México-Perú: los efectos del gran samaritano

Columna
El Líbero, 17.11.2025
Ivan Witker, académico (U. Central) e investigador (ANEPE)

Una inesperada pulsión para mostrarse como escudero de causas indigenistas en América del Sur ha llevado al “amlismo” a hacer picadillo la tradición en materia de política exterior mexicana. Suman ya cinco los graves entreveros diplomáticos con países de la región, siendo el ya largo contencioso con Perú, probablemente, el más significativo. Estamos en presencia de una trama insospechada en tiempos pretéritos y que, a la vez, es una invitación a estar atentos. Hay indicios de una especie de neo-hegemonismo regional algo borrascoso.

Punto central es que el incordio con Perú parece dibujado con lápiz; completamente by the book. Aunque las relaciones bilaterales venían deteriorándose paso a paso, lo desencadenante fue un oscuro episodio ocurrido en 2019 y que sirvió para detectar una insólita conducta paternalista de parte de AMLO hacia esta región del continente.

Aquel año, el entonces presidente mexicano, Andrés Manuel López Obrador tuvo la ocurrencia de brindar asilo a Pedro Castillo, ese fugaz mandatario que acababa de fracasar en su intento de autogolpe. Durante su cortísima carrera política, Castillo cultivó un aura campesina; tanto de aspecto como en su manera de hablar. Ahora se sabe que ambas características fascinaban a AMLO. Gozaba al verlo con su sombrero de amplias alas; el mismo que llevó incluso a la Asamblea General de la ONU. Pero no sólo fue AMLO. La extrema tosquedad en el lenguaje e ideas estrafalarias de Castillo susurraban melodías ya viejas; esas de los años 60. El rústico Castillo despertó sentimientos tutelares y condescendientes en todas las izquierdas latinoamericanas.

No hay otra explicación para entender el arrebato de AMLO ante la caída en desgracia de este verdadero arcángel del Perú “antimperialista”. Ocurre que, tras fracasar en su intento de autogolpe, la policía peruana lo capturó justo minutos antes de llegar a la embajada mexicana, donde había instrucciones muy claras para brindarle protección.

En la mente presidencial jamás se cruzó lo que vendría a continuación. El Congreso peruano declaró a AMLO persona non grata y el embajador mexicano fue expulsado. Indignado, el mandatario mexicano instauró visa de entrada a ciudadanos peruanos y decidió no asistir a la cumbre de APEC, por celebrarse en Lima. La molestia fue tal, que pese a que México y Perú ayudaron (con entusiasmo) a fundar la Alianza del Pacífico, AMLO se negó a entregarle la presidencia pro tempore al gobierno en Lima. Prefirió un engorroso trámite indirecto a través de Chile.

Hace escasos días, el deterioro aumentó y la relación bilateral tocó fondo. Quedó al descubierto que la embajada mexicana protegía a Betssy Chávez, la antigua primer ministro de Castillo. Estaba acusada judicialmente por el autogolpe.

La cancillería peruana consideró impostergable la ruptura de relaciones. Por el lado mexicano se multiplicaron las opiniones sobre la pertinencia del juicio a Chávez. Al considerar aquello una abierta intromisión, el congreso peruano subió la apuesta y declaró persona non grata a la actual mandataria y delfín de AMLO, Claudia Sheinbaum.

Lo interesante de este episodio es que no se trata del único que permite especular de un interés neo-hegemónico de parte de López Obrador hacia esta zona del continente.

El año pasado rompió relaciones con Ecuador. Fue un choque algo parecido al entrevero con Perú. Al menos en las formas. Nuevamente una embajada del país fue descubierta de manera activa en un asunto doméstico.

Con presteza, la policía ecuatoriana entró a la embajada de México en Quito y arrestó al exvicepresidente Jorge Glas -un alfil del expresidente Rafael Correa-, quien estaba acusado de corrupción por la justicia de su país. Hasta ese sorpresivo entrevero, AMLO se regocijaba. Parecía un nuevo líder caritativo de las izquierdas nostálgicas. Y en el caso de Glas, siempre pensó que la asimetría actuaría a su favor. Sin embargo, chocó ante un presidente con carácter y ocurrió lo previsible: ruptura de relaciones diplomáticas.

Previamente, en 2019, se había negado a reconocer a Juan Guaidó como presidente de Venezuela. Dio como pretexto una banalidad, pero lo hizo como gesto. Intentaba marcar liderazgo.

También en 2019, AMLO quiso aparecer como un buen samaritano. Puso su interés en la efervescencia indigenista atizada por Evo Morales en Bolivia. Le simpatizaba eso de generar nuevas identidades y aplaudía la nueva reelección del líder cocalero.

Tremendo fue su estupor al verlo fracasar. Al enterarse que Morales trataba huir del país, le envió su avión oficial. Tras varias peripecias logísticas, consiguió llevarlo a México. A los pocos meses, le agradeció el gesto y decidió volver a su país, vía Argentina.

Todas estas actuaciones -tan marcadas por el paternalismo- eran sencillamente impensadas en la tradición diplomática mexicana.

Como se sabe, piedra angular del relacionamiento externo mexicano fueron, desde 1930, principios elaborados por el entonces canciller Genaro Estrada. Rara vez se inmiscuyó en asuntos internos de otros países, teniendo como premisa que la relación es con Estados y no con gobiernos. Casi nunca hubo declaraciones públicas ante cambios suscitados en otros países. La doctrina Estrada fue la reacción ante el caos post revolucionario y la sucesión de mandatarios que llegaban al poder por la vía de la fuerza, cuando los generales revolucionarios eran amos y señores del país.

Estrada fue también embajador en España, Portugal y Turquía. Periodista, historiador, coleccionista de piezas de arte, mecena de artistas. Su influencia en la política exterior mexicana es innegable. Sus principios se vieron alterados solo dos veces: en la guerra civil española y en 1973 en Chile. En ambos casos, México rompió relaciones y se abrió al asilo masivo. Pero aparte de ambas situaciones, el PRI mantuvo apego al ideario de Estrada.

Puede decirse que el debilitamiento partió con la llegada del PAN al gobierno y el aterrizaje en la cancillería de Jorge Castañeda. Comenzó una era nueva en el continente y Castañeda comprendió que ningún país podía seguir haciendo caso omiso, por ejemplo, al oprobio en Cuba.

Famoso se hizo el expresidente Vicente Fox, cuando le respondió a Fidel Castro -ante su interés en participar en la cumbre de Monterrey 2002- “Ok, puedes venir … pero, comes y te vas”. Fox no quería pasar un bochorno diplomático, pues el invitado central era el presidente George Bush. Desde entonces, la política exterior mexicana se vio confrontada a temas nuevos que irían debilitando el legado de Estrada.

Un extraño episodio, revelador del agotamiento histórico de la doctrina Estrada, ocurrió luego, en 2009, cuando algunos personeros mexicanos realizaron maniobras poco sutiles apoyando al destituido presidente hondureño J.M. Zelaya. Uno los múltiples momentos de aquel turbio período nunca fue aclarado. Alguien ordenó a la policía mexicana abrir el cerrojo de la embajada hondureña en la Ciudad de México para que ingresara la antigua embajadora del país centroamericano, destituida por las nuevas autoridades.

La ruptura con Perú viene a ratificar entonces la obsolescencia de la doctrina Estrada. Es lo más parecido a un cadáver insepulto. Sin embargo, la seguidilla de comportamientos contiene una advertencia. Hay nuevos vientos en materia de política mexicana hacia América del Sur. Se podrían venir años con borrascas.

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