Haití: Saber decir que no

Columna
El Líbero, 08.11.2025
Fernando Schmidt Ariztía, embajador ® y exsubsecretario de RREE

Llegué por primera vez a Haití en 1997, durante la presidencia de René Préval, el sucesor liberal de Jean-Bertrand Aristide, un ex-cura salesiano, carismático, caudillista, próximo al vudú, que había sido el mentor del presidente. En la época, Aristide actuaba, inevitablemente, como el verdadero poder detrás del trono. Préval quiso crear una sociedad y economía libres en un sistema corrupto, caótico, clientelar. Aristide, en cambio, enraizaba sus ideas en la teología de la liberación, la lucha de clases y era seguido ciega y fanáticamente por sus partidarios de Lavalas, el movimiento político que creó con el aval de la socialdemocracia europea y latinoamericana.

Chile ensayaba sus primeros pasos para cooperar con Haití en la idea de sembrar en ellos rudimentos de instituciones y la semilla de la democracia como parte de un nuevo catecismo de virtudes de exportación, mientras difundíamos una imagen de éxito en todos los campos. Sin embargo, aquellos eran proyectos mínimos, voluntaristas, gotas de agua en un torrente de necesidades. Estaban apoyados por figuras y no por diagnósticos. Se pensaba ingenuamente que generarían, casi por inercia, políticas públicas virtuosas, en tanto nuestra propia propaganda despertaba en el gobierno de Préval expectativas de fábula, en línea con su rica mitología. Eran proyectos que, luego, no se evaluaban como era debido.

Al regresar, emití un informe políticamente incorrecto que no encajaba con el ideario que nos habíamos construido: no sólo debíamos dirigir la cooperación hacia áreas concentradas y orientadas a la sustentabilidad del país sino, incluso, había que estudiar en serio el cierre de la embajada. Por supuesto, no tuvo eco.

Entre el 2004 y el 2017, Chile participó activamente en la Misión de Estabilización de las Naciones Unidas en Haití (MINUSTAH), donde hubo episodios heroicos como el protagonizado por el general Ricardo Toro, donde el deber y la responsabilidad se antepusieron a los legítimos y naturales sentimientos personales, hubo aprendizajes valiosos para nuestras Fuerzas Armadas en el concierto de las operaciones de Naciones Unidas, hubo esfuerzos de reconstrucción pero, en lo sustancial, es decir, para Haití, no contribuimos a generar un capítulo útil para su vida futura. Es más, prolongamos demasiado nuestra partida para que todo siguiera igual.

Fue durante esos años de MINUSTAH cuando visité Haití por segunda vez. Habían sufrido uno o dos años antes el espantoso terremoto del 12 de enero de 2010, que produjo 316 mil muertos, un número similar de heridos y dejado a millón y medio sin techo. El sismo destruyó incluso el Palacio Presidencial, cuyas ruinas eran una especie de símbolo de las desgracias del país. Cuando llegué, las labores de reconstrucción aún no se apreciaban. La ayuda llegaba sin orden ni concierto. Es más, la generosidad mundial, ante la ausencia de Estado, entorpecía y no ayudaba al levantamiento de ciudades e infraestructuras.

Capítulo aparte era la labor de la MINUSTAH, que mantenía un orden sumamente precario, pero que constituía un esfuerzo gigantesco y carísimo que no interactuaba con la reconstrucción de instituciones. Simplemente, aquello no estaba dentro de su mandato. La exclusividad de la Misión de la ONU era chocante incluso, como cuando cerraban playas al acceso de haitianos para el uso exclusivo de las tropas de la Misión. Inaceptable entre nosotros.

Durante esa segunda visita, que comprendió recorrer algunos proyectos de cooperación, la idea de clausurar nuestra representación se hacía imposible. Ambos países estábamos embarcados, mal que bien, en un esfuerzo conjunto de mantención de un orden ante el caos, nos habíamos hermanado en la desgracia sísmica y debíamos enfrentar la quimérica construcción de un Estado, donde no había. Sin embargo, los proyectos de cooperación seguían siendo mínimos, plagados de buena voluntad, faltos de realismo, desconectados del mundo.

En esa ocasión recuerdo haber descubierto al menos tres cosas sorprendentes. La primera, la generalizada desconexión entre las élites locales y el pueblo que alimentaba su bienestar. Se trataba de grupos enclaustrados en un barrio que los acogía, de lunes a viernes, donde ejecutaban sus negocios y jugaban a conspirar. El fin de semana, escapaban en American Airlines. La segunda, la esperanza generalizada de la gente en el poder de la educación, a pesar de su mala calidad. Para acudir a la escuela nadie escatimaba en lo estético y así se dignificaban a sí mismos y a la enseñanza. La tercera, la capacidad oculta de organización cuando existía un liderazgo de verdad. Una sencilla misa en el pueblo de Aquin, perfecta y respetuosamente articulada, daba cuenta de esta realidad. Es decir, había (y a lo mejor sigue existiendo) una fórmula para desconectar la interesada interferencia de las élites de los masivos anhelos de enseñanza y organización que subsistían en la base social, pero esa fórmula era políticamente incorrecta y pasa por la palabra autoridad.

Volví una tercera vez a Haití en enero de 2016, en el ocaso de la MINUSTAH, a una reunión internacional irrelevante. Ninguno de los problemas básicos del país se había resuelto. Peor aún, advertí que nuestra cooperación policial, orientada a crear una institución básica del Estado, había generado oportunidades en el lucrativo negocio de la seguridad privada. Al menos quedaba el consuelo que nuestros impuestos habían servido para capacitación.

Esta semana, el huracán Melissa dejó tras de sí unos 43 muertos además de una epidemia de cólera en el sur del país, lo que augura el fortalecimiento de las bandas armadas que arrasan Haití. Estos últimos son hoy día los verdaderos dueños del poder. Hace pocos meses atrás la jefa de la Oficina Integrada de Naciones Unidas en Haití, María Inés Salvador, denunciaba que como resultado de la virtual guerra civil que se vive como producto de los choques territoriales entre bandas armadas, entre febrero y marzo de este año 1.086 personas murieron, varios cientos fueron heridos y 60.000 desplazados, que se suman al millón de desplazados del 2024.

Escribo estas líneas después de leer la columna de Iván Witker en este mismo medio, que plantea el próximo llamado de la ONU a que colaboremos en la formación en Haití de capacidades policiales. Estoy totalmente convencido, como él, que no debemos involucrarnos nuevamente allí, y menos por presiones externas. Concuerdo en calificar el desgraciado conflicto que viven de “una nueva fatalidad”, “herida imposible de cicatrizar”.

Nosotros seguimos en ese querido e infortunado país con una misión diplomática que consume -a ojo- más de un millón de dólares cada año, entre funcionarios diplomáticos y de la PDI, personal local y mantención de los servicios básicos, para mantener presencia solamente. Gran parte del coste tiene que ver con seguridad. Concuerdo en que tenemos que ser un actor internacional responsable, pero tampoco a cualquier precio.

No creo que nuestra presencia diplomática en el Haití fracturado de hoy contribuya en lo más mínimo a mejorar nuestra imagen ante grandes actores mundiales. Varios países latinoamericanos de tamaño y capacidades similares no están allí. Creo, más bien, que debemos re-dirigir ese millón de dólares a capacitar a los refugiados haitianos en República Dominicana o en otro lugar, a los que lograron huir del horror, para que puedan reconstruirse a sí mismos. Lo otro está perdido.

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