Columna Ex Ante, 07.07.2025 Sebastián Sáez, exrepresentante alterno de Chile (OMC) y execonomista principal (BM)
Participar en espacios dominados por regímenes autoritarios no amplía nuestra autonomía; la compromete. Cada cumbre a la que asiste Chile sin objeciones equivale a un aval tácito a agendas que contradicen nuestros intereses.
El actual (des)orden internacional ha colocado a Chile en una disyuntiva crítica. En un mundo que se fractura en bloques, donde prima la lógica de “conmigo o contra mí”, las potencias en pugna exigen alineamientos claros. Frente a esta presión, han surgido en el debate local conceptos seductores pero ambiguos: “autonomía estratégica”, “no alineamiento activo”, “autonomía inteligente”. Términos atractivos en el discurso, pero peligrosamente vagos en la práctica.
La reciente polémica sobre la participación chilena en calidad de observador en los BRICS expone esta contradicción. Se argumenta que asistir como observador fue un ejercicio de autonomía. Sin embargo, la decisión respondió principalmente a no contrariar a Brasil —un socio clave—, revelando que, en los hechos, primó la conveniencia sobre la autonomía. Este episodio deja una lección incontrovertible: la verdadera autonomía no se declama, se ejerce. Y ejercerla implica tomar decisiones difíciles, no simplemente aceptar invitaciones diplomáticas.
El BRICS, más que un bloque económico, es un proyecto geopolítico. Sus miembros principales —China, Rusia— representan valores antagónicos a los que Chile históricamente ha defendido: democracia, derechos humanos, multilateralismo basado en reglas. ¿Cómo conciliar una presencia activa en este foro, como se ha propuesto, con una política exterior de autonomía estratégica? No es posible.
Participar en espacios dominados por regímenes autoritarios no amplía nuestra autonomía; la compromete. Cada cumbre a la que asiste Chile sin objeciones equivale a un aval tácito a agendas que contradicen nuestros intereses.
Quienes impulsan esta “autonomía” sugieren una participación amplia en todos los foros internacionales, bajo la premisa de que la presencia contribuye a la influencia y la autonomía. Sin embargo, los datos muestran que Chile representa menos del 0,3% del PIB y el comercio global. En consecuencia, Chile es una economía pequeña y abierta, con limitada incidencia en asuntos globales.
El concepto de soft power y las aspiraciones de protagonismo deben analizarse considerando que, en un contexto dominado por grandes potencias, las naciones pequeñas adquieren relevancia principalmente a través de alianzas selectivas y estrategias coherentes. Un ejemplo de esto es el ingreso de Chile a la OCDE, lo que entregó señales claras a los mercados, mientras que la participación entre los países no alineados puede interpretarse de manera contradictoria.
La autonomía exige priorizar antes que proliferar. Implica:
-Definir límites claros: No hay autonomía sin capacidad de rechazar invitaciones que contradigan nuestros intereses.
-Coherencia entre valores y acciones: Una política exterior feminista o comprometida con los DDHH no puede silenciarse ante Irán, o los países del medio oriente y otros que violan los derechos humanos.
-Pragmatismo sin oportunismo: Las relaciones con Brasil o China son vitales, pero no justifican avalar foros o declaraciones que erosionan nuestra credibilidad.
Chile enfrenta una elección estratégica: decir “no” cuando corresponde, asumir costos diplomáticos y concentrarse en espacios donde nuestra voz suma. O bien —la que hoy parece dominar entre algunos expertos— nos condena a dar legitimidad a discursos ajenos a los intereses de Chile, antioccidentales, diluyendo principios a cambio de una falsa sensación de relevancia.
El camino es estrecho, pero claro: en un mundo polarizado, la única estrategia posible es la que se construye sobre la base de coherencia, pragmatismo, selectividad y voluntad para defender posiciones propias. Todo lo demás es retórica vacía.