Voto en el exterior

Columna
El Líbero, 15.11.2025
Fernando Schmidt Ariztía, embajador ® y exsubsecretario de RREE

Mañana es un día crucial para Chile. La elección presidencial y parlamentaria nos da, finalmente, la oportunidad de sacarnos de encima un gobierno mediocre al que desde el primer momento le sobraron consignas, careció de colaboradores bien formados, no se planteó un ideario político realista y que, además, fracasó en su intento por imponernos una Constitución extraída de prejuicios intelectuales. Sus propios partidarios buscan hoy día, para atraer votos, distanciarse de sí mismos. El síndrome del pato cojo se arrastra ya por años entre nosotros, y así seguiremos hasta marzo.

En estas elecciones van a votar más de 160 mil ciudadanos en el exterior, en 426 mesas repartidas en 118 locales de votación en los cinco continentes. Es decir, el voto fuera de Chile equivale a toda la comuna de Chillán. Nada despreciable, ¿no?

La mayor cantidad de votantes está en Estados Unidos, con poco más de 26 mil personas. Le siguen España, con algo más de 21 mil; Argentina, con unas 19 mil; Canadá, con cerca de 13.500 y Australia con 11.650. Los 90 mil votantes que restan se reparten por el globo y, para que puedan ejercer su derecho a votar, son objeto de una operación cuidadosamente dirigida por la Cancillería y sus órganos en el exterior, bajo la supervisión del Servicio Electoral y la cooperación de la PDI y otros servicios del Estado. Este voto es voluntario, pero para las elecciones presidenciales pasadas, el 2021, unos 71 mil ciudadanos acudieron a las urnas, equivalente a la votación obtenida por Chile Vamos en Arica y Parinacota.

Hace años, antes que se instaurase por primera vez esta modalidad, personalmente era partidario del voto en el exterior, aunque debía defender una posición distinta en mi propio medio. Pensaba que el “síndrome del exilio” se había agotado y no era más que un fantasma que anidaba en los partidos de centro derecha del momento; que eran muchos más los votantes influenciados por el virtuosismo de la libertad individual; que el “allendismo” romantizado no era otra cosa que un espejismo; que mantener a la población sin votar hería el anhelo participativo que le da sustancia a la chilenidad en el exterior, y que, como lo había visto en el caso de los portugueses, el entusiasmo cívico se iría difuminando progresivamente cuando las elecciones se convirtieran en rutina.

Recuerdo haber viajado a Suecia en esos años, junto al entonces diputado Jorge Tarud, para participar en la Municipalidad de Gotemburgo en un “Gobierno en Terreno”, extraordinaria iniciativa que acerca distintos servicios del estado a los chilenos residentes en el exterior, valiéndonos de la tecnología. Queríamos que Jorge, distinguido y tenaz opositor, pudiera apreciar esta iniciativa de la Cancillería con sus propios ojos, la apoyara y la diera a conocer entre sus pares y, sobre todo, que la respaldara desde la Comisión de Relaciones Exteriores de la Cámara, que presidía. En la ocasión nos reunimos con un grupo importante de la comunidad chilena para comentar fórmulas que mejoraran y ampliaran el “Gobierno en Terreno”. Junto con felicitarnos por la iniciativa, la idea de votar, de participar en los procesos electorales en Chile saltó desde el primer momento como una inquietud. Con toda honestidad, y pidiéndome disculpas porque discreparía conmigo, Jorge planteó la posición del PPD y, naturalmente, recibió un aplauso cerrado. A mi me correspondió la parte ingrata de defender la posición oficial, en la que no creía. No me pifiaron, pero se quedaron respetuosamente callados, cosa que agradecí.

Desde que en 2017 los chilenos votamos por primera vez en el exterior, la comunidad ha preferido los candidatos presidenciales de izquierda. La primera vez, posiblemente, como reacción agradecida al gobierno que introdujo la reforma constitucional e impulsó la aprobación de las leyes respectivas. La segunda, el 2021, dicha comunidad votó en línea con los demás connacionales, aunque lo hizo masivamente por Gabriel Boric, respondiendo al “espíritu” de la época, caracterizada por el desgraciado “estallido social”, que era visto desde el exterior, simplistamente, como una suerte de revolución francesa a la chilena.

Ahora, este conglomerado de votantes, que no deja de crecer en línea con la movilidad de residencia que caracteriza a los tiempos actuales, especialmente entre la juventud, van a acudir a las urnas por tercera vez. Si perseveran en elegir de manera abrumadora, contundente, aplastantes opciones que se disocian del sentir del resto de los chilenos, estoy dispuesto a revisar mis convicciones originales, porque podría llegar el momento en que la suerte del país quede entregada a un puñado de personas que ya no tienen un arraigo en esta querida tierra, que su imagen de Chile y lo que son sus verdaderos desafíos se van disolviendo en su cabeza como espejismos, como un ideal lejano, un desvarío académico perdido en el tiempo, una quimera.

El inmigrante que está legalmente arraigado en Chile, al que la izquierda hace todo lo posible por cercenarle el derecho a participar, es una persona que sabe lo que cuesta la vida acá, tiene que mantener su propia existencia y, muchas veces, la de alguien en su su país de origen. Sufre los vericuetos de la burocracia asfixiante y las angustias de la criminalidad en su barrio, la violencia de los “overoles blancos” o las filas de espera de los hospitales. Esa persona debiera votar siempre, porque sabe cuanto “queman las papas”.

Esta elección en el exterior nos va a mostrar, más que ninguna otra antes, si nuestra comunidad votante ha sido capaz de percibir si este gobierno que deja el poder dentro de poco fue, o no, una consigna. Y si ella responde a los anhelos de desarrollo como sociedad o, por el contrario, si gobernó con anteojeras y retrasó en cuatro años los legítimos deseos de los chilenos de prosperar. Sospecho que entre ellos habrá un sentimiento mayoritario por Jeannette Jara, la candidata comunista. El asunto es que esta vez se abran honestamente a otras alternativas como signo de madurez.

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