Columna El Líbero, 20.09.2025 Fernando Schmidt Ariztía, embajador ® y exsubsecretario de RREE
Cuando estudiaba en Alemania a mediados de los 70 en el siglo pasado, el apoyo a la causa palestina estaba representada en las calles de las grandes ciudades, visualmente, por el uso de la kufiyah, ese paño blanco y negro (o blanco y rojo) que la gente del Medio Oriente solía usar para protegerse del sol y de la arena. Entonces, la prenda era usada exclusivamente por personas de la extrema izquierda alemana, apasionadas por la defensa de los ideales de Yasser Arafat, el líder palestino que en esa época era identificado como terrorista.
Ha pasado medio siglo y en los países occidentales el tema sigue dividiendo a la opinión pública, aunque en los días que corren la impopularidad de Israel se ha extendido hacia el centro político, por las poderosas y dramáticas imágenes de Gaza que diariamente transmiten los medios de comunicación.
Hoy es Benjamín Netanyahu el que ha ocupado el lugar de Arafat, quien terminó ganando el Premio Nobel de la Paz en 1994, junto a Isaac Rabin, el comandante de la Guerra de los seis días, que le arrebató Gaza a los egipcios en 1967 y se la entregó a la Autoridad Palestina 27 años más tarde.
El pasado, así como el presente de esa compleja región del mundo va, sin embargo, mucho más allá de las emociones que ella despierta en occidente, de los posicionamientos morales de la izquierda y la derecha de estos días. Los desplantes del presidente Boric a Israel, que nacen de sentimientos emocionales, ideológicos y prejuiciados, ahogan una visión más cruda, cínica, interesada y desapasionada de la realidad regional que se encuentra oculta; que está debajo de las imágenes chocantes que apelan a los mismos sentimientos humanitarios que un día produjeron las fotos de los cadáveres apilados en los campos de concentración nazi, recién liberados.
Lo que no vemos detrás de las dramáticas tomas es el impúdico aprovechamiento del sufrimiento, por razones de política interna, de parte de la mayoría de los actores directa o indirectamente comprometidos. Es la instrumentalización política del dolor.
No me cabe duda de que el conflicto y sus derivados en la región le sirve a Netanyahu para mantener la unidad de su coalición de gobierno al satisfacer a los grupos radicales en su seno, anhelantes de anexarse y ampliar territorios ocupados, y desviar la atención de varios problemas internos, entre ellos las acusaciones de corrupción, fraude y abuso de confianza que pesan contra el primer ministro.
El conflicto le ha servido para poner en pausa profundas divisiones políticas internas y presentarse hoy como indispensable para la seguridad de Israel. Ha creado, así, el ambiente para postergar una crisis política y, eventualmente, para levantar su imagen.
Resulta evidente que para Hamas este conflicto -a pesar del tremendo daño infligido en víctimas y de la destrucción- le sirve para desacreditar a la Autoridad Nacional Palestina (ANP) como representante de los anhelos de ese pueblo. Con su feroz resistencia a la maquinaria de Israel gana legitimidad en Cisjordania y entre la población palestina del mundo entero. Con todo el poderío técnico, de inteligencia, capacidad de infiltración y potencia militar, Israel hasta ahora no consigue doblegar a Hamas, ni hallar la totalidad de la madeja de túneles de la Franja, ni rescatar a todos los secuestrados del atentado terrorista del 7 de octubre del año antepasado, vivos o muertos.
A nivel regional, Hamas logró interrumpir el proceso de establecimiento de relaciones diplomáticas entre Israel y los países de la zona (Acuerdos de Abraham) y colocó el problema palestino como eje de este. Se ha posicionado como el verdadero defensor de la causa a través de la resistencia armada y ha introducido una cuña entre gobernantes y gobernados en los países árabes. Hamas, y no la Autoridad Nacional Palestina, capitaliza hoy, políticamente, la movilización popular en el mundo entero y esa presión, aún a costa de más sangre, le es indispensable para seguir atrayendo el favor de las poblaciones árabes, de los campus universitarios, medios de prensa y la mayoría del mundo político occidental.
Para ilustrar la distancia entre los dirigentes árabes y su población frente al conflicto, baste destacar que después del reciente ataque de Israel a Doha, capital de Qatar, donde liquidó a varios miembros de Hamas, ese país logró reunir a la Liga Árabe, al Consejo de Cooperación del Golfo y a la Organización de Cooperación Islámica después de cinco días, para obtener un magro apoyo retórico. Los árabes que normalizaron sus relaciones con Israel, más Arabia Saudí, no están por tomar parte en acción alguna.
Para Washington, la alianza con Israel es insustituible por razones de seguridad nacional (temas militares, intercambio de inteligencia, estabilidad en la mayor zona productora de hidrocarburos) y para Trump, fundamental por razones políticas. El cuidadoso endoso al manejo israelí de la cuestión de Gaza es útil a EE.UU. por sus proyecciones geopolíticas, para mantener su relevancia en el mundo árabe y porque teme que un distanciamiento con Israel desestabilizaría toda la región.
La activa diplomacia norteamericana es vista por los propios árabes como fundamental en cualquier diseño para una paz, y la alianza de algunos de ellos con Washington es central para sus objetivos regionales. Los quieren cerca. En lo interno, para Trump la alianza con Israel consolida su base electoral en general, le ayuda a arrinconar a sus opositores, asienta el apoyo del lobby judío, apoya su proyección como campeón del orden regional y desvía la atención de otros problemas internos. Últimamente hay síntomas de cansancio con Israel que, sin embargo, creo pasajeros.
En la Unión Europea, a pesar de las condenas y amenazas a Israel, tampoco es posible observar que se vaya a producir una reacción más dura que las anunciadas colectivamente esta semana, o el reticente reconocimiento estatal palestino de algunos. Israel es un socio estratégico en defensa y seguridad. Cualquier posición que vaya más allá produciría profundas divisiones internas y esto debilitaría su posición como actor mundial; traería aparejada la pérdida de acceso a tecnologías de defensa clave (drones, ciberseguridad, sistemas de defensa activa), cuando la amenaza rusa sobre Europa es real; deterioraría las relaciones transatlánticas; liquidaría el Acuerdo de Asociación con sus secuelas sobre el comercio. Excepto en España (en teoría), en Bruselas un escenario así no es realista.
En Madrid han adoptado sanciones duras contra Israel en un marco retórico amparado en relaciones económicas y de defensa más débiles que las de otros países europeos. Los socios de coalición a la izquierda del PSOE, que fracasaron hace una semana en reducir la jornada laboral mostrando un quiebre interno, querrían resarcirse con la ruptura de relaciones. Esto alienta el discurso antisraelí desde Moncloa, el boicot deportivo y cultural, o la campaña mediática.
Son ejercicios de cinismo bajo una pátina de humanidad que distraen la atención pública de temas candentes que amenazan a Pedro Sánchez y su gobierno. Este se encuentra en las cuerdas, salpicado por numerosas acusaciones de corrupción que afectan a su entorno personal y al fiscal general del Estado, por condicionamientos nacionalistas a la aprobación del presupuesto del 2026, y por una mayoría a punto de perderse.
Nos encontramos así con un conflicto en el que se sobreponen las terribles imágenes de Gaza que mueven las conciencias hacia la solidaridad, con la cruda necesidad de la resistencia armada de Hamas. Allí se enfrentan el clamor de los pueblos por alcanzar un acuerdo, con la renuencia a ello de los gobernantes involucrados, en una brecha que se amplía peligrosamente. Una disputa donde el aprovechamiento por razones de política interna es una variable importante. Un enfrentamiento en el que los intereses ocultos de los Estados prevalecen sobre lo humano. Todos estos elementos, incluyendo los instintos suicidas de Hamas, hacen prever un desenlace numantino del drama, con la bandera de Palestina ondeando simbólicamente en las movilizaciones de la izquierda occidental.