Columna El Líbero, 01.04.2025 Jorge G. Guzmán, abogado, exdiplomático y académico (U. Autónoma)
El fin del pacifismo alemán
Con un acuerdo político que incluyó al Partido Verde (por default “pacifista”), el Parlamento alemán autorizó al Canciller Friedrich Merz a “cruzar la barrera” del 0,35% de deuda estructural respecto del PGB. La enmienda de la ley (que data del gobierno Merkel) fue adoptada para -literalmente- financiar el “rearme alemán a gran escala”.
La decisión deja atrás dicho axioma político-económico mientras -con todo dramatismo- Alemania se prepara para recuperar su condición de “potencia militar”.
Junto con el igualmente acelerado “rearme japonés” en el Extremo Oriente, el rearme alemán está llamado a transformarse en uno de los hitos del siglo XXI. El “pacifismo existencial” que caracterizó al ethos nacional alemán de la postguerra (improntado por el “sentimiento de culpa” derivado de la masiva catástrofe humanitaria causada por el nazismo) es ahora cosa del pasado.
Notable es que, en lo inmediato, este giro en 180 grados no ocurra ante la amenaza del “enemigo histórico del Este” (Rusia), sino que resulte de las nuevas condiciones impuestas por el principal aliado de Alemania y Europa: Estados Unidos.
La urgencia que ilustra la comentada medida del Parlamento alemán es hoy asunto común en toda Europa, desde el Ártico noruego y finlandés al Mar Negro y Turquía, y desde esas regiones hasta los espacios atlánticos de Irlanda, Francia, España y Portugal. Con la excepción de la prorrusa Hungría (la anomalía que confirma la regla), todos los países europeos están abocados a revisar al alza sus gastos de defensa.
Para el caso de los países comunitarios, la Comisión en Bruselas intenta coordinar “el rearme de Europa”, una expresión que, a petición del gobierno progresista de España y del de nueva derecha de Italia, ha sido reemplazado por el de “Preparación 2030”. Se trata de un aspecto mucho más que semántico, que ilustra las distintas “percepciones del peligro ruso” imperante no sólo entre gobiernos, sino entre grupos políticos europeos.
Esa falta de acuerdo en problemas de sustancia es lo que explica por qué, pasados más de 30 años desde del Tratado de Maastricht, la U.E. no tiene ni una política exterior, ni una política de defensa común.
Queda por verse si los 800 billones de euros aprobados para el “rearme de la U.E” (independientes del “paraguas de la OTAN” y equivalentes a, por ejemplo, cerca de ocho años seguidos de exportaciones totales chilenas), terminarán por consensuar verdaderas políticas comunitarias en el campo de la seguridad colectiva.
Hay que observar también que el citado “rearme” incluye a países que no pertenecen a la Unión Europea (Reino Unido y Noruega), ni a la OTAN (Suiza, cuyas FF.AA. están compuestas por 970 mil efectivos con instrucción militar completa).
Mientras tanto, en Finlandia, Suecia y Francia los gobiernos reparten a la población “folletos con instrucciones” para reaccionar en situaciones catastróficas, por ejemplo, “en caso de guerra con Rusia”.
El enemigo interno
El catalizador ha sido, como se sabe, la decisión norteamericana de reducir su “inversión en la defensa de Europa”, que puso a todo el continente ante la disyuntiva de “armarse” o “enfrentar las consecuencias”. Como dice el antiguo adagio latino, “si vis pacem, para bellum” (“si quieres la paz, prepárate para la guerra”).
La prensa europea cita fuentes de inteligencia alemanas y de otros países que afirman que Rusia se prepara para -hacia 2029- atacar a uno o más miembros de la OTAN (presumiblemente los países bálticos, “exrepúblicas” de la URRS, que cuentan con minorías ruso-parlantes). Desde la perspectiva norteamericana, aunque todo esto parece “nuevo”, en realidad no lo es.
Si durante su primer gobierno Donald Trump se mostró crítico de la OTAN (por la reticencia de los europeos a cumplir con el estándar pactado de 2% del PGB para defensa), a partir de enero último esa crítica se transformó en exigencia: los europeos “deben aumentar su gasto militar”.
Recientemente, el excanciller Roberto Ampuero recordó pasajes de una conversación entre el señor Trump y el expresidente Piñera, en la que quedó establecido que, en opinión del presidente norteamericano, “los europeos se equivocan en entender” que - “por la seguridad de Occidente”- es “obligación” de Estados Unidos asegurar su defensa.
Conforme con esa “errada presunción” -según Trump y su “movimiento político”-, por décadas “gobiernos progresistas” europeos se dedicaron a hostilizar a Estados Unidos -y en lugar de cumplir su compromiso con la OTAN- a financiar agendas centradas en el aumento de las condicionantes ambientales a la economía y al comercio o, por sobre el “principio de la igualdad ante la ley”, a dotar de “súper-derechos ciudadanos” a ciertas minorías (especialmente las “minorías sexuales”). También, a perseguir y castigar a quienes no están de acuerdo con la discriminación positiva o “la agenda woke”.
En este plano, particularmente ofensiva para los sectores cristiano-conservadores que apoyan al presidente norteamericano se incluye “el derecho universal al aborto”, cuestión despojada de todo valor filosófico-trascendente, y reducido al “derecho a una atención ambulatoria” más simple -aún- que “una vista al dentista”.
Para quienes -dentro y fuera de Estados Unidos- coinciden con la nueva visión norteamericana, esto no es aceptable. Como lo enfatizó en Múnich el vicepresidente J.D. Vance, su gobierno no financiará al principal enemigo de los europeos: “el enemigo interno”.
Esa afirmación -rechazada casi al unísono por todos los partidos tradicionales- se entendió como un respaldo a sectores euroescépticos, prorrusos (Hungría, Moldavia) e, incluso, como un guiño a sectores pronazis (Alternativa por Alemania). No obstante, en sustancia, el mensaje del señor Vance tuvo por objeto resaltar que -en la percepción de su gobierno- eludiendo enfrentar con eficacia problemas graves como la inseguridad resultante de la inmigración ilegal masiva, o construyendo “cordones sanitarios” para “limitar la libertad de expresión” de los grupos anti-woke, Europa renunció a los valores básicos sobre los que ella misma construyó la “civilización occidental”.
En ese contexto se incluye también la crítica a la naive tolerancia con la islamización de barrios enteros de históricas ciudades europeas, que en los hechos se han convertido en amenaza existencial para el ethos cristiano occidental. Para Trump y su gobierno, oponerse a la “progresiva islamización de Occidente” es lo políticamente correcto. That simple.
Europa está en guerra con Rusia
En la práctica, desde que en 2007 un masivo ciberataque dejó sin electricidad y servicios básicos a Estonia (UE y OTAN), Europa está en guerra con Rusia.
A lo largo de las últimas tres décadas, actividades de los servicios de espionaje ruso causaron crisis de seguridad en países como el Reino Unido, incluido el asesinato de disidentes y víctimas colaterales. En la lista de actos hostiles rusos se incluyen el espionaje al sistema de mensajería electrónica del Parlamento alemán, el ataque a una fábrica de armas en Chequia, la ruptura de cables de fibra óptica y gaseoductos en el Mar Báltico y un largo etc.
Durante los gobiernos del socialista Gerhard Schroeder (1998-2005) y la demócrata cristiana Angela Merkel (1005-2021), dependientes del gas ruso barato y liderados por Alemania, los países europeos ignoraron esta realidad.
Enseguida, Schroeder se convirtió en alto ejecutivo de una petrolera rusa, mientras que Merkel optó por ignorar las consecuencias de largo plazo del apoyo militar directo ruso al secesionismo del Este de Ucrania, el derribo de un avión de Malaysia Airlines con 298 pasajeros y tripulación, y la anexión de Crimea (2014, dos millones de seres humanos).
No obstante que muchos analistas advirtieron que el secesionismo en el Dombás y la ocupación Crimea eran componentes de un programa geopolítico de mucho mayor alcance, Europa rehuyó (ergo postergó) el conflicto con Rusia.
Las consecuencias de esa “política por omisión” es lo que, sin la protección norteamericana, enfrentados al plan geoestratégico de Putin, incluso gobiernos progresistas como el Pedro Sánchez en España, están obligados a reevaluar con urgencia sus “gastos en defensa”.
Con gran disgusto los europeos han debido aceptar esta nueva realidad.
Mientras la UE. y los demás países europeos practican un “enroque respecto de Washington” para reorganizar sus esquemas de defensa (incluido el poder nuclear ahora a cargo de Francia), comienza a observarse cierta “antipatía cultural” respecto no sólo del gobierno, sino que de Estados Unidos “como nación”.
Si bien es cierto que entre las clases educadas europeas (la mayoría de la población) siempre existió algún desdén respecto de la cultura norteamericana (“fast food culture”), hoy se trata de un sentimiento más extendido. La pretensión norteamericana sobre Groenlandia (territorio danés, ergo territorio de la Unión Europea), sólo agrava esa percepción.
El citado “sentimiento europeo” enfatiza aspectos tales como la ausencia en la “versión norteamericana de Occidente” de los conceptos “inclusión” y “solidaridad social”. Ambos son principios esenciales derivados del concepto de “compasión” propio de la tradición humanista y del pensamiento socialcristiano europeo de la postguerra. Hoy “inclusión” y “solidaridad” son partes del “genoma europeo”, incluso por sobre la práctica de la libertad económica.
Ello también significa que no sólo la idea de Estado europea es distinta de la norteamericana, sino que el ejercicio de los derechos económicos y sociales a nivel individual y colectivo tienen un significado crecientemente.
Si bien es correcto que entre los valores básicos de la idea occidental de la sociedad (y “la vida”), la “diversidad” es un factor esencial y, también que las “diversidades” anotadas no son nuevas, “desde el barco” observamos que estamos en presencia de un in crescendo distanciamiento político-cultural entre “ambos occidentes”.
Tal separación parece estar en el cálculo norteamericano que, todo indica, estima que una vez resuelto el problema del gasto de la defensa de Europa, se prepara para concentrar todos sus activos en la confrontación con China (en el Pacífico).
Esa última es, como el propio Trump ha repetidamente enfatizado, el principal motivo de preocupación de su país y su gobierno.