narendra Modi extrae de las cumbres internacionales y para convertirse él mismo en un agente comprometido en los esfuerzos para conseguir la paz.