El usurpador

Columna
El Líbero, 13.09.2025
Fernando Schmidt Ariztía, embajador ® y exsubsecretario de RREE

Aunque casi nadie lo notó -menos en un mundo sacudido por un ataque ruso en Polonia, la profunda crisis multisistémica en Francia, el bombardeo israelí en Catar, el asesinato político en EE.UU., el caso Bolsonaro- se cumplió un año desde que Edmundo González Urrutia, el presidente electo de Venezuela, salió al exilio en Madrid. En una carta publicada en diversos medios resumió, con sentido de Estado, lo que ha significado este tiempo: “No defiendo un cargo ni un nombre; defiendo un mandato legítimo que pertenece al pueblo venezolano. Ese mandato no se ha quebrado a pesar de la persecución”.

En estos mismos días recorre América Latina una histeria nacionalista de izquierda que reclama por una violación de la soberanía venezolana a propósito del despliegue de una escuadra naval norteamericana para hacer frente al tráfico de drogas en ese país. Para poner las cosas en su lugar, Antonio Ledezma, el exalcalde mayor de Caracas, hombre de centroizquierda, hoy exiliado, escribió en El Nacional digital, diario clausurado por la dictadura: “La soberanía no es solo un concepto geográfico que delimita las fronteras de una nación, sino que abarca también el derecho inalienable de un pueblo a autodeterminarse. Se manifiesta en la capacidad de una nación para ejercer autoridad sobre su territorio y sus ciudadanos, libre de injerencias externas”.

El artículo 5 de la Carta Magna venezolana agrega que “la soberanía reside intransferiblemente en el pueblo, quien la ejerce directamente en la forma prevista en esta Constitución y en la ley, e indirectamente, mediante el sufragio, por los órganos que ejercen el Poder Público. Los órganos del Estado emanan de la soberanía popular y a ella están sometidos”.

Sin embargo, el pasado 1 de septiembre, en una Reunión Extraordinaria de la CELAC, Chile apoyó una propuesta de Declaración a instancias de Colombia, país que ejerce la Secretaría Pro Tempore, que en el fondo apoya a Maduro, el usurpador de la soberanía popular, el dictador que ejerce el poder de espaldas a su pueblo. Posiblemente, para quedar bien con Gustavo Petro y sintonizar con otros líderes, endosamos un texto que recalca la posible amenaza “gringa” a la soberanía territorial venezolana. Procuramos que nuestra participación en la CELAC pasara desapercibida, pero ahí está grabado el nombre de Chile. Afortunadamente, no todos los países de nuestra región cayeron en la insensatez. Nueve se negaron a adherir y otros cuatro no participaron en la reunión.

Ledezma se pregunta con razón: ¿Qué soberanía es aquella que entrega a las mafias partes del suelo liberado por Bolívar, para el desarrollo de sus actividades ilícitas con la complicidad del poder? ¿De qué soberanía hablamos cuando parte del territorio es ocupado como guarida por los narcoguerrilleros colombianos de las FARC y del ELN, que se desplazan a su antojo por la geografía venezolana, que se ha convertido en su santuario?

¿De qué independencia hablamos, prosigue el exalcalde, cuando Chávez y Maduro glorifican a los protagonistas de la invasión castrista de Machurucuto, en 1967, durante el gobierno democrático de Raúl Leoni? Aquel fue un intento de intervención militar para sumar Venezuela a Cuba. ¿No constituyó ese acto una flagrante violación al principio de autodeterminación? ¿No siguen interfiriendo los cubanos en Caracas a través de influencias, asesorías ideológicas, militares y de inteligencia? ¿No hemos padecido nosotros, los chilenos, la intervención venezolana en el caso Ojeda, un asesinato planificado desde Venezuela, cometido en nuestro territorio y por el cual nunca recibimos cooperación para esclarecerlo?

Sin embargo, en la CELAC expresamos, junto a otros, nuestra “profunda preocupación” por el despliegue militar norteamericano en una región autodeclarada como Zona de Paz desde 2014, en una reunión de jefes de Estado y Gobierno celebrada en La Habana. Dicha proclama obliga a los 33 países compromisarios a solucionar pacíficamente sus propias controversias, a no interferir en los asuntos de otros, observar los principios de soberanía nacional y libre determinación. Esto no significa que en resguardo del bien superior de la no-violencia debemos soportar a los usurpadores del poder, que es lo mismo que tolerar a los violentos; a los que atropellan la soberanía popular; a los que trafican envenenando a nuestra gente; a los que comercian con personas, armas, maderas, cables de cobre y convierten nuestras calles en territorio de bandas armadas restándolas al control del Estado. América Latina y el Caribe hace tiempo que dejaron de ser una Zona de Paz.

En el documento de la CELAC, endosado por Chile, proclamamos el “derecho inalienable de los pueblos a la autodeterminación”. ¿Nos hemos preguntado cómo se ejerce, o si existen límites a ese derecho cuando su práctica afecta a otros? ¿Debemos tolerar impasibles la forzada salida de ocho millones de venezolanos de su tierra, por razones políticas o económicas, con secuelas sobre todos sus vecinos? ¿Significa esto que hay que respetar el “derecho” de un usurpador y los grupos que lo apoyan por mantenerse en el poder, a toda costa, cuando el 28 de julio del año pasado fue elegido presidente otra persona? El dictador usa las mismas tácticas de Batista, Somoza, el benefactor Trujillo y varios otros que alimentan la trágica historia política latinoamericana y su literatura.

En la CELAC “destacamos” que el Tratado de Tlatelolco proscribe las armas nucleares en nuestra región, sugiriendo que la presencia de un submarino de tracción nuclear entre las naves norteamericanas constituye una eventual violación de ese pacto. Omitimos que, según el artículo 5 de dicho Tratado, la propulsión nuclear no está comprendida en los términos de este, y que no hay evidencia alguna que dichos submarinos, del tipo SSN, puedan llevar esa clase de armamento.

Para salvar un poco la cara, “reconocimos” que el crimen organizado y el narcotráfico constituyen una amenaza para todos y reafirmamos nueva voluntad (nunca ejecutada) de combatirlos de manera prioritaria, aumentando la cooperación en el marco del respeto al derecho internacional. Igualmente, “hicimos un llamado” (como otros cientos con anterioridad) a promover un entorno seguro, y defender la paz, la estabilidad y una democracia (sin apellidos). Eso sí, tuvimos el buen tino de no resaltar nuestra firma en una declaración menguada, teñida de virtuosismo ideológico.

A nadie le gustaría que EE.UU. desembarque en nuestra región y mucho menos que permanezcan aquí, pero, como afirmó recientemente Kerrie Symmonds, ministro de Relaciones Exteriores en el gobierno de izquierda de Barbados, otra cosa es erradicar el crimen organizado, la producción de drogas, la narcoguerrilla, el tráfico de personas, la internación de armas, y poner atajo a la inestabilidad crónica que ello supone. El flagelo los afecta a ellos, a sus vecinos en el Caribe y también a nosotros. Por esto, lo único que queremos es que Venezuela recupere su soberanía.

Hace falta, claro está, que demos un paso más audaz y salgamos, con visión de futuro, del círculo vicioso del acomodo ideológico y circunstancial. Debemos pensar en un gesto, una actitud que guarde relación con el sentimiento prevalente en Chile hacia la perdida democracia venezolana y el repudio al usurpador.

Edmundo González Urrutia, el presidente legítimo de Venezuela, recordaba que al salir hacia el exilio sintió el peso de su mandato: “Sólo cuando puse un pie en la escalerilla y vi a los militares españoles cuadrarse firmes para saludarme, comprendí la magnitud de lo que estaba ocurriendo”. Desde entonces, no ha dejado de ser recibido entre las democracias europeas como el presidente de esa nación.

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