Columna Realidad & Perspectivas, N*139 (septiembre 2025) Fernando Schmidt Ariztía, embajador ® y exsubsecretario de RREE
Luego de negociaciones mantenidas en secreto, Lula y Trump se encontraron en los márgenes de la Asamblea General de la ONU por menos de dos minutos, y el norteamericano se refirió a la persona del brasileño en términos elogiosos desde la tribuna. Con estos gestos se dieron los primeros pasos para superar el impasse entre EE.UU. y Brasil, que generó la insolente carta de Trump del pasado 9 de julio.
El acercamiento fue posible porque la Casa Blanca se manejó de forma independiente al Departamento de Estado; porque intervino el sector privado; porque en la errática cabeza de Trump prevalece lo pragmático; y porque es un mito el alineamiento total de Washington con el bolsonarismo brasileño.
No es que la tensión haya desaparecido, pero va en esa dirección. Mientras, se observan movimientos en Brasilia que ayudarían a que estos guiños se transformen en una relación normal.
A mediados de septiembre, el expresidente Jair Bolsonaro fue condenado a 27 años y 3 meses de prisión y a su inhabilitación política por parte del Supremo Tribunal de Justicia (STJ). Sin embargo, el caso no se cerró y sigue gravitando en la política del país. Ahora, el foco se trasladó a una pugna entre el Legislativo y el Poder Judicial, por un lado, y a la capitalización de la popularidad de Bolsonaro de cara a las elecciones generales del 4 de octubre de 2026, por otro.
El conflicto entre ambos poderes tiene dos vertientes que convergen en el expresidente. Primero, la discusión de la Propuesta de Enmienda Constitucional (PEC) sobre Prerrogativas, que retiraría competencias al STF para abrir procesos criminales contra parlamentarios, y autorizaría al Senado para procesar y juzgar a los magistrados y, eventualmente, destituirlos. La PEC estaba archivada, resurgió de la mano de los partidos de derecha y centroderecha, que estiman que la conducta del Supremo en el caso Bolsonaro estuvo políticamente motivada, y volvió a archivarse en el Senado, donde el gobierno es más fuerte.
Segundo, la discusión de un Proyecto de Ley de Amnistía, promovida por diversos partidos políticos, que beneficiaría a los miles de participantes en la asonada a los tres poderes del 8 de enero de 2023, y que ha sido modificado para incluir también al expresidente y demás condenados por el STF. La idea dejaría sin efecto la condena y despierta interés en los partidos y caciques políticos interesados en captar el favor del bolsonarismo en las elecciones del próximo año.
El Proyecto se encuentra en la Cámara de Diputados con suma urgencia, pero la idea de legislar fue aprobada por contundentes 311 votos a favor (163 en contra), a pesar de las maquinaciones del gobierno. Durante este mes se discutiría en ambas Cámaras y, de aprobarse, el Presidente tendría 15 días para vetarlo y devolverlo a Comisión Mixta. A esto se agrega que el ministro del STF, Luiz Fux, presentó el viernes 26 de septiembre un recurso sobre la incompetencia del Supremo para juzgar a los participantes en los actos vandálicos del 8 de enero que, eventualmente, se extendería al propio Bolsonaro. La decisión de Fux le da munición jurídica a la Amnistía y deja en mal pie el mediático juicio del siglo de Brasil.
Cualquiera sea el resultado del Proyecto de Ley, es probable que Jair Bolsonaro no pueda concurrir como candidato, porque se va asentando la idea de una pacificación de los ánimos políticos liderada por figuras como Aécio Neves y el expresidente Michel Temer, entre otros. Promueven que la Amnistía lleve a una reducción de la condena a Bolsonaro, pero no anule la sentencia. Es decir, se fragua ahora mismo una construcción política muy “a la brasileña”.
El conflicto entre ambos poderes tiene dos vertientes que convergen en el expresidente. Primero, la discusión de la Propuesta de Enmienda Constitucional (PEC) sobre Prerrogativas, que retiraría competencias al STF para abrir procesos criminales contra parlamentarios, y autorizaría al Senado para procesar y juzgar a los magistrados y, eventualmente, destituirlos. La PEC estaba archivada, resurgió de la mano de los partidos de derecha y centroderecha, que estiman que la conducta del Supremo en el caso Bolsonaro estuvo políticamente motivada, y volvió a archivarse en el Senado, donde el gobierno es más fuerte. Segundo, la discusión de un Proyecto de Ley de Amnistía, promovida por diversos partidos políticos, que beneficiaría a los miles de participantes en la asonada a los tres poderes del 8 de enero de 2023, y que ha sido modificado para incluir también al expresidente y demás condenados por el STF. La idea dejaría sin efecto
Promueven que la Amnistía lleve a una reducción de la condena a Bolsonaro, pero no anule la sentencia. Es decir, se fragua ahora mismo una construcción política muy “a la brasileña”, que pretende una tercera vía en un país dividido en dos donde, según la empresa demoscópica Quaest, el 51% de los brasileños desaprueban a Lula y el 64% a Bolsonaro. Este último campo, herido y todo, no se derrumba. En caso de que el expresidente no pueda presentarse como candidato a Planalto, en su sector hay dos figuras principales que podrían reemplazarle: uno es el moderado Gobernador de São Paulo, Tarcísio Gomes de Freitas, que fue su ministro de Infraestructura, y el otro es Eduardo Bolsonaro, su hijo, que representa al sector más duro.
En resumen, quien pensó que con el fallo del STF se había sepultado a Jair Bolsonaro se equivoca. Igual que el “varguismo” de los años 30 y 40, el bolsonarismo es un fenómeno populista encarnado por un líder cuya actuación será decisiva en las elecciones generales del próximo año.