Columna El Líbero, 04.10.2025 José Luis Balmaceda, embajador ® y presidente de la Fundación Sinergia Humanitaria
Hoy convivimos en un hecho inédito en la historia: cinco generaciones distintas compartiendo el mismo tiempo y espacio. Lo que podría ser una fuente inmensa de innovación y cooperación, se ha convertido con frecuencia en un campo de tensión marcado por el edadismo, discriminación basada en la edad que afecta tanto a jóvenes como a mayores.
El costo de esta narrativa divisoria es enorme. La Organización Mundial de la Salud estima que el edadismo cuesta miles de millones de dólares cada año en pérdidas de productividad y en impacto sobre la salud. No son solo números abstractos; el estrés y la invisibilidad generados erosionan la salud mental de los afectados y fuerzan el retiro prematuro de talentos clave que las empresas no logran retener. Más allá de las cifras, lo que perdemos son talentos, energía y la posibilidad de construir sociedades más cohesionadas.
Un mito que debemos desmantelar
El edadismo se expresa en frases tan comunes como dañinas: “eres muy joven para opinar” o “ya no entiendes la tecnología”. Este lenguaje no solo hiere, también alimenta la idea de un conflicto permanente entre generaciones. Y esa idea es una ficción.
Cuando jóvenes y mayores colaboran, la experiencia se une con la creatividad, el conocimiento con la energía. Piensen en una startup: la mente ágil de un joven para el marketing digital unida a la red de contactos y la visión estratégica de un profesional mayor. Esa sinergia no duplica, sino que multiplica la probabilidad de éxito. Esa es la verdadera fuerza de nuestra época: la intergeneracionalidad como motor de innovación social y económica.
El rol clave de los medios
Si el problema es cultural, la solución también debe serlo. Y aquí los medios de comunicación tienen una responsabilidad histórica: cambiar la forma en que hablamos de las generaciones.
En lugar de reforzar estereotipos, los medios pueden mostrar ejemplos de cooperación: mentorías inversas donde jóvenes enseñan a mayores el mundo digital; emprendimientos familiares donde distintas edades trabajan juntas; proyectos comunitarios que mezclan experiencia y energía en un mismo propósito.
Aprender del mundo
Otros países ya han comenzado este cambio. En Singapur, las políticas laborales y urbanas se diseñan para que todas las edades participen dignamente.
En Vietnam, los clubes intergeneracionales de autoayuda fortalecen salud, economía y cohesión social al mismo tiempo.
En los países nórdicos, la sostenibilidad del bienestar se basa en un contrato social justo entre generaciones.
Una tarea urgente
Chile y América Latina tienen la oportunidad de aportar al mundo no solo con marcos de derechos humanos, sino también con nuevos relatos culturales que valoren la diversidad etaria. Para América Latina, donde los sistemas de seguridad social enfrentan desafíos sin precedentes, la intergeneracionalidad no es una opción ‘bonita’, sino una estrategia de supervivencia que asegura la responsabilidad mutua en la construcción de bienestar futuro.
La narrativa es la hoja de ruta; la política, el motor. Si logramos transformar la idea de conflicto generacional en un relato de prosperidad compartida, podremos aprovechar la mayor riqueza de nuestro tiempo: que nunca antes en la historia tantas generaciones vivieron juntas, al mismo tiempo, con tanto que aportar.
El futuro no se trata de que unos ganen y otros pierdan. Se trata de tejer relatos comunes que nos permitan prosperar, no a pesar de nuestra edad, sino gracias a ella.