Boluarte y Macron

Columna
El Mercurio, 07.02.2023
Joaquín Fermandois, historiador, académico y columnista

¿Qué tienen que ver ambos? Más de lo que parece a primera vista, aunque confronten crisis de muy diversa dimensión. La del Perú podría tener alguna analogía con la que sufrió Francia durante la guerra de Argelia, sobre todo entre 1958 y 1961, nada menos que dos golpes de Estado. Eso en apariencia, puesto que el nudo gordiano que intenta cortar Macron puede ser lo contrario al hilo de Ariadna, una pista para el despiste político más completo.

Lo de Perú navega en la estela de varias crisis sudamericanas de las últimas décadas, empezando con la tan simbólica de Argentina del 2001; la de trágico resultado de Venezuela, la crisis larvada de Brasil iniciada con la destitución de Dilma Rousseff y la conciencia de los hilos de la corrupción; la de Chile el 2019, que hizo que el país de la vanguardia orillara una catástrofe. Lo mismo en Bolivia, donde el cacicazgo de Evo imitaba a los presidentes perpetuos (Cuba, Nicaragua, Chile otrora tuvo algo de eso). Dina Boluarte se halla en el mismo dilema que Sebastián Piñera en noviembre de 2019. Aferrarse a todo trance a lo estático podría carcomer toda legitimidad de las instituciones y eternizar la parálisis del país, mermando la capacidad económica; emprenderlas a rajatabla con los manifestantes violentos, recurso que siempre tiene algo de legitimidad y razón de ser, dentro de ciertos límites por cierto, requiere de un proyecto de gran vuelo, si bien en la historia se ha visto a aparentes nulidades que crecen con las vicisitudes extremas.

Más importante, Dina Boluarte no debería ceder a la tentación de una asamblea constituyente, en nuestra América casi siempre un salto al vacío. (Pensemos que nuestros inmigrados en último término son víctimas de la Constitución de Chávez, fenómeno del que nos salvamos por un pelo.) Debe perseverar en una retirada guardando las formas constitucionales, única manera de rescatar lo que queda de las grandes instituciones, sin las cuales no existe república alguna.

¿Qué tiene que ver Macron con todo esto? Pues que se trata de un desafío constante de toda democracia. Francia no es una república incompleta como todas las de nuestra América; se trata de una de las varias democracias desarrolladas. Esta —salvo en 1940, 1958 y 1961— no enfrenta contiendas estruendosas y fatídicas, como podría ser el caso peruano. Confronta retos que son como esas vías de agua que lenta pero seguramente corroen un buque. Los sistemas de bienestar, ese contrapeso al nacimiento y a las decisiones de la fortuna, no pueden ser estáticos y deben ser reformulados continuamente, conservando siempre algunos elementos básicos. A pesar de nuestros pesares, de la tríada vertebral —educación, salud y pensiones—, la educación es la que con todo más se ha dejado manejar. En cambio, salud y pensiones presentan desafíos cada cual más mayúsculo. La sola extensión de la esperanza de vida, sumada a factores culturales, provocó un aumento de la tercera edad en casi todas las democracias desarrolladas, lo que hace insostenible la mantención intacta de las garantías de pensión. Sarkozy ya intentó una reforma, para al final tener que aguarla.

¿Quién no puede entender esto? Parece que en Francia una mayoría no lo entiende o no lo quiere entender. De esta manera, Francia (y otros países) se encamina con paso de tortuga, pero de manera indefectible, a una crisis mayor en un futuro no tan lejano, de dolorosa recuperación. Estos en apariencia microdesafíos, sumados, vienen a ser la prueba de supervivencia de la democracia. Si esta marcha al ocaso, como —si uno extrapola tendencias— podría suceder en EE.UU. y Europa, donde nació, no sobrevivirá en parte alguna.

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