Diplomacia octubrista

Columna
El Líbero, 29.10.2024
Jorge G. Guzmán, abogado, exdiplomático e investigador (U. Autónoma)

Hasta hace no mucho la diplomacia chilena fue reconocida por su profesionalismo y el compromiso de sus funcionarios con la ejecución de una política exterior que, con visión de largo plazo y conducida por el presidente de la República, aseguraba la continuidad y la coherencia de la acción internacional del país. No sólo los expertos, sino que la ciudadanía en general valoraba que la acción internacional del país no se midiera en periodos presidenciales, sino en coyunturas históricas compuestas por hechos, tendencias, oportunidades y amenazas de alcance regional y global, a las que el país debía responder en el mediano y largo plazo.

En el concierto internacional (especialmente en el iberoamericano) la Academia Diplomática Andrés Bello representaba un ejemplo para la formación de cuadros de funcionarios de alto nivel, y sus aulas eran un premio para funcionarios de otros países que, elegidos por sus condiciones intelectuales, accedían al curso bianual en el que -previa formación universitaria completa- se formaban los diplomáticos chilenos. Estos, a su vez, tenían formaciones académicas muy por sobre el promedio de sus generaciones.

Los diplomáticos formados bajo un riguroso marco intelectual y de compromiso con el país fueron eficaces en acelerar la reinserción internacional de Chile y, también, en identificar las oportunidades que condujeron a Chile a la articulación de una red de acuerdos de libre comercio, integración y cooperación económica, que fortalecieron nuestro desarrollo económico, y agregaron prestigio a nuestra diplomacia.

Hasta hace no mucho, hablar por Chile -como dicta el lema de la Academia Andrés Bello- fue un privilegio y una enorme responsabilidad.

Sin embargo, algo cambió en marzo de 2018, cuando, por segunda vez, Sebastián Piñera asumió la Presidencia de la República. De manera inédita, desde entonces un sector del servicio diplomático chileno comenzó a criticar públicamente la política exterior del gobierno, no obstante que, al graduarse esos funcionarios públicos juran -en el sentido republicano del término- lealtad al presidente responsable, conforme con la Constitución y la ley, de la política internacional del país.

Pese a ello, desde 2018, al interior de la Cancillería se registró una creciente agitación partidista motivada, en principio, en cierta vocación de algunos funcionarios por las agendas de organismos de Naciones Unidas. Protagonistas de la política exterior de la época señalan que entonces hubo grupos de diplomáticos fieles a la agenda de la ONU, a la cual defendieron a veces contraviniendo los criterios de los cancilleres encargados de definir la prioridades de política exterior.

Entonces pocos podíamos imaginar que poco más tarde una parte de esos mismos funcionarios se plegaría a la agitación política y social iniciada el 18 de octubre de 2019. Cuando estaciones del Metro de Santiago ardían y a través de las redes sociales algunos reconocidos personajes incitaban a la desobediencia civil, diplomáticos de carrera se sumaban a una huelga general convocada por la CUT, cuyo propósito era, en contexto, generar las condiciones para la caída del gobierno del presidente Piñera.

En aquellos días, cuando el vandalismo recreativo pampeaba en nuestras ciudades y barrios, diplomáticos de carrera (que antes habían jurado lealtad al orden democrático) practicaban un cacerolazo en la puerta principal de la Cancillería, y concurrían, en horas de trabajo, a las denominadas «manifestaciones familiares y pacíficas en la Plaza Dignidad» para pedir la renuncia del presidente de la República.

Con una desmesura inédita en nuestra historia diplomática, funcionarios de carrera se dedicaron al posteo y a los tuiteos para sumarse a la revuelta contra Piñera, para engrosar la ofensiva antigubernamental. Ciertos funcionarios llegaron, incluso, a afirmar que en Chile se cometían violaciones a los derechos humanos. Tampoco faltaron aquellos que se declararon en huelga, mientras en Santiago corrían rumores de una posible toma de embajadas desde adentro.

El llamado del presidente Piñera al diálogo y la paz social (y el acuerdo finalmente suscrito por la mayoría de los partidos políticos), puso una relativa pausa el activismo intra-Cancillería. Pese a ello, a través de las redes sociales algunos funcionarios octubristas continuaron cuestionando la idoneidad del gobierno, por ejemplo, adhiriendo a la agenda pro-migración de la ONU y condenando las expulsiones de extranjeros ilegales.

El daño al prestigio de la diplomacia profesional fue enorme.

En ese mismo marco, otro grupo de funcionarios se encargó de dar contenido a lo que enseguida se conoció como política exterior turquesa, definiendo por anticipado que los epicentros de nuestra acción internacional no estarían ni en la seguridad de nuestras fronteras, ciudades y barrios, ni en la integridad de nuestro territorio, ni en el perfeccionamiento de los tratados internacionales que pueden mejorar nuestra integración en las redes de comercio mundial, sino que en la acción feminista y las cuestiones de género, y los objetivos del ambientalismo. Desde entonces ello implicó sostener que el acento de nuestra política exterior debería abstraerse de la realidad material, para focalizarse en la burocracia, las agendas y los puestos de trabajo en dólares del sistema de organismos internacionales.

De hecho y de derecho, el octubrismo diplomático de carrera cruzó consecutivas líneas rojas. Ni la prudencia ni la obediencia debida al orden constitucional fueron obstáculo para ello. Hasta hoy nada de eso fue ni investigado, ni menos sancionado (conforme lo dictan la ley y sus reglamentos).

Asumido el gobierno actual, la cosecha y los frutos del octubrismo diplomático cosechó, al menos, 12 embajadas, obviando, en no pocos casos, el mérito profesional y los años de servicio.

Comenzando por un impúdico ataque al escalafón de mérito y al orden de las promociones (e incluso sentando el precedente para remover directores nombrados vía el Sistema de Alta Dirección Pública), la autoridad política del actual gobierno «terminó de terminar» con la tradición y práctica diplomática de respeto al mérito como factor de la carrera diplomática.

Desde 2022 en la Cancillería se constató un frenesí por copar con adláteres y devotos cargos directivos de carrera en Santiago y de embajadas de Chile en el exterior. Esto, como queda dicho, abstrayéndose de la antigüedad en la carrera o las condiciones intelectuales de los designados: se trata, simplemente, de cargos de exclusiva confianza del presidente de la República.

El resultado es un cuerpo de embajadores heterogéneo, que en repetidos casos más que lealtad practica devoción ideológica con la llamada política exterior turquesa (aunque aún no sabemos exactamente en qué consiste), que hace necesario preguntarse si ese personal de carrera podrá responder a la exigible lealtad profesional con un gobierno de signo político distinto.

Pese a todo, en muchos funcionarios de la Cancillería sobrevive el espíritu de servicio a Chile, no obstante la postergación a la que han sido relegados, y a los ataques proferidos desde el activismo ideológico de la primera línea diplomática, simpatizante con la primera convención que intentó -como consta- transformar a nuestro servicio diplomático en algo parecido al servicio diplomático soviético, al cubano, al venezolano, o a aquel de la fracasada Alemania Comunista de Erick Honecker: una diplomacia obediente al poder.

Hoy, en el octubrismo diplomático se verifica cierta ingenuidad, que quiere dar por sentado que el próximo gobierno será del mismo signo que el actual o que, en su defecto -para apegarse a la tradición y la práctica diplomática que el actual gobierno ya violentó- una administración de derecha o centroderecha confirmará en sus cargos a los mismos funcionarios que, desde sus posiciones de privilegio, buscaron la desestabilización al gobierno de Sebastián Piñera. No debe ser así.

Las autoridades políticas que surjan de la voluntad popular en las elecciones presidenciales de 2025 se equivocarían gravemente si optan por normalizar la destrucción del mérito y la vocación de servicio a Chile exigible -siempre- a la diplomacia nacional: la lealtad debida es con todos nosotros, no solo al gobierno de turno.

La larga serie de desaguisados protagonizados -en lo que va corrido del actual gobierno- por autoridades y funcionarios de la Cancillería hace evidente que la próxima administración tendrá la oportunidad e, incluso, la responsabilidad de profesionalizar el servicio diplomático.

Esto no sólo para devolver a nuestra diplomacia un prestigio y una capacidad de influencia que hoy se observan erosionados, sino para que la política exterior -en tanto política pública trascendente para la seguridad y el desarrollo del país- se implemente sin ideologismos miopes, con visión de largo plazo y verdadera vocación de servicio a todo el pueblo chileno.

Sólo eso puede asegurar que las prioridades y énfasis de nuestros objetivos de política internacional respondan a la preocupación e interés del conjunto del país, y no sólo a ideologismos, superficialidades y/o caprichos de minorías pseudointelectuales, cuyos errores y gustos estéticos altamente costosos para el país hasta ahora nadie se atrevió a mensurar.

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