Putinología

Columna
El Líbero, 13.06.2022
Ivan Witker, académico (U. Central) e investigador (ANEPE)
La guerra en Ucrania ha provocado nuevas obsesiones con el Kremlin, teniendo como centro augurios tremendamente ominosos sobre ese zar plebeyo llamado Vladimir Putin

Una de las actividades más frustrantes de la Guerra Fría fue, sin la menor duda, la “sovietología” o “kremlinología”; esa suerte de obsesión occidental por escrutar en los ademanes, monosílabos, desapariciones momentáneas y hasta simples rengeos de cadera de los dirigentes de la URSS… cualquier señal sobre su estado de salud con el propósito de extraer consecuencias políticas. Este ejercicio de observación se complementaba con los susurros y chismes que circulaban. Era la manera de estudiar a un enemigo hermético en extremo. Obsesiones ridículas, pero explicables. No había otra manera de intentar comprender lo que ocurría en esos impenetrables regímenes totalitarios.

La URSS y sus satélites optaron por un camino distinto para tratar de descifrar qué pensaba y pretendía hacer su enemigo. Infiltró agentes en los órganos más sensibles, mediante mecanismos diversos. Algunos tradicionales, como instalar un topo en el puesto de jefe de gabinete del canciller socialdemócrata alemán Willy Brandt. Otros sumamente ingeniosos, para aprovechar impulsos sexuales, como seducciones selectivas a generales en servicio activo de la OTAN utilizando atractivas secretarias. O bien escogían blancos entre políticos claves para ser abordados por parte de agentes hetero u homosexuales, según se requiriera. Fueron los famosos agentes “romeo” y “julieta”.

Sin embargo, como si fuera arrancados de un guión de los Tres Chiflados, ambas obsesiones tuvieron un punto en común. Ninguno acertó al cuándo y al cómo sería el fin de la Guerra Fría.

 

Una obsesión llamada Putin

El capitalismo no se derrumbó tal cual apostaban los marxistas, creyendo conocer de manera infalible la historia y el devenir de la humanidad. El comunismo tampoco desapareció como lo imaginaron en Occidente. En realidad, nadie vaticinó que se esfumaría sin avisar. Y si se miran los resultados finales, estas actividades, de uno y otro lado, fueron tremendamente frustrantes, pese a los gigantescos recursos financieros y humanos con que contaron.

Hoy en día, observamos algo que recuerda indefectiblemente a aquella sovietología. La guerra en Ucrania ha provocado nuevas obsesiones con el Kremlin, teniendo como centro augurios tremendamente ominosos sobre ese zar plebeyo llamado Vladimir Putin. Son varias las preguntas que pueden sintetizar esta renovada fascinación por escrutar al habitante principal del Kremlin.

La primera es si efectivamente padece de cáncer o no. La mayoría de los kremlinólogos actuales dice no tener dudas y sólo les falta determinar en qué parte de su cuerpo le estaría ocurriendo esta terrible enfermedad. Unos pocos se atreven a especificarlo y dicen que sus ganglios serían los afectados. Otros dicen que es una devastadora leucemia. Sostienen que la quimioterapia no estaría siendo efectiva y le quedarían sólo tres años de vida. Luego están los menos tremendistas, para quienes los movimientos de su mano derecha serían indicativos de Alzheimer. Prácticamente todos vaticinan un final fatídico y estiman que en breve se declarará su inhabilidad como mandatario. Una buena cantidad de practicantes de la putinología dicen estar seguros además de su paranoia.

Luego están los menos aprensivos con las dificultades médicas de Putin y especulan con disensos internos provocados por el conflicto en Ucrania. Entre estos destacan los que ven complots en su entorno y aseguran que se habría salvado milimétricamente de uno o más atentados. En repetidas oportunidades han hecho trascender a los medios que cerca de quince generales rusos han sido eliminados en combate.

Como sea, resulta difícil establecer fehacientemente si estos decires tienen o no fundamento o si corresponden más bien a simples deseos. Algo usual en las refriegas políticas.

 

Posibles escenarios

Un monitoreo preliminar a esta putinología, tan en boga, permite configurar cinco escenarios, cuya viabilidad habría que verla a la luz, tanto del sentido común como de un breve vistazo crítico a la historia rusa.

El primero asume que se considerará una derrota de Putin si Rusia no captura el grueso del territorio ucraniano. Ello no es muy concordante con los movimientos militares ni con la experiencia obtenida en otras guerras en otras exrepúblicas soviéticas. El objetivo de Putin parece más bien destruir el proyecto de una Ucrania occidentalizada.

Un segundo escenario pone énfasis en las preocupaciones que tendría Putin por no salir humillado. Sin embargo, la prolongación de hostilidades sugiere algo distinto. Numerosas evidencias apuntan a que la cúpula rusa ve esto como un conflicto con Occidente en territorio ucraniano donde el gobierno de Kiev es un simple instrumento de fuerzas antirrusas, donde el sentimiento de posible humillación debería estar ausente.

Un tercer escenario, habla de que un golpe anti-Putin estaría en ciernes, producto de un hartazgo con la guerra. No descartando los contubernios propios de la política, en esta hipótesis confluyen principalmente sentimientos emanados del síndrome de Vietnam o de Afganistán, por un lado, y un deseo de ver fracturas en el gobierno ruso, por otro. Visto en frío, no se divisa ni hartazgo ni disensos internos graves. Al menos hasta ahora.

Un cuarto escenario enfatiza un presunto malestar político con Putin. Esta conjetura no es compatible con la realidad toda vez que los únicos partidos opositores en la Duma son el comunista y el nacionalista.

Finalmente, el quinto escenario ve quiebres en la elite producto de la persecución judicial vía Corte Penal Internacional. Sin embargo, resulta ilusorio creer que una superpotencia vaya a trasladar potestades a un órgano multilateral pensado para dar lecciones a democracias frágiles.

En consecuencia, muchas de las cavilaciones de los nuevos kremlinólogos no pasan de ser deseos o bien manifestaciones utópicas acerca de las capacidades occidentales.

 

Sentimientos apocalípticos

Aprovechando esta actitud naïve en Occidente, Moscú también se ha encargado de tejer historias macabras destinadas a generar miedos colectivos y presiones políticas. El jefe de la agencia espacial Roscosmos, Dmitri Rogozin, por ejemplo, conocido por sus pavorosas narrativas de antiamericanismo, es un protagonista de esta actitud belicosa. Cercano a un holocausto urbano fue su anuncio de la posibilidad de dejar caer la estación espacial de manera (des)controlada, recordando que los motores de esa mole son de fabricación rusa.

Igualmente, Nikolai Patrushev, “halcón entre los halcones” rivalizó con Rogozin en materia de anuncios extremos y notificó al mundo su propósito de aniquilar por completo el liderazgo ucraniano por representar el neonazismo. Patrushev es un hombre categórico en sus dichos. Hace algunas semanas conmovió a los ucranianos al sentenciar que no existen como nación.

No cabe duda que este conflicto, a tres meses de haber estallado, sigue desatando todo tipo de sentimientos apocalípticos. George Soros no se queda atrás en sus vaticinios catastróficos y advirtió en Davos que, si no se detiene a Rusia en Ucrania, tendremos Tercera Guerra Mundial.

En síntesis, el ejercicio de tratar de interpretar a los líderes rusos mediante el subjetivismo lleva necesariamente a conclusiones alarmantes, que, a la distancia, resultan algo exageradas o bien con trasfondos motivantes muy difícil de desentrañar. Sin embargo, Rusia es y será por mucho tiempo más, demasiado lejana para las perspectivas occidentales y desde luego latinoamericanas.

Las palabras de Churchill han resultado proféticas. En una alocución en la BBC en 1941 hizo la más sencilla, pero profunda, descripción de la nación rusa: “Para mí es un acertijo envuelto en un misterio, dentro de un puzzle”.

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