Columna ABC, 25.06.2025 Inocencio F. Arias, exembajador y columnista español
No habrá champagne ni celebraciones. El horno no está para bollos. En tal fecha como hoy, en San Francisco, en 1945 nacieron las Naciones Unidas que se encuentran muy probablemente en el momento de mayor desprestigio de su historia. Su protagonismo en muchas de las crisis que nos azotan se ha diluido y no son pocos los analistas serios que escriben que la organización vive con respiración asistida o en muerte clínica. No andan del todo desencaminados si consideramos los objetivos para los que fue creada y las expectativas que despertó.
Se ha comentado con ligereza que las Naciones Unidas brotaron como una cruzada universal y que Israel fue inventado por Estados Unidos para plantar una antena amiga controlando el Medio Oriente. Ambas afirmaciones son falaces. La ONU surgió en la mente del presidente americano Roosevelt, su mayor entusiasta, y la del británico Churchill a los que pronto se uniría el ruso Stalin. Pretendían inventar una organización mundial que mantuviese la paz y seguridad en el mundo. Para ello se hicieron un traje a la medida. (Israel, por el contrario, sería concebida en 1947 por las Naciones Unidas en una votación en la Asamblea que tuvo 33 votos a favor, 13 en contra y 10 abstenciones. No hubo intrigas yanquis).
La Conferencia que alumbró la ONU en la ciudad californiana, que deslumbraba en contraste con las ciudades europeas apagadas y maltratadas por la guerra mundial, duró dos meses. Estados Unidos la sufragó por completo, la contienda no había concluido y ninguna otra nación tenía los recursos ni el talante para acogerla. Washington cubrió todos los gastos de los centenares de delegados incluido el trasporte aéreo de muchos de ellos puso numerosos trenes desde Nueva York a San Francisco, en viajes, los primeros 'non stop' entre las dos urbes, que duraban cuatro días y enjambres de periodistas, americanos y extranjeros se desplazaron a la ciudad. Aunque en las azoteas de muchos edificios se instalaron armas para prevenir cualquier ataque -letal o efectista- de los japoneses, los asistentes se asombraron del lujo, de la tranquilidad y del entusiasmo de la población californiana.
Roosevelt, aunque ya muy alicaído, manifestó que asistiría a la clausura y haría un discurso en su silla de ruedas. Alguno de sus biógrafos asegura que, no pudiendo presentarse a la reelección, acariciaba la idea de ser el primer secretario general de la ONU. Murió repentinamente trece días antes de la apertura en presencia de su amante y una secretaria en el balneario en el que tomaba las aguas. Truman, su vicepresidente y sucesor, al que Roosevelt no había llevado a ninguna de las conferencias preparatorias con los otros grandes ni había informado, algo insólito y llamativo, de la existencia de la inminente bomba atómica, anunció elegantemente en su primer encuentro con la prensa que el cónclave de San Francisco tendría lugar como estaba planeado por deseo del fallecido y por la enorme importancia del tema en sí.
En las Cumbres previas a la Conferencia, sobre todo en la de Yalta entre Roosevelt, Stalin y Churchill, se cortaron los patrones del traje que luego las naciones asistentes tuvieron que aceptar. Hubo algún sobresalto dentro del triunvirato. Stalin amagó con no asistir al evento si la ONU no admitía a Ucrania y Bielorrusia como miembros equiparables a Bélgica, Noruega o México. Los americanos se encresparon, alguien pensó contrarrestar proponiendo algo parecido con Texas... La contrapartida fue abandonada por ridícula, aunque ahora puede ser enarbolada ante Putin como muestra de la singularidad de Ucrania. Roosevelt cedió; mayor susto produjo que Molotov, ministro soviético, o Gromyko, embajador en Estados Unidos, del que un alto cargo americano comentaba que no iba al baño sin pedir permiso a su capital, deslizaran que no asistirían si el veto de los poderosos no era absoluto, es decir que podrían no sólo impedir una resolución sino incluso la discusión de esta. Truman, ya al mando, despachó a una persona de su confianza, Hopkins, a Moscú y por fin Stalin cedió en lo de la discusión. Pero con un precio exorbitante, el americano concedió el control de Polonia al gobierno títere manipulado por Stalin. Es decir, el flamante presidente, aún con pesar, vendió Polonia a los soviéticos.
La cuestión del veto fue la que levantó más ampollas en San Francisco y la que más ha provocado la impotencia de la ONU. El día 13 de junio en que se discutió hubo revuelo y tempestad, varios países de los cincuenta asistentes (México, Filipinas...) presentaron serias objeciones. El australiano Evatt pretendió suavizarlo pidiendo que el poder omnímodo y paralizante del veto sólo pudiese tener efecto si tres de los cinco miembros permanentes lo lanzaban, no bastaría con uno solo. (Francia y China habían sido incorporadas como futuros aristócratas permanentes y, al concedérseles la prebenda, archivaron sus remilgos igualitarios). Los grandes no se alteraron y, como diría el delegado mexicano, «se nos dijo taxativamente que sin veto no habría Naciones Unidas». Un trágala puro y duro.
Una asamblea de organizaciones católicas estadounidense protestó proféticamente considerando abusivo y nefasto que, por haber ganado una guerra, cualquiera de los Cinco, uno sólo de ellos, pudiera frenar al resto de naciones. Stalin se había enrocado y los dirigentes americanos estimaron que sin el veto el Congreso no ratificaría la Carta de la ONU. Truman hábilmente incluyó senadores de los dos partidos en la delegación americana que trabajaron para convencer o coaccionar a los extranjeros remisos.
La Carta o constitución fue aprobada unánimemente por los delegados en una sesión solemne en la Ópera de San Francisco en presencia de Truman que llegó en olor de santidad. El precioso documento fue llevado a Washington, para su depósito hasta que las Naciones Unidas tuvieran una sede, por Alger Hiss que más tarde sería tachado de espía soviético y condenado por perjurio a 44 meses de cárcel. En la ratificación en el Senado a fines de junio, el senador delegado Connally (demócrata) discurseó: «Aquí se asesinó a la Sociedad de Naciones [débil precursora de la ONU]. «Aun veo la sangre en el suelo», no hagamos lo mismo. El Senado ratificó la Carta masivamente (89-2).
La ONU tiene buena nota en protección a la infancia, Unicef, a los refugiados, en fomento de la descolonización, etc.… y varias pifias, algunas sangrantes, como Ruanda o la ya inexistente Yugoeslavia, Palestina y Ucrania. En resumen, la organización no puede satisfacer sus pomposos y laudables propósitos con los medios a su disposición, con el prurito de muchos, obsesión por la soberanía, y menos aún con los privilegios de una aristocracia, el veto. Que uno de los aristócratas, Rusia pueda a los ochenta años del nacimiento invadir brutalmente un país ante la impotencia de la ONU es un toque funerario para la Organización. Un delegado en San Francisco citó a Pascal: «La fuerza sin justicia es tiranía, la justicia sin fuerza en una burla». Llevaba razón. ¿Qué fuerza tiene, en realidad, la ONU?