Las estribaciones finales del totalitarismo

Columna
El Líbero, 10.04.2023
Ivan Witker, académico (U. Central) e investigador (ANEPE)
Mariel y el caso de la embajada peruana representan los verdaderos hitos del ya longevo totalitarismo cubano. Con 43 años a cuestas, es indesmentible que la epifanía cubana no generó una sociedad próspera y que sobrevive sólo por su carácter opresivo y asfixiante

Cuba acaba de celebrar elecciones parlamentarias y las autoridades informaron de una histórica abstención. Reconocieron que 31% del padrón no participó. ¿Significa eso el fin del régimen? Ciertamente que no. Sin embargo, tal reconocimiento es revelador del caudal de agua subterránea corriendo en aquel régimen donde se conservan aún muchos vestigios soviéticos. Por alguna poderosa razón, el PC no se adjudicó esta vez esas obscenas cifras del 98% y 99% de los votos, con participación rozando el 100%.

Esta elección resulta muy sugerente a la hora de reexaminar el viejo tema de cuándo efectivamente se produce el derrumbe de un régimen totalitario. El colapso del caso más simbólico, el de la Alemania oriental, se suele datar en noviembre de 1989, cuando se cae el muro de la vergüenza (Schandmauer), como le llamaba el recordado político socialdemócrata, Willy Brandt. Sin embargo, en su esencia, el derrumbe se produjo en agosto de 1962, cuando debió iniciar su construcción para evitar su vaciamiento poblacional. Ahí se acabó su pulsión vital.

En tal lógica, la experiencia totalitaria cubana inició su declive el 1 de abril de 1980, a eso de las 15 horas. En ese momento, seis jóvenes, que en los minutos previos se habían apoderado de un bus de locomoción colectiva, se lanzaron de manera suicida contra las rejas de ingreso de la embajada de Perú en la capital cubana. Los recibió una lluvia de balas, disparadas por los dos guardias ubicados en las afueras de la casona. Fue tal el nerviosismo, que uno de los policías mató al otro. Tragicómico. Como muchos episodios de ese régimen.

Ocurre que apenas se esparció la noticia de tan singular hecho, miles de personas ingresaron frenéticamente a la embajada, pese a haber sido acordonada por policías prestos a usar sus kalashnikovs. La acción espontánea de unos jóvenes devino entonces en un desafío político mayúsculo.

¿Cómo ocurrió algo así en la hermética e hiper-vigilada Habana? ¿Cómo se podía estar produciendo tamaño desafío a un régimen totalitario?

Para un ciudadano común y corriente de una democracia resulta inimaginable, pero sólo pedían un salvoconducto para viajar. Para emigrar. No querían vivir ni escuchar más de igualitarismo, de paraíso socialista, de hombre nuevo. Ninguno quería “ser como el Ché”, tal cual reza el famoso slogan promovido hasta el cansancio por el régimen en escuelas y universidades cubanas. Tampoco una vida con libretos establecidos por el Estado. Tan sólo ganarse la vida dignamente. Querían probar el individualismo sin utopías.

Lo interesante, sociológicamente, es que aquella gesta no fue una simple huida del régimen, como suele ocurrir. Son miles quienes, por goteo, logran irse del país. Básicamente, deportistas y músicos. Recién ahora, por ejemplo, a mediados de marzo, uno de los beisbolistas más famosos, huyó de la delegación oficial mientras asistía al Clásico del Mundial de ese deporte en EE.UU. Durante 2022, cuarenta y dos deportistas se fugaron de la isla. Sin embargo, el caso de los ocupantes de la embajada peruana era distinto. Masivo y lleno de histrionismo. Como gusta en Cuba y en todo el Caribe.

Pero había otra gran diferencia. El grueso de los ocupantes no eran personas provenientes de sectores acomodados; víctimas de estatizaciones y expropiaciones. No. Eran simples obreros, campesinos, estudiantes. Gente común y corriente. Plebe.

Aún más. El 40% no tenía familiares viviendo en el extranjero y sobre el 75% eran negros o mestizos. Dos datos sociológicos enormemente diferenciadores de las emigraciones anteriores.

La gran oleada previa, denominada Camarioca, ocurrió en 1965, cuando lograron ser rescatadas por vía marítima unas cinco mil personas, que no huyeron a inicios de la revolución. Sea porque creyeron en los supuestos nacionalistas de Fidel Castro o por confiar en que el experimento revolucionario no podía destrozar a la pujante Cuba de las décadas anteriores. Los que huyeron por Camarioca eran blancos y formaban parte de la clase media acomodada del país.

Quizás eso explique el desprecio de la élite revolucionaria por estos cubanos de clase media baja que ingresaron a la embajada peruana, a quienes denostaron como “antisociales”, “vagos”, “parásitos” y “escoria”. Resulta curioso cómo un régimen fanático por el igualitarismo no haya logrado reducir la marginalidad social en 20 años.

La verdad es que esas invectivas revelaron la profundidad del remezón provocado por aquella toma de la embajada peruana. La élite revolucionaria sintió, por primera vez, un halo frío en la espalda. Presintieron que todo podía derrumbarse en cosa de horas. El régimen pasó a estar en estado de shock.

En los meses previos se habían multiplicado los rumores de quiebres en el entorno de Fidel Castro, especialmente a propósito de la muerte de Celia Sánchez, ícono de las colaboradoras cercanas de Fidel Castro, quien había tomado fuerte distancia del régimen y se estaba transformando en una figura incómoda. Además, se había conocido que el novelista Alejo Carpentier prefirió la medicina suiza para curarse su penosa enfermedad optando por esperar la muerte en Lausana. Fue también de público conocimiento que el régimen no sabía qué hacer con los miles y miles de soldados retornados de las operaciones militares en África. A estos infinitos líos domésticos se sumó la inédita “acción contrarrevolucionaria” de tomarse una embajada y pedir asilo masivamente. El régimen comenzaba así su descrédito internacional.

Como un baño de sangre y una crisis de salubridad en la embajada se hicieron inminentes, varios países intervinieron con gestos humanitarios. España ofreció acoger a 500 personas, Costa Rica y Ecuador a 300 cada uno y el presidente estadounidense, Jimmy Carter anunció 3500 visas. Había que ceder y negociar.

Lo primero fue abrir, por seis meses, una apacible y hasta ese entonces desconocida caleta de pescadores llamada Mariel. Luego, las organizaciones del exilio en Florida fueron autorizadas a recoger familiares, amigos y conocidos. Se desplegó una especie de nuevo Camarioca y sobre 150 mil personas abandonaron la isla en ese breve lapso. El grueso con un perfil socioeconómico muy similar al de los ingresados a la embajada peruana. Trabajadores, campesinos, estudiantes, más unos cuantos artistas.

En total, casi el 1,5% de la población de la isla decidió partir. Desde entonces, aquel proceso pasó a ser conocido en las relaciones internacionales como “éxodo de marielitos”.

Pero no todo fue miel sobre hojuelas. El régimen aprovechó la apertura para vaciar sus cárceles, sus manicomios e incitó a cuanta persona se consideraba peligrosa o indeseable a abandonar el país. Quedó al descubierto una de las perversiones más fuertes de estos regímenes; jugar con el destino de las personas. Políticamente, Castro la estimó un éxito. Hubo una severa crisis de absorción de inmigrantes en EE.UU., y, a la vez, logró atenuar las voces opositoras internas.

Mirado en retrospectiva, el episodio plantea la pregunta, ¿cuándo se producirá el colapso definitivo?

Los cambios en el escenario internacional y la gravedad de la crisis económica de Cuba invitan a no descartar nada. Una inflación descontrolada (130% anual), el permanente desabastecimiento de productos básicos (huevos, carne y hasta papel higiénico), escasez irremediable de energía, un gobierno carente de la legitimidad original y un salario promedio de 33 dólares mensuales, muestran un país congelado en el tiempo, donde todo es impredecible.

En tal escenario, cualquier cosa puede ocurrir.

Desde hace un año, las protestas callejeras se han hecho cada vez más frecuentes, movilizando especialmente a jóvenes. Es muy probable que el mayor abstencionismo en las recientes elecciones corresponda a jóvenes. Parece evidente que, a los hastiados, el régimen atemoriza cada vez menos. Sólo quedan sus estribaciones finales.

Por eso, Mariel y el caso de la embajada peruana representan los verdaderos hitos del ya longevo totalitarismo cubano. Con 43 años a cuestas, es indesmentible que la epifanía cubana no generó una sociedad próspera y que sobrevive sólo por su carácter opresivo y asfixiante. Una cuidadosa combinación de sigiloso control a través de comités vecinales y un mecanismo policial cercano a la brutalidad.

No hay comentarios

Agregar comentario