El factor mesiánico

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La Tercera, 19.06.2016
Héctor Soto, abogado y periodista

La Presidenta sigue creyendo que va entregar un país más igualitario, inclusivo y justo que el que encontró al regresar a La Moneda el año 2014. Es su convicción más profunda y no está dispuesta a transigirla ni ponerla en duda. Para cumplir esa aspiración es que ella insiste en el cumplimiento, letra por letra y punto por punto, de su programa de gobierno. En el programa, que redactó el pequeño círculo de incondicionales que ella llevó a su comando y que los partidos de la Nueva Mayoría suscribieron sin siquiera haberlo leído muchas veces, está todo y sus verdades son infalibles. Fue votado, lo aprobó más del 60% de los ciudadanos que concurrió a las urnas y listo.

Una confianza similar en ese nuevo Chile ha manifestado en sus primeras declaraciones, alineado y obediente, el nuevo ministro del Interior.Aunque el 67% de los chilenos cree que el país va por un camino equivocado, ella y él están tranquilos, lo cual no deja de ser un tanto aterrador. El ministro se toma las cosas con distancia y no pierde la calma. La Presidenta, tampoco. Dice saber que los procesos de cambios profundos traen inevitablemente ruidos, debates y hasta convulsiones. Se supone que hay que aguantarlos porque, cuando hayan pasado el griterío y las turbulencias, el sol volverá a brillar y los chilenos nos daremos cuenta de que ella y él estaban en lo cierto. Éramos nosotros los que estábamos equivocados.

Aunque estas ideas y percepciones puedan ser admirables en términos de fe -la fe del carbonero, que llaman-, no hay duda de que se trata de una actitud políticamente peligrosa. Como insumo, esta manera misional de entender el ejercicio del poder no difiere gran cosa de las convicciones -resueltas, insobornables, muy consecuentes y todo lo que se quiera- que llevaron en su momento a países como Cuba, más tarde a Venezuela y ahora último a Argentina -que se salvó en la quemada con el triunfo de Macri- a cuadros muy agudos de empobrecimiento, destrucción institucional e inestabilidad. Lo que esos gobiernos hicieron no fue en principio por pura mala fe. También hubo ahí gente convencida y que también tenía mucha fe. En algún momento creyeron que el mundo corría en esa dirección y apostaron el todo por el todo a transformaciones regresivas que supuestamente la historia iba a reivindicar como justas y visionarias. Ya se sabe lo que ocurrió: fue todo lo contrario. De acuerdo: Chile no es Cuba, ni Venezuela, ni tampoco la Argentina kirchnerista. Pero pareciera haber empezado a compartir con esas experiencias el horizonte mesiánico en función de muchas de las transformaciones que se han estado llevando a cabo.

Es compleja la obstinación por imponer reformas que la gente rechaza. Aparte de revelar una conciencia democrática un tanto frágil y algo acomodaticia, por decir lo menos, hay en ella una cuota de arrogancia intelectual que no es menor. Yo sé más que todos ustedes. Yo sé lo que a ustedes les conviene. Cuando el gobernante parte asumiendo que nadie sabe mejor que él lo que es bueno para el país y los ciudadanos, obviamente que el sistema político se tensiona de manera innecesaria. Chile ya dejó de ser una sociedad dispuesta a firmarles cheques en blanco a sus gobernantes. De hecho, mucho antes de haber cumplido el primer año de su mandato, y también mucho antes del caso Caval, el gobierno comenzó a registrar fuertes caídas en las encuestas. Se supone que La Moneda quiso rectificar con el ingreso al gabinete de los ministros Burgos y Valdés. Efectivamente algo se rectificó, pero al final la resaca refundacional fue más fuerte. No es sólo la convivencia la que se ha crispado. También la economía se desplomó y las expectativas se fueron al piso. Un país que, mal o bien, había llegado a distinguirse en la región por las oportunidades que estaba generando, ahora parece empeñado en desaprovecharlas todas.

No obstante que el balance político de la actual administración hasta el momento es adverso, por lo menos en función del rechazo a la gestión presidencial que muestran todos los estudios de opinión, y también de la baja posibilidad de que la actual coalición pueda proyectarse a otro mandato, es todavía una incógnita determinar de qué modo Bachelet II será juzgada por la historia. La experiencia suele recomendar no entrar a estos ejercicio de futurología, entre otras cosas porque son engañosos y casi siempre conducen a conclusiones extraviadas. Aun así, sin embargo, es evidente que Bachelet corrió los límites, aumentó la recaudación, agrandó el Estado, puso de cuestión la Carta Fundamental, sacó al mercado del sector educacional y está tratando de llegar a nuevos equilibrios en las relaciones laborales. Son logros o realizaciones que si bien la opinión pública todavía no aprecia, van a establecer, para bien o para mal, un escenario con el cual los futuros gobiernos tendrán que contar en el futuro, cualquiera sea el signo político que tengan.

No es improbable que Bachelet termine siendo condenada en términos políticos ahora, si es que los niveles de aprobación no remontan, y salvada en cambio por la historia.  Obviamente que no debe agradarle, porque esa posición es incómoda. Pero, una vez planteada la disociación, ella podría estar prefiriendo quedar bien más en el largo plazo que en lo inmediato.

Lo que no ha considerado es que se está exponiendo al riesgo de quedar mal en ambos.

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