Columna El Líbero, 27.09.2025 Fernando Schmidt Ariztía, embajador ® y exsubsecretario de RREE
Puede que no estén de acuerdo, pero a mí no me cabe duda de que el discurso que pronunció el presidente de la República ante la Asamblea General de las Naciones Unidas fue una buena pieza de oratoria. En esto y en el severo marco de sus gafas, Boric ha logrado la estética de Allende.
Sus palabras resonaron, a ratos, como las de un líder moral de izquierda antes que las de un adalid político que se dirige a los demás representantes de las naciones del mundo congregados en Nueva York. Nadie puede poner en duda la eficacia de su retórica para explicar sus sentimientos sobre los conflictos de Gaza, Ucrania, la crisis ambiental y su rechazo a la política unilateral de Trump. Sin embargo, es difícil encontrar referencias directas a los temas que los chilenos valoramos como más urgentes y sobre los cuales nos tendremos que pronunciar el próximo 16 de noviembre.
Concuerdo con la opinión de muchos comentaristas cuando dicen que su discurso fue escrito en clave de política interna. El énfasis estuvo en la presentación de la candidatura de la expresidenta Bachelet a la Secretaría General de la ONU, astuto anuncio para arrinconar a la oposición y forzarla a elegir entre el respaldo a la candidatura por razones patrióticas, y sus convicciones reales. Salvo llamadas de última hora a algunos opositores que integraban la delegación, el lanzamiento de la candidatura fue una sorpresa para los candidatos presidenciales y, creo, un error mayor.
El primer equívoco fue haberla presentado. Son muchos los aspectos que hay que tener presentes al momento de proceder a dar un paso de esta naturaleza. El más relevante, determinar qué beneficios representa para Chile que uno de sus connacionales ocupe este cargo. Luego, qué riesgos corremos al hacerlo. Más adelante, con qué apoyos contamos y cuál es la cohesión interna. Es crucial que en la campaña esté involucrado todo nuestro universo político.
Sobre los beneficios, no cabe duda de que, de ganar, obtendremos prestigio como país y, por supuesto, Michelle Bachelet como su portaestandarte. Pero ¿hay algo más? Creo que, aparte de repartir unos cuantos cargos de confianza entre personas allegadas, pocos. El prestigio, el renombre que muestra la capacidad de un país para promover a un compatriota a la principal organización internacional se diluye en el tiempo. Es pasajero. ¿Ha logrado Ghana alcanzar sus objetivos nacionales por el hecho de que uno de los suyos ocupó la Secretaría General? ¿Lo ha logrado Corea del Sur, o Egipto, o Perú, o Portugal? Entre nosotros, ¿alguien recuerda que don Agustín Edwards presidió la Asamblea de la Sociedad de Naciones en 1922? Pasó el centenario de ese acontecimiento, importantísimo en su día para el prestigio de Chile y para el propio don Agustín, y lo único que en Santiago recuerda su nombre (o el de un homónimo) es una sencilla calle, de una sola cuadra, que va desde Beaucheff a Club Hípico. Supongo que a doña Michelle le esperará una avenida hasta que llegue el olvido del tiempo y la ingratitud nacional.
A la reflexión anterior hay que sumar los riesgos, porque una candidatura no se lanza para perderla. Esto significa tener seguras algunas bazas de partida. En primer lugar, no dar por sentada la premisa de la rotación regional del cargo y tampoco la de hacer justicia al equilibrio de géneros. Estos supuestos no se encuentran en la Carta de la ONU sino en un acuerdo consuetudinario. Además, hay que obtener el endoso regional. ¿Alguien podría garantizar que Javier Milei, que está promoviendo la candidatura del argentino Rafael Grossi al cargo, va a ceder? Lo mismo cabe decir hoy de Bolivia, con David Choquehuanca. Caricom, eventualmente con el apoyo de la Commonwealth, podría promover la candidatura de la primera ministra de Barbados; Costa Rica, la de Rebeca Grynspan; México, la de Alicia Bárcena. Más allá de la región, hay que asegurarse el voto favorable de los miembros permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU o, por lo menos, su no obstrucción. ¿Querrán apoyar a nuestra exmandataria un Donald Trump, al que desafiamos varias veces en el discurso de presentación de Boric; o Xi Jinping, ¿cuyo gobierno Bachelet criticó como Alta Comisionada para Derechos Humanos de la ONU?
Los riesgos no son solamente los del inicio. A lo largo del proceso seguramente habrá que deponer otras aspiraciones chilenas y ofrecer cargos para obtener el apoyo de algunos países, y lograr así la mayoría de la Asamblea General. ¿Cuáles? ¿Debilitar nuestra postulación al Consejo de Derechos Humanos, a la Comisión de Derecho Internacional, a Valparaíso como sede de la Secretaría del Acuerdo sobre Diversidad Biológica Marina de las Zonas Situadas fuera de la Jurisdicción Nacional (BBNJ)? Ya pasaron los tiempos del “porque no tenemos nada, queremos hacerlo todo”. Chile dispone de una presencia internacional fuerte y respetada; debemos seguir siendo actores en la creación del derecho internacional, por mucho que sobrevenga una crisis en el sistema; debemos estar presentes en Antártica con determinación; la candidatura de Valparaíso a sede del BBNJ es algo permanente que muestra nuestro compromiso con el océano y su protección. ¿Que nos pedirán otros países a cambio del apoyo a la candidatura de Michelle Bachelet?
Tampoco podemos olvidar las lecciones que nos dejaron pasadas derrotas. Recuerdo como si fuera ayer la frustrada candidatura de Rafael Moreno a la Secretaría General de la FAO en 1993. Para obtenerla, movilizamos todas nuestras capacidades, tanto del Ejecutivo como del Legislativo, imprimimos abundante material, grabamos audios y videos. El lobby se extendió incluso a actores privados. Un informe de 1997 dice que tanto el chileno Rafael Moreno como el australiano Geoff Miller gastaron alrededor de un millón de dólares con ese fin (entre US$ 2,24 y 3,37 millones de hoy, según la IA), pero perdieron ante el senegalés Jacques Diouf que gastó mucho menos. ¿Alguien podría calcular, ahora, el costo de una candidatura a la Secretaría General de la ONU?
A todo lo anterior hay que sumar las condiciones actuales del propio sistema de Naciones Unidas que por décadas ha postergado la necesaria reforma a sus órganos decisorios; que precisa un severo reajuste de objetivos y de costos; que se encuentra cuestionado por su ineficiencia, fragmentación y por no abordar adecuadamente temas trasnacionales; que requiere recuperar su credibilidad. Para ello, la concurrencia simultánea de las voluntades de Washington y Beijing es crucial. ¿Querrán ambas capitales la coordinación de nuestra expresidenta? ¿O su candidatura responde más bien a los intereses voluntaristas de algunos miembros de los BRICS, Petro y del Grupo de Shanghai?
Lo más importante, en todo caso, es la cohesión nacional en torno a la postulación, más aún cuando el resultado de las elecciones generales de este año no garantiza la continuidad de este gobierno, y que esta es una carrera que se decidirá bajo otra administración. Si los actuales candidatos no comprometen su apoyo a la candidatura de la expresidenta, mejor es retirarla a tiempo antes de que comiencen a manifestarse los primeros escollos internacionales. Mejor es asumir pronto el costo de haberla presentado que el bochorno de un retiro forzado.
En caso de que ello suceda, que nadie juzgue a los candidatos renuentes de antipatriotas. El verdadero patriotismo está relacionado con la aspiración de cautelar y desarrollar el patrimonio territorial y espiritual recibido; mejorar las condiciones de vida de los ciudadanos; hacer frente a los desafíos que nos agobian como la falta de seguridad, ampliar las oportunidades para el desarrollo personal, lograr el crecimiento económico. El patriotismo está en el esfuerzo que se aplica a la obtención de estos fines. La promoción de una candidatura internacional, por más prestigioso que sea su éxito, cae en el ámbito de lo ideológico, publicitario, personal, aspectos irremediablemente inferiores en el Chile de hoy.