Columna El Líbero, 20.12.2025 Fernando Schmidt Ariztía, embajador y exsubsecretario de RREE
En los primeros meses de 1824 los chilenos independentistas tomaron conocimiento de la doctrina Monroe con una cierta sensación de alivio. Había sido dictada en diciembre del año anterior por el presidente norteamericano, James Monroe, ante el Congreso de su país. Pensaban que se alejaba la posibilidad de que España pudiera recuperar sus colonias con el apoyo de la Santa Alianza (Prusia, Rusia, Austria) y recibían el reconocimiento como país independiente por parte de EE.UU.
George Canning, ministro de Relaciones Exteriores británico, había sido el inspirador de la doctrina al pretender usar a Estados Unidos para sus maniobras políticas en suelo europeo y acrecentar sus intereses comerciales en los países recién independizados. Partícipe de la jugada británica, el presidente norteamericano elaboró un planteamiento doctrinario, forjado por el expresidente Jefferson, que le recomendó a Monroe: “La primera y la más fundamental de nuestras máximas de gobierno debería ser la de no mezclarse jamás en las complicaciones europeas. La segunda, no permitir que la Europa se mezcle en los negocios de este lado del Atlántico”.
Los chilenos monárquicos que aún subsistían tomaron la doctrina Monroe como “objeto de mofa”, al decir del historiador Encina, por la incongruencia entre el escaso poder de los EE.UU. en esa fecha y el alcance de la doctrina. Sin embargo, otros sospecharon de los motivos norteamericanos, porque “detrás de ella estaba Inglaterra, cuya escuadra superaba a la de todas las demás naciones europeas reunidas”. Entre estos últimos estaban los “estanqueros”, liderados por Diego Portales, de crucial importancia en la formación de Chile.
Al cabo de una década, con nuestra institucionalidad funcionando, la doctrina Monroe no pasó de ser una “curiosidad diplomática sin utilidad práctica” que no impedía el desarrollo del comercio con el Reino Unido y Francia, nuestros principales socios de la época. Además, estábamos orgullosos de que nos habíamos independizado solos, sin intervención norteamericana, y criticábamos su pretensión de dictar reglas sin consultar. No sospechábamos que hacia fines del siglo XIX competiríamos con Estados Unidos al tener un poder naval equivalente.
Para entonces, la doctrina Monroe fue reelaborada por el corolario de Theodore Roosevelt, de 1904, llamada del Big Stick o gran garrote, una combinación de modos diplomáticos y amenaza militar en sus relaciones con la región. Nuestra reacción fue de recelo al ver instalarse una suerte de derecho de intervención de EE.UU. para el cobro de sus acreencias. Éramos partidarios de que los conflictos de ese tipo debían resolverse en los tribunales locales o mediante arbitrajes internacionales.
Sin embargo, marcamos una cierta distancia con el corolario al percibirnos ajenos a la amenaza contra una “nación civilizada”. Estimábamos que dicha política estaba diseñada para países “desordenados” y con “instituciones inestables”. Nos dolía, eso sí, que no nos hubieran consultado, porque el peso político y naval de ambos países era similar.
Por lo mismo, no nos demoramos en tomar nuestras precauciones e incrementamos nuestro poderío bélico adquiriendo blindados de última generación a través de un empréstito inglés (para involucrar al “país que gobierna las olas” como parte del equilibrio regional) Además, nos asociamos con Brasil y Argentina para coordinar posiciones que sirvieran de contrapeso a Washington. Fue el famoso ABC que buscaba obligar a EE.UU. a negociar, en lugar de imponerse.
De cara a la aplicación del corolario Roosevelt fuimos pragmáticos, es decir, nos movimos en la medida de lo posible en una suerte de ambigüedad estratégica, como se diría hoy. Mantuvimos una buena vinculación con Washington, pero nos convertimos en uno de sus críticos más sofisticados y legalistas ante su intervencionismo.
El corolario Roosevelt fue reemplazado por la política del Buen Vecino elaborada por su pariente lejano, Franklin Delano Roosevelt, durante la VII Conferencia Panamericana, en diciembre de 1933. A partir de allí, siguieron una serie de iniciativas políticas norteamericanas hacia la región que convergían en la complementación, antes que, a la confrontación, pero que en las últimas décadas habían perdido impulso…hasta ahora.
El corolario Trump de hace unas semanas dice revivir la doctrina Monroe en nuestra región, pero tal como está formulada, se parece más a la de T. Roosevelt. Habla de restaurar la preeminencia estadounidense; negar a competidores extrarregionalas la capacidad de controlar activos estratégicos, en un amplio sentido; recompensar a gobiernos, partidos y movimientos alineados con ellos; desalentar la colaboración latinoamericana con terceros; propiciar la adquisición de bienes, servicios y tecnologías norteamericanos por ser mejor inversión a largo plazo, “de mayor calidad” y sin sujeción a condiciones; expulsar a las empresas extranjeras que construyen infraestructura en la región; y contratos de proveedor único en aquellos países más cercanos a EE.UU.
En definitiva, deberíamos enfrentar la disyuntiva que plantea el documento de si queremos “vivir en un mundo liderado por Estados Unidos, con países soberanos y economías libres, o en uno paralelo, en el que se vean influenciados por países del otro lado del mundo”.
Desde Chile, algunos de estos planteamientos resultan chocantes por provenir de un país que sentimos aliado y admiramos como campeón de la libertad. Entendemos y compartimos sus preocupaciones como la inmigración descontrolada, el amenazante tráfico de drogas, la necesidad de establecer cadenas de valor seguras. También sentimos la amenaza del crimen organizado y de regímenes que para sobrevivir oprimen a su gente provocando migraciones masivas; gobiernos que hacen la vista gorda a la exportación de droga.
Sin embargo, el corolario Trump no puede sino producirnos inquietud. En siglos pasados la distancia nos colocaba fuera del radio de acción de sus cañoneras que se paseaban por el Caribe, pero esa ventaja disminuyó con la tecnología. Hoy día, potencias extrarregionalas como China y la UE se instalaron en nuestro territorio. El país asiático es nuestro principal socio comercial, gran inversionista en la minería del litio o en el sector eléctrico. Empresas europeas están fuertemente asentadas en infraestructura, banca, minería o energía. Países árabes han surgido como fuertes inversionistas. ¿Serán considerados estos actores extrarregionalas como amenazas a EE.UU.? ¿Quién califica el grado de intimidación? Nuestra diplomacia tendrá algo que decir, supongo.
Acabamos de elegir un gobierno de centro derecha y confirmamos la solidez de nuestras instituciones; un gobierno que tendrá como uno de sus cometidos urgentes restaurar los vínculos con Washington en todos los ámbitos. Sin embargo, necesitamos el desarrollo del comercio con más países extrarregionalas, y que EE.UU. pueda ayudarnos en dicha diversificación. Con las debidas garantías de seguridad, comprensibles, no queremos que sean árbitros de la inversión externa. Igualmente, es urgente revisar nuestras deterioradas alianzas regionales y convertir a la OEA en un punto de encuentro de las Américas, y no de confrontación. El dilema es, a fin de cuentas, hacer que la doctrina Monroe llegue a ser, tanto cuanto sea posible, “una curiosidad diplomática”.

