Columna El Líbero, 11.10.2025 Fernando Schmidt Ariztía, embajador ® y exsubsecretario de RREE
Mientras el mundo celebra que se abre un espacio para la paz en Gaza; mientras los espíritus libres nos regocijamos por la concesión del Premio Nobel de la Paz a María Corina Machado, en cuyo nombre lo reciben millones de venezolanos y ella misma como símbolo de lucha, perseverancia, entrega, valentía y heroísmo para sacar a su patria de una oprobiosa dictadura, Francia vive la mayor incertidumbre sobre su futuro. Pareciera que la crisis política y económica por la que atraviesa el gobierno de ese país, pivote de la UE, se reduce a sobrevivir más que a gobernar, administrar más que a reformar.
Desde las elecciones presidenciales del 24 de abril de 2022 (y aún antes) su inestabilidad ha sido crónica. El presidente Emmanuel Macron ganó la reelección ese año, con un discurso que evitaba el acceso de Agrupación Nacional (AN) al poder, el partido de la derecha nacionalista de Marine Le Pen que reafirma la centralidad de lo francés; el control migratorio; la disciplina en el sistema educativo; la reducción de impuestos; el patriotismo económico y el proteccionismo; y la supremacía francesa ante Bruselas, entre otros asuntos. Dos meses después, en las legislativas de junio de ese mismo año, el presidente perdió la mayoría absoluta que tenía en la Asamblea Nacional y ninguna fuerza política fue capaz de reunir los 289 escaños necesarios para gobernar sin costos, sin mezquinos cálculos de abstenciones o ausentismos.
A pesar de todo, Macron logró en 2023 la aprobación de la Reforma del Sistema Pensiones (que entre otras materias incrementó la edad mínima de jubilación de 62 a 64 años hacia el 2030 en una sociedad envejecida). Lo hizo gracias al artículo 49 inciso 3 de la Constitución (49.3), que establece la aprobación de una ley por no-objeción. También pudo sacar adelante la ley sobre inmigración. La primera, gracias a la complicidad de miembros de la centroizquierda. La segunda, con el apoyo de la derecha de AN, pero a costa de la cohesión del “macronismo”.
Tras las elecciones europeas de junio de 2024, donde AN y los partidos europeos afines experimentaron un importante auge, el presidente resolvió disolver la Asamblea Nacional y convocó a nuevas elecciones para recuperar la iniciativa y bloquear tanto a la derecha nacionalista como a “Francia Insumisa”, de Jean-Luc Mélenchon, representante de la izquierda rupturista. El discurso de estos últimos plantea una Sexta República, se opone al actual presidencialismo; propicia una transición energética radical; favorece un sistema económico redistributivo (aumento del salario mínimo, reducción de la edad de jubilación, mayores impuestos); pretende el rechazo a los TLC; impulsa un antimperialismo añejo y una política internacional independiente. ¿Nos suena de algo?
Para enfrentar los comicios del año pasado, la izquierda se agrupó en el “Nuevo Frente Popular” (NFP) que obtuvo 182 escaños en la Asamblea Nacional, divididos en siete partidos. De estos, 74 puestos le correspondieron a “Francia Insumisa”, el principal partido de la coalición, que reclamó desde entonces su mejor derecho a formar gobierno. Al bloque de izquierda le siguió el centro político de “Juntos por la República”, que apoya al presidente Macron, con 168 asientos divididos entre ocho partidos. Más atrás, “Agrupación Nacional” logró 143 puestos. Finalmente, “Unión de la Derecha y el Centro” obtuvo 60 bancas repartidas en dos partidos.
Es decir, en un panorama de alta fragmentación interna, ningún bloque obtuvo los 289 votos para gobernar sin sobresaltos. Producto de lo anterior, los últimos primeros ministros franceses han debido gobernar en minoría, pactando a la derecha o la izquierda según el caso. Ello explica que hayan pasado por el Palacio de Matignon (sede del Gobierno) siete titulares en tres años: Jean Castex, Élisabeth Borne, Gabriel Attal, Michel Barnier, François Bayrou, Sébastien Lecornu, y el que aún no se anuncia cuando entrego este artículo. Todos ellos han tenido que recurrir frecuentemente, además, al excepcionalismo del artículo 49.3.
Francia enfrenta, así, una crisis política por estancamiento de las mayorías; por las formas de ejercerla; por la radicalización de posturas; por un evidente embrollo constitucional; por la peligrosa fragmentación de fuerzas; por la indisciplina al interior de las alianzas; por el bloqueo de algunos partidos por parte de otros, todo lo cual alienta una creciente deslegitimación de la República ante una ciudadanía de tradición revoltosa.
Como si esto fuera poco, el país es víctima, paralelamente, de un endeudamiento que llegó al 114% del PIB; un déficit equivalente a un 5,8% del producto, que duplica lo acordado en Maastricht (Países Bajos) cuando se creó la unión monetaria europea; un presupuesto que desde 1974 no se ha estabilizado y que se aprueba recurriendo a la excepcionalidad del 49.3; una limitación constitucional de 70 días para aprobarlo desde su presentación, lo que enreda el clima de diálogo; presiones desde Bruselas para aplicarle a Francia el Procedimiento de Déficit Excesivo (PDE), es decir, una hoja de ruta que corrija el déficit antes del 2029, y que incluya un presupuesto creíble para el 2026; y condiciones para recibir préstamos más duras que las de Grecia, que es mucho decir.
Sin embargo, Francia es un país potente en todo sentido, razón por la cual aún no tiene mayores problemas en acceder al crédito (cada vez más caro), pero la paciencia se está agotando en el mercado si no se produce pronto una señal de cambio convincente, tanto en lo político como en lo económico. Además, es una economía demasiado grande para quebrar. Representa un 16,6% de la economía de la UE y, por lo tanto, todos sus miembros (y también los mercados) son conscientes que la inestabilidad francesa los afecta por igual y, entre todos, deben hacer un esfuerzo por salvarla, más todavía en un escenario geopolítico regional y global que se complica cada día más.
Por ahora, la mejor baza de estabilidad de París proviene de Berlín, concretamente del Canciller Friedrich Mertz, que comprende que la estabilidad europea y la propia dependen de que Francia supere los problemas que la ahogan, entre ellos, la imposibilidad de seguir adelante con el Acuerdo de Libre Comercio entre la UE y Mercosur. Temo, no obstante, que la mera mención de una Alemania como tabla de salvación irrite al nacionalismo francés.
A mi modo de ver, la solución final sólo puede proceder desde su interior. Esto implica abrirse a la posibilidad de convocar nuevas elecciones, aunque el mundo político “correcto” no las desea ahora, ante el temor de que el poder pase a manos de AN. No obstante, es necesario darle más cabida a la voz del ciudadano, antes de que la brecha entre éste y el poder no se pueda cerrar. Deben abrirse a que la hoy denostada “extrema derecha” de Agrupación Nacional pueda probar el europeísmo de que es capaz, tal como lo hizo en su día Giorgia Meloni en Italia. El ejercicio del poder obliga a aterrizar en la realidad. Tal vez llegó el momento en que las instituciones europeas, de la mano de Jordan Bardella, se renueven para que la cohesión de la UE no esté centrada, básicamente, en la preservación del estado de bienestar, la convergencia de normas, la distribución de fondos estructurales, o el temor ante el peligro ruso.
Está pendiente el diseño de una política que re-encante al europeo con su futuro en una nueva integración a base de los Estados que la componen y que haga a un lado la imposición de políticas supranacionales poco explicadas, o la multitud de normas burocráticas que encuentran creciente resistencia entre sus ciudadanos. En este sentido, Francia ha sido siempre una voz novedosa, creativa, que puede esclarecer el rumbo de otras muchas sociedades europeas que transitan por crisis menos graves, pero similares a la suya en lo central.